El público se arrobaba escuchándola y, hombres simples e ignorantes como eran, sin necesidad de apariencias, no dudaban en prodigarle reconocimiento y admiración.
Varzi apareció mientras Micaela cantaba el último tango. Entró por la puerta principal y ahí se quedó, contemplándola. A pesar de estar alejado del escenario, la atrajo con la intensidad de su mirada y, en un instante, le desbarató la seguridad. Al terminar el espectáculo, dejó apresuradamente la tarima para escapar de sus garras, pero Mudo interpuso su mole al pie de la escalera y Carlo la tomó por detrás. Trató de quitárselo de encima con disimulo. Pensó abofetearlo otra vez y gritarle unas cuantas verdades, pero al mirar en torno y comprobar que los ojos de un centenar de personas se posaban en ella y en el
cafishio,
prefirió ahorrarse la escena y bailar.
Más tarde, esa misma noche, dejó el Carmesí enojada consigo. Había decidido no bailar con Varzi y había terminado entre sus brazos danzando como amantes. Salió del burdel al aire frío de la madrugada invernal, se embozó en su capa y caminó hacia el automóvil donde la esperaba Pascualito. La calle, solitaria y oscura, la aterró y la historia del "mocha lenguas" le volvió a la memoria.
La sobresaltó el ruido de un coche que doblaba en la esquina, y lo siguió con la mirada. El vehículo se detuvo en la cuadra siguiente y un individuo pequeño descendió y entró en una casa. Intrigada y convencida de que tanto el automóvil como el hombre le resultaban familiares, Micaela aguardó en la acera. A poco, el hombre salió acompañado de una mujer, subieron al coche y se marcharon a toda prisa.
—¿Por qué se queda ahí parada. ¿No ve que es peligroso?—la reprendió Pascualito, mientras le abría la puerta y la instaba a subir.
—Discúlpame, tenés razón. Pero me quedé viendo ese automóvil que paró en la otra cuadra. ¿Lo viste? Me resultó conocido.
—Sí, lo vi —aseguró el chofer—. Era un Daimler-Benz, igualito al que tiene el doctor Cáceres. Por eso le debe de haber parecido conocido.
—¿Viste quién conducía, Pascualito?
—No, señorita, esta calle es una boca de lobo.
—Me pareció que el que conducía era el sirviente del señor Cáceres. ¿Cómo se llama?
Antes de que Pascualito le contestara, Micaela gritó al divisar una figura oscura en la ventanilla.
—¡No se asuste, señorita Marlene! ¡No se asuste! ¡Soy yo, Cabecita!
Micaela tardó unos segundos en reponerse antes de preguntarle de mala manera qué quería.
—El jefe me manda a decir que esta noche él la va a llevar en su auto. Che, Pascualito, dice el Napo que nos sigas por detrás.
Todo parecía tan resuelto que Micaela no mostró objeción. Es más, aprovecharía la oportunidad para pedirle a Varzi que permitiera regresar a Gastón María; como fuera, le arrancaría la promesa de que no le haría daño, y, aunque no confiaba en la palabra de un proxeneta, por el momento, era su único recurso.
Micaela subió al coche y, a poco, llegó Varzi, que se ubicó en la parte trasera junto a ella. Mudo conducía y Cabecita iba sentado a su lado.
Lo contempló de reojo y volvió a sorprenderse de su atractivo. Usaba el chambergo requintado sobre la frente y apenas si se le veían los ojos. La mandíbula, recia y cuadrada, se le tensaba mientras le daba órdenes a Mudo. Varzi era como el tigre de Bengala que había visto en el zoológico de París tiempo atrás: un ser de líneas perfectas, una criatura hermosa, fascinante, de movimientos eróticos, de una fuerza increíble, pero terrible, maligno y asesino.
—¿Por qué me miras así? —le preguntó.
—Quiero pedirle dos favores —se apresuró Micaela, y omitió la pregunta tan difícil de responder.
—No creo que estés en condiciones de pedirme nada. Pero, teniendo en cuenta que mis ganancias han aumentado desde que estás en el Carmesí, te concedo que me pidas los dos favores.
—Primero quiero pedirle que permita a mi hermano regresar a Buenos Aires.
—Yo no le impido a tu hermano volver a Buenos Aires. El puede hacer lo que quiera.
—¡Señor Varzi, por favor! No se burle de mí, se lo suplico.
—Yo no me burlo de vos, Marlene.
Ninguno de los dos habló por un rato. De repente, Carlo dijo:
—Decile a tu hermano que no siga perdiendo
guita
en Alta Gracia y que vuelva.
—¿Me promete que no le va a hacer daño?
—Si yo quisiera, tu hermano ya estaría muerto.
—¡No, por favor! ¡No lo diga ni en broma!
Varzi miró hacia otro lado, enfadado, dispuesto a no volver a dirigirle la palabra.
—No crees en mí —aseguró, un momento después—. Estás segura de que no voy a cumplir.
Micaela no pudo, ni quiso acotar, y creyó ver cierto abatimiento en su semblante.
—Me dijiste que tenías dos favores que pedirme. ¿Cuál es el otro?
—Quería pedirle que no vuelva a obligarme a bailar el tango.
—¿Obligarte? Yo no creo que te obligue a bailar conmigo. Pareces muy contenta de hacerlo. Bailas de una forma que yo nunca había visto. Tu cuerpo entero goza cuando bailas conmigo.
—¿Cómo se atreve a tratarme así? ¿Por qué, después de todo lo que tengo que hacer, aún le quedan ánimos para humillarme de esa forma? —Micaela tomó un pañuelo de su escarcela—. ¿No se da cuenta de que estoy jugándome la carrera, la vida?
—¿Por qué no querés bailar más?
—Es que la gente está hablando tonteras y no quiero verme más perjudicada de lo que ya estoy con todo este asunto.
—¿Ah, sí? ¿Y qué dice la gente?
Micaela no contestaría esa pregunta ni en un millón de años.
—¿Que sos mi mujer?
En la oscuridad del coche, Varzi jamás habría notado su palidez. Demudada, sintió un vuelco en el estómago y, en vano, intentó replicar.
—Lo que pasa es que solamente bailo el tango con la que es mi mujer. Por eso la gente está hablando. Conocen mis costumbres.
Ante tal desparpajo, Micaela dudó entre agradecerle la explicación o partirle algo en la cabeza.
—Está bien, señor Varzi —dijo—. Entiendo que ésa sea su costumbre. Pero como no es la mía, mejor nos detenemos aquí para que la gente no nos malinterprete.
Varzi la aferró por la cintura y la atrajo hacia él.
—No sería mala idea dar la razón a la gente. ¿No te parece, Marlene?
Micaela intentó gritar e insultarlo, pero no lo consiguió; se había quedado sin aire. Los labios de Varzi casi rozaban los suyos, la punta de la nariz le acariciaba la mejilla y una mano en la nuca le imposibilitaba moverse. El automóvil se detuvo, y ella permaneció tiesa entre los brazos de él. Finalmente, y con bastante dominio de sí, le dijo:
—No se equivoque, señor Varzi. Por más que vista esta ropa y me maquille de esta manera, sigo siendo la mujer respetable que usted conoció
.
Ahora, ¡quíteme las manos de encima!
Carlo obedeció sin hesitar.
Cheia le abrió la puerta trasera, la que daba a las habitaciones de la servidumbre y a la cocina, y Micaela, aún turbada por el episodio con Varzi, entró trastabillando. Le pidió un té de tilo bien cargado, con mucha azúcar.
—¿Qué pasó, mi reina? Estás pálida —preguntó la negra—. ¡Tenés las manos heladas!
Micaela le relató los penosos acontecimientos, aunque se cuidó de mencionar lo referente a sus sensaciones contradictorias. Cheia la reprendió y no ayudó en nada. Micaela había buscado en ella a una amiga, pero el rol de madre de su nana las alejaba. Se le presentó la cara de Marlene y necesitó estar a solas. Se despidió de Cheia y partió muy abatida.
En la intimidad del dormitorio, se sintió a resguardo de todo y de todos. Por esos días existían demasiadas cosas que la contrariaban. Deseaba que los cuatro meses hubiesen pasado y que París fuera de nuevo su hogar. Añoraba volver; no había otro lugar mejor. Marlene ya no era un recuerdo penoso, se había convertido en una guía, en un consuelo.
—¿Qué hago, Marlene? —preguntó en voz alta—. ¿Qué hago?
Se la imaginó pidiéndole, con disposición abierta y franca, que le contara acerca del tal Varzi. Sonrió, segura de que habría empezado por preguntarle si era atractivo. Micaela la hubiese mirado con picardía y, después de un rato, le habría dicho: "¡Oh, sí! El más apuesto que hayas visto." Marlene, ansiosa como una colegiala, habría querido conocer lo demás: cómo hablaba, cómo se movía, cómo miraba. Y le habría encantado saber que bailaba el tango mejor que nadie.
Después de que Micaela se perdió en la parte trasera de la mansión, Varzi le ordenó a Mudo que volvieran al Carmesí, pero antes de llegar a la primera esquina, se desdijo y le indicó que lo llevara a su casa. Mudo y Cabecita se miraron, sin preguntar ni comentar nada.
Carlo se abstrajo rápidamente del contexto y se perdió en los recuerdos, frustrado al no poder definir si le resultaban placenteros o desagradables. Se dejó llevar por lo que su memoria aún tenía fresco. Un momento le bastó; retrepó en el asiento, carraspeó y se frotó la cara para deshacerse del estado letárgico que le jugaba una mala pasada. Se instó a no perder de vista los planes trazados. En ese aspecto, se sentía victorioso, aunque faltaba el golpe final para que la deshonra de la señorita Urtiaga Four fuese completa.
Mudo, como siempre, no emitía sonido, pero Cabecita, que hablaba por los dos, ya no soportaba el silencio.
—Che, Napo —empezó—, ¿tenés idea de dónde sabe bailar tan bien el tango?
Carlo, concentrado en lo suyo, lo miró confundido.
—¿De qué hablas?
—De Marlene. ¿Sabes dónde aprendió a bailar así? La muy guacha se mueve como
naides.
—No —respondió Varzi, lacónicamente.
—¿Querés que averigüemos?
—No. Solamente hagan lo que les dije antes: vigílenla día y noche, no le pierdan pisada.
—Está bien —aceptó Cabecita, y Mudo asintió.
—¿Qué hizo ayer?
—Estuvo en su casa toda la mañana, cantando esas canciones raras que ella canta.
—Arias de ópera, animal —lo corrigió Carlo.
—Eso.
—¿Cómo sabes que estaba cantando?
—Porque me metí en el jardín por la parte de atrás y la vi. Estaba cerca de una ventana de la planta baja. Tiene un vozarrón más fuerte que cuando canta tango. Traspasaba el vidrio, ¿sabes? Después la vino a buscar el
fifí
ese y pasó toda la tarde con él.
—¿Qué
fifí
? —preguntó Cario, alarmado.
—El tal Eloy Cáceres.
Fifí
como
naides,
medio
amanerao
pá caminar. Más
finoli
que una
mina.
¡Buah!
La mirada de Cario se ensombreció y unos celos locos se apoderaron de él.
Micaela durmió de a ratos y muy sobresaltada. De todas formas, y a pesar de que habría preferido el silencio, se levantó temprano y decidió desayunar con su padre. Otilia, por suerte, acostumbraba hacerlo en la cama.
Mamá Cheia no apareció para ayudarla a cambiarse y a peinarse, y le resultó extraño. Al llegar al comedor, la aguardaba una sorpresa: Gastón María conversaba afablemente con su padre y con la nana.
—Ahora entiendo por qué no fuiste a mi cuarto esta mañana —dijo Micaela—. Tu hijo pródigo llegó y te olvidaste de tu hija más fiel.
Cheia sonrió complacida. Gastón María se aproximó para recibirla. Los hermanos se abrazaron con efusividad e intercambiaron palabras amables. Micaela le preguntó cuándo había regresado.
—Ayer por la tarde. Vos no estabas. Me dijeron que habías salido con Moreschi.
Micaela farfulló unas palabras y tomó asiento a la mesa.
—Buenos días, papá —saludó.
Rafael deseó que Micaela, al igual que había hecho con Cheia y con Gastón, le diera un beso. Pese a los meses transcurridos, continuaba fría y distante. No sabía cómo acercársele, ni cómo lograr su perdón.
A poco, se les unió Alessandro Moreschi que pidió disculpas por la demora. Rafael se mostró amable con él y ordenó a la doméstica que de inmediato le sirviera el desayuno.
Gastón María comentó acerca de su viaje, y Micaela, a sabiendas de que su hermano no relataría nada interesante, se ensimismó en sus cuestiones. Lo primero que le vino a la mente fue el acierto de la noche anterior de haberle pedido a Varzi que no le hiciera daño. Tenía la convicción de que, mientras ella cumpliera el trato, Varzi haría lo propio.
Micaela y el maestro Moreschi pasaron el resto de la mañana en la sala de música, atrapados por arias y ejercitaciones. En un intervalo, Alessandro le expuso su idea de cantar en el Colón junto a la compañía lírica de Mancinelli. Micaela se mostró intransigente, y le confesó que, si no fuera por el trato con Varzi, ya habría vuelto a París. Le aseguró que el recuerdo de Marlene ya no la atormentaba como antes y que estaba lista para regresar.
—No te pido que te quedes a vivir en Buenos Aires y que no regreses a Europa. Jamás te lo pediría. Pero tienes la gran oportunidad de cantar en un excelente teatro. Lo conocí días atrás y es fantástico. Me atrevería a decir que tiene la mejor acústica de todos los teatros que conozco. —Micaela se sorprendió—. Sí, estoy seguro —ratificó Alessandro—. Además, no puedes desairar de esa forma a tus compatriotas. Has estado en Buenos Aires por más de tres meses y ni siquiera has cantado para tus parientes. Se dice que sos una engreída y vanidosa que sólo canta para los europeos.
—¡No es cierto! —exclamó—. Si no he cantado, ha sido porque no he tenido ánimo suficiente. Jamás se me pasó por la mente despreciar a mis compatriotas.
En realidad, Micaela había previsto la posibilidad de que se dijera tal cosa. No la tomó desprevenida, aunque sí le molestó que interpretaran su comportamiento con tanta malicia.
—Se ve que los porteños son muy susceptibles. Te quieren en su teatro nuevo. Además, no es bueno que se formen una imagen tan errónea de ti. Ya demasiado con que en Europa tus colegas te consideren una obsesiva con el trabajo y una tirana autoritaria.
—¡Oh, vaya, muchas gracias!—dijo Micaela, ofendida.
El maestro y su discípula continuaron debatiendo acerca de los pro y los contra de una temporada en Buenos Aires. Finalmente, y persuadida por los mil y un recursos de Moreschi, Micaela aceptó, aunque puso una serie de reparos que, Alessandro estuvo seguro, Mancinelli no dudaría en aceptar con tal de tener a
la divina Four
entre sus huestes.
Ilusionados con el nuevo proyecto, tuvieron la intención de comer algo rápido al mediodía y proseguir con los ejercicios, pero Cheia les comunicó que el señor Urtiaga Four deseaba que almorzaran con él.