—¡Che, Mudo! —llamó Varzi, y le hizo una seña para que se quedara—. ¿Se metieron en el jardín? —Mudo asintió—. ¿La viste?—El hombre volvió a asentir—. ¿Estaba con el infeliz ese, el tal Cáceres? —El matón negó y Varzi apenas sesgó los labios. Llenó dos copas, alcanzó una al matón y se acercó a la ventana.
—¿Adonde querés llegar?—irrumpió Mudo, en un bisbiseo ronco que habría estremecido a las piedras.
—No sé —aceptó Carlo.
—Dijiste que te ibas a divertir con la hermana del
pipiolo
Urtiaga Tour —insistió el matón—, y que después, cuando te cansaras, te ibas a encargar de él, un
laburito
más que fácil para vos.
—¡Sí, sí! —saltó Varzi—. No hace falta que me hagas acordar de cada maldita cosa que dije.
—Pero me parece que la diversión con la hermanita de Urtiaga Four todavía no empieza y va para largo.
—¿Que la mejor soprano del mundo cante tangos en un
quilombo
no te parece divertido?
—Puede ser —convino Mudo—. Pero no es suficiente.
—Para mí, nada va a ser suficiente.
—¿Y?
—¿Y qué? —bramó Carlo.
—¿Cuándo vas a jugar con la hermanita y cuándo vas a pasar por el cuchillo al hermanito?
Mudo tomó asiento y se sirvió otra copa. Le dolía la garganta de tanto hablar, pero necesitaba aclarar ciertos puntos. No le gustaba nada el tinte que tomaba el asunto de Marlene y su hermano. Si de él dependiera, Gastón María Urtiaga Four ya no contaría el cuento. Había creído que, después de que el Napo lo hirió, en cuestión de días le asestaría el puntazo mortal. Pero no había resultado de ese modo. Si Marlene no hubiese aparecido aquella noche con el manojo de joyas, Urtiaga Four ya estaría muerto. Su sorpresiva puesta en escena llevó a Varzi a idear ese estúpido juego que lo complicó todo, a su juicio, innecesariamente. Convencido de que no obtendrían nada del maldito
bienudo,
Mudo se preguntaba para qué dejarlo vivir un minuto más. La actitud de su jefe lo contrariaba.
—El tiempo corre y el asunto que vos sabes se complica cada vez más —aseguró el matón.
—El tiempo corre —repitió Varzi—. Sí, y con el tiempo no puedo hacer nada.
—Entonces, ¿qué estás esperando? Ese hijo de puta te humilló y te arruinó. Ahora tiene que pagar.
—Vos sabes que lo mejor sería que Urtiaga Four se hiciera cargo del muerto. Tengo el palpito de que puedo convencerlo.
—¡Qué va, Napo! —saltó Mudo, y levantó un poco el tono áspero de su susurro—. ¡No jodás! Sabes mejor que
naides
que ese
bienudo
hijo de puta nunca se va a hacer cargo del muerto. Hace mucho que nos conocemos y sabes que siempre te digo lo que pienso. ¿Querés que te diga lo que pienso ahora? —Varzi asintió—. Que estás metido hasta los
cardeuses
con la Marlene esa y que no querés matar a Urtiaga Four por ella.
—¡Qué decís, Mudo! —vociferó Varzi— ¿
Tás plantao
o qué?
—Entonces, ¿por qué mierda no te coges a la soprano esa y te sacas de encima al hermano? No me digas que estás esperando que la
papirusa
caiga rendida a tus pies. Te mira de una manera que te echa veneno por los ojos. No se te va a acercar nunca. Vamos a hacer esto —propuso—: yo te la traigo mañana a la rastra hasta aquí, la tiras al suelo, le abrís las piernas y te divertís un rato. Después, bien tranquilito, buscas al hermano y lo destripas. Eso sí, antes de destriparlo, que se entere bien enterado de lo que le hiciste a la hermana, con lujo de detalles ¿eh?, como lo habíamos pensado. ¿Te acordás, no?
Varzi se quedó sin aliento. El relato descarnado de lo que él mismo había planeado tiempo atrás lo abrumó; sin embargo, supo ocultar su debilidad frente a Mudo.
—Hecho. Mañana, entonces —acordó.
Mudo asintió y no volvió a hablar durante el resto de la noche.
A la mañana siguiente y con el objeto de comentar los pormenores de la velada, la familia se reunió a desayunar, incluso Otilia, que acostumbraba hacerlo en su recámara. Ansiosa como una adolescente, sólo quería hablar del inminente nombramiento de Eloy. El espectáculo rutilante de Micaela no significaba nada en comparación con lo de su sobrino. A poco, había hartado con su parrafada y, aunque la mayoría hacía esfuerzos por contestarle y dirigirle uno que otro comentario, Gastón María se dedicó a tomarle el pelo y hacerle burlas.
—No creas que no me doy cuenta de que estás escorchándome —le previno Otilia—. Lo que pasa —continuó—, es que te morís de la envidia porque mi sobrino es tanto y vos tan poco.
Gastón María soltó una carcajada y le dijo cosas aun menos apropiadas. Micaela miró a su padre, que mantenía esa actitud indolente que lo caracterizaba cuando el tema atañía a su hijo o a su esposa, y le pidió su intervención con un gesto. Rafael puso fin a la discusión y, para desviar tensiones, le preguntó algo a Cheia. Micaela, por su parte, agradeció que Moreschi no estuviese en la casa esa mañana: tanto su hermano como su madrastra la habrían avergonzado terriblemente.
—La fiesta fue todo un éxito, ¿no, hija? —preguntó Rafael, y dio pie para volver al tema.
—La hija del juez Mario de Montefeltro no dejó de mirarte en toda la noche, Gastón María —contraatacó Otilia—. Anita de Montefeltro sería una esposa estupenda para vos.
—Sí —ratificó su padre—. Creo que ya sería bueno que tomaras el toro por las astas y encaminaras tu vida.
Gastón María comenzó con su acostumbrada jarana hasta que Micaela lo interrumpió.
—Papá tiene razón, Gastón María. Ya te divertiste lo suficiente. Ahora es tiempo de que sientes cabeza. ¿O cuál es tu idea de futuro?
El joven, atacado por los cuatro flancos, buscó apoyo en mamá Cheia.
—No la mires a mamá —ordenó Micaela—. Por más que te mime y te malcríe, ella sabe mejor que nadie que tu vida no puede seguir así.
—¡Dejen de molestar! —bramó, y se puso de pie—. Yo nunca me voy a casar. ¡Nunca! ¿Entendieron?—Y salió del comedor hecho una furia.
Mamá Cheia intentó seguirlo, pero Micaela la tomó por el brazo y la obligó a sentarse.
—No, mamá —dijo—. Es hora de que Gastón María deje de jugar como lo está haciendo. Mucha gente sufre por su culpa.
Dejó la mesa y subió a su recámara preocupada y disgustada. Gastón María era un tarambana; aunque le doliera, tenía que admitirlo. Su desparpajo ya no resultaba gracioso; su irresponsabilidad afectaba y dañaba a los que lo querían. Lo adoraba, pero estaba perdiendo la paciencia.
Sentía agobio, y Varzi representaba su mayor pesar, no sólo por ser el proxeneta que la tenía atrapada, sino por su enigmático proceder. Desde aquella conversación con Moreschi, para Micaela había quedado claro que los problemas de Gastón María con Carlo Varzi excedían el dinero.
Esa noche tenía función en el Carmesí y, pese a ser temprano, se preparó y salió sin mayores inconvenientes: su padre trabajaba en el Senado, Otilia, como siempre, en Harrod's, tomando el té o viendo un desfile de modas, y Gastón María, con sus amigotes.
Pascualito se sorprendió de que su patrona deseara ir tan temprano al burdel, pero no comentó nada y preparó el automóvil. Llegaron pasadas las cinco. El lugar le resultó increíblemente familiar y Micaela sonrió al evocar el espanto que le había causado la primera vez. No halló a nadie en la planta baja, tampoco en el camerino. Decidió ponerse cómoda y eligió uno de los vestidos que Tuli tenía apartado para ella. Alguien entró, y reconoció las voces de Edelmira y Tuli.
—Esa chica se va a enfermar si sigue así —aseguró la mujer.
—¡Pobre Polaquita! Se va a morir de amor —suspiró Tuli.
—¡Pero qué carajo, esta
Milonguita
! Venir a enamorarse del copetudo ese del Urtiaga Four.
—El Napo se la tiene jurada al
jailaife
ese —agregó Tuli—. Lo va a destripar ha dicho. Yo no sé qué espera.
—Che, Tuli —empezó Edelmira, en tono confidencial—. Vos que sabes todo, a vos que nada se te escapa, vamos, contame, che. ¿Por qué el Napo se la tiene jurada al
bienudo
?
—Me mata Cabecita si te digo.
—Dale, Tulito hermoso...
—No vengas a hacerme cosquillas vos...
—Dale, no me dejes con las ganas —insistió la mujer—. Soy una tumba. ¡Por ésta! —y se hizo la cruz sobre los labios.
—Si llegas a abrir la
jeta,
te la parto —amenazó Tuli—. Lo que pasa con Urtiaga Four es bastante grave. El muy hijo de puta dejó embarazada a la protegida del Napo y no quiere casarse con ella.
Micaela sintió un temblor en el cuerpo.
—¿El Napo tiene una protegida? ¿Quién es? ¿Una amante?—preguntó Edelmira.
—¡Con esa mente podrida que tenes, para vos todas son amantes! No, no es su amante. Es una chica, jovencita, muy jovencita, que el Napo cuida como si fuera de oro. La tiene en una cajita de cristal. Y este guacho de Urtiaga Four viene y se la mancilla.
Micaela se sentó en el suelo y se cubrió la cara con las manos.
—Pero esto no es lo peor —continuó Tuli, y Micaela se puso en guardia—. Lo peor de lo peor es lo que el
jailaife
hizo después de que se enteró que la
papirusa
le iba a dar un hijo. Pero no puedo contártelo.
Edelmira le rogó en vano. Micaela esperó tras el biombo a que dejaran el camerino. Tenía el ánimo descompuesto y la respiración fatigosa. "¡Señor Varzi!", pensó, "¡Este era su gran misterio!".
—Tengo que hablar con el señor Varzi —se dijo—. Tengo que hacerlo —repitió, decidida.
Terminó de abrocharse el vestido y salió como loca del camerino.
—¡Señor Varzi! —gritó en el corredor—. ¡Señor Varzi!
Edelmira y Tuli aparecieron e intentaron calmarla. Micaela, fuera de sí, no los miraba ni les respondía; continuaba llamándolo, temerosa de que no estuviese en el burdel.
—¡Señor Varzi! ¿Dónde está el señor Varzi?
Carlo reconoció la voz desde la planta baja y subió los escalones de dos en dos.
—¡Señor Varzi! —exclamó Micaela al verlo; se le abalanzó y lo tomó por las solapas—. ¡Señor Varzi! ¿Por qué no me dijo la verdad? ¿Por qué? ¿Por qué?
Carlo paseó su mirada atónita de Tuli a Edelmira en busca de una explicación. Ambos se sacudieron de hombros y le devolvieron un gesto de confusión. Carlo tomó a Micaela, desfallecida para ese momento, y la guió hasta su oficina. La ayudó a sentarse y se dispuso a servirle una copa.
—¡No me dé nada! —prorrumpió—. ¡No quiero tomar esa cosa horrible! Dígame, por favor, y no me mienta más, qué es todo este asunto de su protegida y de mi hermano. ¿Es cierto que mi hermano la embarazó y que no quiere casarse con ella? ¿Qué otra cosa peor le ha hecho? ¡Quiero saber! ¡Ay, Gastón, qué bajo has caído! —se cubrió el rostro y empezó a llorar.
Varzi quedó sin palabras, con la mente en blanco. Recobrada en parte, Micaela insistió con firmeza que quería conocer la verdad. Carlo se dirigió al escritorio, tomó una fotografía del cajón y se la entregó. Había una joven, de unos dieciséis o diecisiete años, muy bonita.
—Esa fotografía es un poco vieja —comentó Carlo—. La miro tanto que la ajé toda.
Al ver que Varzi no proseguía, Micaela se animó y lo interrogó.
—Es una niña muy hermosa. ¿Es su protegida?
—No, no es mi protegida, es mi hermana Gioacchina. Mi querida y adorada Gioacchina.
Micaela quitó los ojos del retrato y lo contempló sin reservas. ¿Era ese hombre el mismo que ella conocía, el malevo bruto y despiadado? Sí, lo era. Sus ojos negros y su rostro hermoso permanecían inmutables; en cambio, se le había suavizado la voz, y sus movimientos, avizores y rápidos, parecían aletargados. Lucía triste.
—¿Su hermana, señor Varzi?
—Ahí tiene dieciséis años. Hace poco cumplió los veintiuno. Pero sigue tan linda y angelical como en esa fotografía. Igual a mi madre.
¿Madre? ¿Hermana? Después de todo, Carlo Varzi era un ser humano y, en apariencia, con sentimientos nobles.
—Por favor, señor Varzi, no me tenga sobre ascuas. Quiero saber, necesito saber, qué circunstancias unieron la vida de mi hermano con la de esta joven.
—Por razones que no voy a explicarle, mi hermana piensa que estoy muerto. Ella vive en una casa decente con una mujer honorable que se encarga de su educación y cuidado. La señora Bennet es una institutriz inglesa de las mejores y, ayudada por la buena disposición y la naturaleza dócil de Gioacchina, ha hecho de ella una dama de sociedad tan distinguida como usted, se lo aseguro. Gracias a mis conexiones con las altas esferas, mi hermana accede a los mismos círculos sociales donde se mueve su familia.
—¿Gioacchina Varzi? No, no recuerdo a nadie...
—Gioacchina Portineri.
De todos modos, Micaela no reconoció el nombre.
—Ella lleva el apellido de nuestra madre.
—¿De su madre?
—Su hermano enloqueció por ella y no dejó de perseguirla. Es bonita, dulce y culta. Es mi tesoro más grande, lo único puro y hermoso que tengo en la vida. Y Urtiaga Four la tomó como si... —Cerró el puño y una contracción le endureció el rostro—. La desgració y la dejó embarazada. Por más que lo amenacé de mil maneras, su hermano nunca accedió a cumplir con ella y...
—Señor Varzi —lo detuvo Micaela—, me deja pasmada. No sé qué decir. Hay muchas cosas que no entiendo y otras que me gustaría saber. Pero antes de seguir, quiero prometerle que haré lo imposible para que mi hermano asuma su responsabilidad.
Varzi asintió, con poco entusiasmo.
—¿Dónde está su hermana? ¿Su salud es buena?
—Por su estado, mi hermana debió salir de la ciudad junto a la señora Bennet. Hasta la última noticia que recibí, de salud se encuentra perfectamente, aunque, de ánimo, no puedo decir lo mismo.
Micaela se apiadó de la joven, que tenía que ocultarse, escapar de su casa, de sus amigos y afectos, avergonzada y humillada, todo por culpa del irresponsable de Gastón María. Pasaban los segundos y la ira de Micaela aumentaba.
—Tengo entendido que la mala acción de mi hermano no termina aquí. ¿Hay algo más que deba saber?
—Su hermano intentó forzarla a terminar con el embarazo. Trató de sacarla a la rastra de la casa para llevarla con una curandera. Si no fuese por la señora Bennet no sé qué habría sucedido.
—¡Oh, Dios mío! ¿Puede ser cierto?
—Entiendo que no crea en la palabra de un hombre como yo —dijo Varzi, ostensiblemente ofendido.
Micaela se apresuró a aclararle que le creía, sólo que le resultaba una verdad tan dolorosa que deseaba que no fuese cierta.