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Authors: Nancy Huston

Tags: #Narrativa, #Drama

Marcas de nacimiento (34 page)

BOOK: Marcas de nacimiento
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—¿De verdad te habrías gastado el dinero de mamá en el tiovivo? —le pregunto a Johann.

—Sí. Los alemanes me robaron mi país, me raptaron, ¿qué es un poco de calderilla en comparación? Hay que tomar partido, falsa Kristina.

—Yo estoy de tu parte.

—Demuéstralo.

—¿Cómo?

—La próxima vez que juegues con el estúpido joyero de la falsa abuela, róbale una joya.

—¡No puedo!

—Entonces no estás de mi parte.

—Pero ¿para qué quieres sus joyas?

—Tú hazlo y ya te lo diré.

Al día siguiente, saco un par de pendientes chispeantes del bolsillo y los hago oscilar delante de los ojos de Janek. Espero que no sepa distinguir entre diamantes y piedras de imitación.

No sabe. Abre los ojos de par en par y me hace un gesto con el pulgar hacia arriba. Me estremezco de orgullo.

—Ahora cuéntame qué quieres hacer con ellos —le digo.

—No es más que el comienzo, falsa Kristina, pero es un buen comienzo. Llegarás a ser una ladrona experta. De ahora en adelante, le quitarás un poquito de dinero del billetero todos los días al falso abuelo, ¿de acuerdo?

—Pero ¿para qué?

Me coge las manitas en sus manazas y me las aprieta.

—¿Estás conmigo, Krystynka?

—Sí.

—¿Me quieres?

—Más que a nada en el mundo.

—Entonces escucha con atención… Tú y yo vamos a escaparnos juntos. Venderemos las joyas y nos darán buen dinero por ellas, y encontraremos el camino de regreso a Polonia. Cuando nos quedemos sin dinero, cantarás. La gente se agolpará para escucharte, yo pasaré el sombrero y derramarán todos sus tesoros en él y seguiremos viajando.

El corazón me late en las sienes.

—Pero Janek —digo—, la gente llamará a la policía si nos ven en la carretera. Dos niños fugitivos, se nos verá a la legua.

Johann se echa a reír.

—Hoy en día hay refugiados por todas partes, ¿no te has dado cuenta? Miles de personas se han echado al camino. Niños, ancianos, de todo. Dos más o menos… Y la policía tiene mejores cosas que hacer. Nadie nos molestará.

—Pero Janek… sé que estamos viviendo con el enemigo, pero si yo… quiero decir, ellos me quieren, siempre han sido muy buenos conmigo, no puedo…

—Krystka, tienes que decidir si eres una cría o una joven, una alemana o una polaca. Piénsalo con cuidado, tómate tu tiempo, la decisión es tuya. Yo me voy en verano, tanto si vienes conmigo como si no.

• • •

Esta casa sin Johann otra vez: impensable.

Cuando el abuelo empieza a roncar, en vez de empujarle el hombro y decirle «Kurt», me levanto de la cama y voy de puntillas hasta la silla donde ha dejado la chaqueta y le registro los bolsillos. Tiene el billetero en un bolsillo interior, estoy sudando y las manos me tiemblan, pero debería ser al revés: cuando estás nervioso, necesitas que las manos se mantengan firmes y tranquilas y hagan exactamente lo que les dices. Sólo hay tres billetes en la cartera, no me atrevo a coger uno, le diré a Johann que estaba vacía, si el abuelo hubiera tenido diez billetes habría cogido uno porque sólo habría sido un diez por ciento, pero uno de tres es más del treinta por ciento, es el treinta y tres coma tres y un número interminable de treses después del decimal, aprendí los porcentajes gracias a Greta antes de que dejara de enseñarme, los infinitos se esconden en todas partes.

El monedero, sin embargo, está lleno de calderilla. Extraigo media docena de monedas pequeñas, con cuidado de que no tintineen unas con otras en mi mano, me las meto en el zapato y subo a reunirme con Johann.

—Estupendo, pequeña Krystka. Mira, he encontrado un escondite para nuestro alijo… He cogido algo de comida.

Nos arrastramos de rodillas y puños a través de los abrigos y los vestidos colgados que huelen a bolas de naftalina hasta el fondo del armario, donde Johann hace a un lado un par de viejas botas, tal vez las del ejército del abuelo de la otra guerra. Detrás de ellas, amontonados contra la pared del armario, distingo paquetes de galletas, azúcar y dátiles…

—¡Pero Janek! La familia no tiene suficiente que comer tal como están las cosas…

—No son mi familia y yo pienso regresar con mi verdadera familia. Mira…

Me enseña una cajita de estaño y dejo caer en ella las monedas.

Por la noche permanezco despierta preguntándome por mi familia polaca. Las preguntas brincan por mi cerebro cual pulgas en un circo de pulgas, el abuelo me contó que una vez vio un circo de pulgas en Berlín cuando era joven. ¿Cuántos hermanos y hermanas tengo? ¿Me habrán olvidado? ¿Se portarán mejor conmigo que Greta? ¿Sigue vivo mi auténtico ojciec? ¿Tiene matka un corazón tan cariñoso como el de mamá? ¿La reconoceré? Ella me reconocerá por la marca de nacimiento. Echará un vistazo a la cara interna de mi brazo izquierdo y gritará, pronunciando las erres bien fuerte igual que Janek: «¡Krystyna! ¡Krystyna! ¡Por fin! ¡Mi querida Krystyna!», y me abrazará contra su pecho y yo lloraré de alegría.

Lo que más me preocupa es cómo se sentirá mamá cuando nos escapemos, eso le partirá el corazón. Pero Janek me dice que es culpa suya, debería haberlo pensado mejor antes de acoger en su casa a niños raptados. Ella provocó su propia desdicha y no hay nada que hacer al respecto.

—Ahora tienes que aprender a mentirles.

—No, Janek. ¿De qué serviría? Ya les ocultamos cosas, les robamos, es suficiente.

—Tienes que endurecerte, falsa Kristina. Tienes que curtirte la piel o no sobrevivirás a la larga marcha hasta casa.

—No puedo hacerlo, Janek.

Al día siguiente, cuando Greta sube a nuestro cuarto después del colegio encuentra el contenido de los cajones de nuestras cómodas en el suelo: bragas, calcetines y leotardos, camisetas y jerséis, volcados y desparramados.

—¡Mamá! —grita—. ¡Ven a ver lo que ha hecho Kristina!

Subo pisándole los talones a mamá y me quedo mirando los estragos, atónita.

—¿Has hecho tú esto? —me pregunta mamá con ira controlada.

Denunciar a Johann está completamente descartado, así que digo:

—Sí. —Me tiembla el estómago.

—¿Por qué? —Su voz resuena aguda.

—Estaba… estaba buscando una cosa y se me ha olvidado… volver a ponerlo todo en su lugar.

—¿Qué buscabas?

—…

—¿Qué buscabas, Kristina?

—El osito de los platillos.

—¡Miente! —chilla Greta—. El oso está aquí mismo en el estante, como siempre, no lo guarda nunca en la cómoda.

Mamá se lo ha contado al abuelo, que me llama y se queda mirándome con ojos tristes.

—¿Qué te está ocurriendo, pequeña? —suspira—. Has cambiado. Tu madre me cuenta que te estás volviendo mala. ¿Por qué has montado semejante lío en tu cuarto?

—Porque me ha dado la gana.

Las comisuras de la boca se le descuelgan, su tristeza se convierte en gravedad, me coge las dos muñecas con una de sus manazas, me acerca de un tirón y me obliga a inclinarme sobre su regazo. Me retuerzo para escapar, pero me presiona hacia abajo con una manaza y empieza a darme azotes con la otra,
toma toma toma
en las nalgas, cosa que no había hecho nunca. El dolor me indigna, grito y forcejeo y mi resistencia alimenta su enfado, los golpes me llueven cargados y rápidos, noto que el trasero se me pone rojo, lo que ocurre porque toda la sangre se precipita a la superficie de la piel para averiguar qué demonios ocurre, aúllo, pataleo y, al cabo, la ira se le agota, me aparta de sí y caigo al suelo, llorando y temblando fuera de control, y él me dice que me vaya fuera de su vista.

Al salir, paso por delante de Greta, que estaba en el umbral, observando la escena con
Annabella
en brazos. Me lanza una sonrisa de satisfacción.

—Felicidades, Krystynka. Has pasado la prueba. Dime… ¿qué tal el dolor?

—Bien.

—¿Eres capaz de aguantar más?

—Tak.

—Bien. ¿Y ya ves cómo son los alemanes?

—Tak.

Es el día de San Valentín.

Estamos sentados a la mesa del desayuno, untando pan seco en los cuencos de achicoria humeante —no queda chocolate, ni mantequilla, ni queso, ni jamón, ni mermelada—, cuando ocurre: la superficie en calma se quiebra y el caos estalla en medio de nuestra casa. Lo que ocurre es que el abuelo está sollozando en su cuarto. En cuanto empiezan los sollozos, todos nos quedamos inmóviles como si jugáramos al Alto, mamá cruza una mirada con la abuela de lado a lado de la mesa, veo el destello de pánico en sus ojos y lo entiendo: ha ocurrido lo peor. Pero ¿cuál de los peores? ¿Papá ha muerto o Hitler ha muerto o qué? ¿Qué ocurre? Los sollozos cobran cada vez más fuerza, el abuelo sale de repente de su habitación y oímos la radio al fondo, va en calzoncillos largos con la barriga colgando como una enorme bola blanca, tiene la cara húmeda de lágrimas y se agarra el pelo blanco, dejándose mechones de punta como un payaso. ¿No se da cuenta de que está ridículo? ¿No sabe que no hay que salir en ropa interior delante de todo el mundo?

—Kurt —dice la abuela, que se incorpora para ir hasta él, pero el abuelo se aparta y empieza a golpearse la cabeza contra la pared, una y otra vez. ¿Cuenta los golpes como Johann en la casa de Kalisz?

Entonces sus sollozos se convierten en una palabra:

—Dresde —está diciendo—. Dresde, Dresde, Dresde, Dresde, Dresde.

Si dices la misma palabra un millón de veces, ¿perderá su sentido?

Mamá nos manda arriba a nuestros cuartos, y cuando bajamos a mediodía la casa está manga por hombro y no hay comida esperándonos. Helga barre el suelo de la sala, que está cubierto de porcelana rota hecha por el padre del abuelo en Dresde y el precioso reloj ha quedado hecho añicos, igual que el joyero, la diminuta bailarina ha ido rodando hasta el pasillo, mirando al frente siempre al frente mientras giraba para no perder el equilibrio, unos desconocidos han venido a llevarse al abuelo pero él se ha encerrado en su cuarto, uno de los hombres pisa por accidente la bailarina y la cabeza se le quiebra sin que él se dé cuenta siquiera, mamá y la abuela, una junto a otra en el sofá, se han convertido en estatuas, Helga nos dice a todos que volvamos a nuestros cuartos.

Johann y yo nos quedamos en la ventana mirando el patio vacío. No hay nadie jugando. Quietud absoluta. Frío pétreo. Ningún pájaro. Árboles deshojados.

—Se lo tenían merecido —dice Johann.

—¿Quiénes?

—Todos. Todos los alemanes, da igual, merecen morir todos.

—No digas eso, Janek —le advierto en polaco—. No digas eso, por favor.

—Da igual. Son todos unos monstruos, Krystka. El año que nací los alemanes escogieron a un monstruo por líder, llevan toda mi vida matando polacos, matan a nuestro pueblo, invaden nuestra tierra, destruyen nuestras ciudades, ¿lo sabías? Varsovia, nuestra capital, ardió hasta los cimientos el año pasado, ¿lo sabías?

Habla en voz tan queda que apenas alcanzo a oírlo.

—Pero los niños, Janek… las criaturas…

—¿Crees que perdonaron a los niños polacos? Krystyna, los hijos de los monstruos son monstruos.

—¿Qué me dices de los animales? ¿Se merecían ellos morir?

Hay un silencio. Noto que se retrae de mí otra vez.

—Igual ya es muy tarde para ti —dice, al cabo—. Quizá eras demasiado pequeña cuando te raptaron y lograron hacer de ti una alemana. Igual tú y yo somos enemigos, no amigos.

Sus palabras me erizan el vello de la nuca. Me aprieto la marca de nacimiento con el pulgar.

—Por favor —susurro a la desesperada—. Por favor, Janek. Soy polaca igual que tú. Debemos mantenernos juntos.

—Mantenernos juntos… contra el enemigo.

—Tak, tak.

Me rodea con el brazo.

—Dobrze —dice en polaco, de acuerdo.

—Janek… si alguien en Dresde tenía una salamandra de mascota… sigue viva, ¿no? Pueden vivir en el fuego.

—No, eso es una leyenda. Había cantidad de salamandras en el bosque cerca de nuestra casa en Szczecin. ¿Has visto alguna vez una de cerca?

—No.

—Tienes la cabeza llena de ideas, Krystka, pero no has vivido. Seguro que nunca has dado un paseo por el bosque, ¿verdad?

—No.

—Las salamandras son animales mágicos. Son negras con motas anaranjadas, tienen grandes fauces, ojos negros y una presencia cálida. Mi hermano y yo acostumbrábamos buscarlas por el bosque. Siempre salían después de llover. Se las veía al acecho bajo las raíces de los árboles, en lugares oscuros y húmedos. Una vez mi hermano capturó una y la llevamos a casa. Le construimos un terrario e intentamos alimentarla, pero se negó a comer. Trajéramos lo que trajésemos (semillas, plantas, lombrices, insectos), lo dejaba allí. Pasaron semanas, no comía nada pero no se moría, sólo se movía con más lentitud… Tras seis meses no quedaba nada más que un esqueleto recubierto de piel translúcida, pero seguía moviéndose. Al final segregó una sustancia blanca que le cubrió el cuerpo entero… entonces se secó y empezó a pudrirse… Un día fuimos a echarle un vistazo y sólo encontramos un montoncito de gelatina.

Comemos a la hora del té.

Se han llevado al abuelo, Helga sirve la comida —sólo patatas hervidas— pero mamá y la abuela ni siquiera acuden a la mesa, así que Greta bendice los alimentos y cuando llega al final, Johann dice «Amén» por primera vez. Que así sea.

Esa noche en mi sueño miles de estatuas de Dresde están tendidas en el suelo un Jesús crucificado roto un filósofo con barba roto una hermosa diosa rota un hombre decapitado una cabeza sin cuerpo un triste santo roto un niño músico al que le faltan las manos una Virgen María rota que mira asombrada un desnudo masculino yacente, veo cabezas de piedra que ruedan, ojos de piedra que destellan, caballos de piedra con heridas abiertas en los flancos, los esclavos negros han quedado mutilados, las ninfas y los centauros desmembrados, las cabecitas de ángel están apiladas en una pirámide cual balas de cañón. «Mira, Kristina», dice el abuelo señalando. Sigo su dedo y veo que las columnas del Zwinger están ahora coronadas por cabezas de niños de verdad, gritando y llorando, quiero ir a consolarlos pero el abuelo sigue tirando de mí. «¡Mira ahí arriba, Kristina!», me dice, y al mirar veo que han clavado seres humanos desnudos a los frontones del teatro, la ópera y el palacio de justicia, y su sangre resbala por los muros. Manos y caras de verdad decoran las fachadas, nos saludan, guiñan y parpadean a nuestro paso. En los parques y jardines, auténticos pechos de mujer arrojan chorros de leche: son las nuevas fuentes de la ciudad. «Mira, Kristina —dice el abuelo y abre los brazos de par en par para abrazar el enorme espectáculo de la ciudad—, hemos ganado la guerra».

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