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Authors: Nancy Huston

Tags: #Narrativa, #Drama

Marcas de nacimiento (27 page)

BOOK: Marcas de nacimiento
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Va bien. Bajo mi nueva identidad de Sadie Silbermann, consigo llegar a hablar con algún que otro niño en la E.P. 140 Nathan Straus y me doy cuenta de que piensan que soy judía como la mayoría de ellos. Les cuento que soy de Canadá y apenas saben dónde está, lo que me resulta increíble, así que les explico que Canadá es en realidad más grande que Estados Unidos, cosa que les hace darse toquecitos en la sien como si estuviera pirada, así que no le doy mayor importancia, sencillamente me encojo de hombros y digo en tono prosaico:

—En
área de superficie
es un poco mayor, pero por lo que respecta a
población
vosotros sois diez veces más grandes.

Mi saber los deja boquiabiertos, aunque no parecen echármelo en cara.

Le cuento a mami que tengo la impresión de ir pisando huevos y ella me dice:

—Ya sé lo que es eso, yo pasé por lo mismo porque también aprendí a leer a los cinco. —Olvido preguntarle quién le enseñó a leer: ¡es imposible que fueran la abuela o el abuelo, eso seguro!—. A los otros niños no les gusta que alguien destaque así —continúa—. Pero no lo olvides, todos ellos están tanteando el camino y sondeándose los unos a los otros igual que tú; ninguno es un dios, ¿sabes lo que quiero decir?

—Sí —respondo, feliz de veras de tener por fin alguien que me escuche y se tome mis problemas en serio en vez de limitarse a decirme que vaya a hacerme la cama y recoja la mesa.

Los demás niños van muy rezagados con respecto a mí en todas las asignaturas así que no aprendo gran cosa en clase, pero en el recreo aprendo un montón acerca de las realidades de la vida porque nunca había estado con chicos y ahora están por todas partes y las chicas hablan de ellos y doy por sentado que ellos también hablan de nosotras. No es que fuera totalmente inocente hasta la fecha, porque allá en Toronto, cuando salía con el abuelo a pasear a
Regocijo
, si nos cruzábamos con una perra a veces veía cómo le salía la cosita, roja y rígida, y se le montaba encima con jadeos de excitación aunque la perra fuera tres veces más grande, lo que resultaba desternillante; en cierta ocasión empezó a tirarse a una caniche blanca en miniatura antes de que el abuelo pudiera apartarlo de un tirón de correa al tiempo que decía: «Venga, venga, jovencito, no estás en posición de mantener a una familia», lo que me dio mucho que pensar porque me recordó lo que había comentado acerca de Mort, mi padre.

Además, también solía ver en la enciclopedia médica del abuelo dibujos de hombres y mujeres desnudos con los pechos y los penes colgando y extrañas palabras junto a sus partes pudendas como «uretra» y «útero», pero ahora las chicas cuentan chistes sobre esas partes y es increíble pensar que ocurre continuamente, respetables caballeros de traje y corbata que se comportan exactamente igual que
Regocijo
, que se excitan a tope y le meten su cosa a damas respetables, y que de hecho los matrimonios giran en torno a eso, las parejas casadas lo hacen tanto si quieren tener bebés como si no, lo que significa que mami y Peter deben de hacerlo (a veces por la noche les oigo hacer ruido pero cuando miro por la cerradura está muy oscuro para distinguir nada), e incluso la abuela y el abuelo debieron de hacerlo en algún momento o mami no habría nacido, y todas y cada una de las personas en Nueva York y en el mundo entero son resultado de esa actividad de refrote, empuje y chorreo que se designa con la palabra «follar»; es absolutamente increíble y, sin embargo, cierto.

En la escuela los chicos se burlan de las chicas y las molestan. La primera vez que me tiran del pelo me enfado, pero luego caigo en la cuenta de que no es más que una manera de verme incluida, así que aprendo a decir: «¡Ya vale!», como las otras chicas, de tal manera que signifique justo lo contrario, y también aprendo a lanzar risitas, suspirar y dirigir miradas a ciertos chicos para que sepan que me gustan. A veces en el recreo los chicos persiguen a las chicas con los brazos tendidos gritando: «¡Judío! ¡Judío!», y las chicas fingen estar asustadas, huyen de los chicos y dicen: «¡Nazi! ¡Nazi!», que es una palabra nueva para mí. La miro en el diccionario pero no entiendo lo que pone acerca de un partido político alemán ni qué relación podría tener con la E.P. 140, así que una mañana de domingo en Katz's le pregunto a papi al respecto.

—¿Qué es un nazi, papi? —digo en un tono alto y claro que sobresalta a Peter y lo hace sonrojar.

—Shhhh —responde, ya que se han vuelto unas cuantas cabezas.

(Mi Demonio murmura de inmediato: «Ahora sí que has metido la pata, Sadie, ahora has ido a fastidiar esta amistad tal como siempre lo fastidias todo»). Mientras, papi se ha repuesto acabándose la taza de café y ahora me dice en voz baja, al tiempo que me guiña el ojo:

—Los nazis fueron el aspecto más desagradable de ser judío. Vamos a esperar a que salgamos…

Una vez en la calle Orchard, entre los rollos de paño, las maletas y los artículos de marroquinería, me pregunta de dónde ha salido esa pregunta y le cuento lo del juego en la escuela y las cejas se le arquean por encima de las gafas y le provocan arrugas en la frente. Entonces me lo explica en pocas palabras.

—Los nazis eran alemanes que querían borrar a los judíos de la faz de la tierra.

—Pero ¿por qué?

—Porque eran judíos.

—Pero ¿por qué, papi?

—Porque es más fácil enseñar a la gente a ser estúpida que a ser inteligente. Por ejemplo, si le dices a la gente que todos sus problemas los provocan los judíos, se sienten aliviados porque es algo fácil de entender. La verdad es complejísima para la mayoría de la gente.

—¿Quieres decir que los mataban?

—Sí —dice Peter, y se acerca al quiosco para comprar el
Sunday Times
, lo que significa que pronto iremos a casa, siempre es lo último que compra, porque pesa mucho.

—Entonces, ¿cómo escapaste?

Se echa a reír.

—Por suerte —dice—, no llegaron hasta los judíos de Toronto. Aunque a mis abuelos en Alemania sí los cogieron.

—¿Tus abuelos?

Asiente. Está columpiando la mirada de un lado a otro en busca de una excusa para cambiar de conversación, así que arremeto con tres preguntas a toda velocidad.

—¿Cómo los cogieron? ¿Cómo los mataron? ¿Cuántos en total?

Pero papi se limita a revolverme el pelo, y dice:

—No deberías darle vueltas a la mollera con cosas así, preciosa. No tienen nada que ver contigo. Pero hazme un favor… no juegues a eso en el colegio, ¿vale? Cuando los otros empiecen a jugar, busca algo importante que hacer en el otro extremo del patio, ¿vale?

—Vale —asiento sobria, sinceramente, con el cerebro anonadado ante el peso de lo que acabo de averiguar.

Mientras tanto, según nos cuenta ese
Sunday Times
y todos los demás periódicos este otoño, el mundo es un lugar peligroso para vivir porque ahora hay misiles rusos emplazados en Cuba y la guerra fría podría caldearse de nuevo y el presidente Kennedy ha decidido mostrarse firme al respecto y no aguantar la mala conducta de Rusia. En la escuela, los profesores nos obligan a hacer un simulacro tras otro de ataque aéreo y cada vez hay más gente que construye refugios antinucleares por si estalla la Tercera Guerra Mundial.

Peter y mami rehúsan sumarse al pánico; lo único que hacen es bromear al respecto. Un día se pasan la comida entera contándome cómo la empresa Westinghouse Electrical va a enterrar una cápsula del tiempo debajo de granito macizo en el parque de Flushing Meadow para que se conserve a la perfección y así, en caso de que la humanidad se extinga por completo y llegue algún extraterrestre dentro de unos miles de años y quiera averiguar algo acerca de cómo vivía la especie que habitaba este planeta, podrá ver un típico apartamento de 1962 con todo el mobiliario, la ropa y los electrodomésticos; para cuando terminan con la historia, Peter y mami se están enjugando lágrimas de risa ante la mera idea de esos marcianos poniendo en marcha un ventilador eléctrico y luego introduciendo sus largos dedos verdes para ver cómo funciona.

Sale el disco de mami con su nuevo nombre en enormes letras doradas —ERRA— y una deslumbrante foto suya con los ojos cerrados y la boca abierta en un canto de alegría, las manos alzadas y extendidas como si nos implorara que compartamos la alegría con ella. La discográfica le prepara un concierto y lo anuncia con pósteres por toda la ciudad.

Cuando despierto la mañana siguiente al concierto, ella y Peter siguen en la cocina bebiendo champán; han estado en vela toda la noche.

—¡Hizo que se viniera abajo la sala! —me cuenta Peter. Me coge en brazos y me hace dar vueltas en el aire hasta marearme e incluso me da un sorbo de champán porque es un día muy señalado en nuestras vidas.

Mami me planta un beso en la frente y dice:

—Eh, amor mío. Esto no es más que el principio.

Mientras desayunamos, Peter empieza a tomarle el pelo a mami acerca de la manera que tiene de tocarse la marca de nacimiento cada vez que empieza a cantar (debe de estar piripi, de otro modo no se atrevería a tomarle el pelo).

—Qué, ¿es un diapasón o algo así? —le pregunta.

—No; es un talismán. Sadie también tiene uno… —Se interrumpe al ver que los ojos se me dilatan de pánico.

—¿Qué? ¿Una marca de nacimiento? —pregunta papi.

—No, un talismán —dice mami con aire despreocupado—. Un guijarro en forma de corazón que lleva consigo desde… ¿desde cuándo, cariño?

—Esto… desde hace tres años —digo, abrumada por la capacidad de mi madre para mentir y obligarme alegremente a que me sume a su mentira.

—¡Tres años! —le dice a Peter—. ¿Te das cuenta? ¡Es casi la mitad de su vida!

Después de desayunar consulto en el diccionario la palabra «talismán» y veo que es algo así como un amuleto: «cualquier cosa a la que se le atribuye poderes mágicos», y desde luego me gustaría tener uno, pero no lo tengo.

Unos días después papi se va en avión nada menos que a California para prepararle a Erra unos conciertos allí; estará ausente todo el mes. Echo de menos no tenerlo cerca, sobre todo los domingos por la mañana, pero también es agradable tener a mami toda para mí y a veces a la hora de acostarnos me abraza y tenemos largas conversaciones en la oscuridad. Una noche le pregunto por fin quién le enseñó a leer cuando tenía cinco años y me dice: «¿Sabes una cosa? Viene a Nueva York el espectáculo de patinaje sobre hielo Ice Capades, ¿quieres que vayamos a ver Ice Capades?», y me cuesta creer el descaro con que ha cambiado de tema sin prestar atención a mi pregunta, pero no tengo valor para repetirla.

Es una tarde de domingo de diciembre y nieva. El vecindario entero es una suerte de sigilo maravillado porque la copiosa nevada hace que la gente permanezca en su casa y oculta toda la basura y la caca de perro bajo una tersa colcha blanca. Las farolas se encienden temprano, a eso de las cuatro en punto, y estoy asomada a la ventana contemplando la belleza y el silencio de la calle Norfolk cuando suena el timbre.

Vuelve a sonar y al ir a la sala me doy cuenta de que mami se está bañando y no puede oírlo porque tiene el grifo abierto a toda presión. Así que voy a abrir la puerta y me encuentro allí plantado a un desconocido que no se parece en absoluto a los amigos habituales de los papis. Es rubio y esbelto, demacrado y en cierta manera crispado, con las mejillas chupadas y una mandíbula tensa cuyos movimientos se aprecian en las mejillas. Me asusta un poco. Estoy a punto de decirle que debe de haberse equivocado cuando pregunta en un tono de voz fuerte pero al mismo tiempo vacilante:

—¿Está Erra?

(Es extranjero. Pronuncia las erres muy marcadas). No respondo porque podría ser algún tipo que fue al concierto la otra noche y se enamoró de ella o algo así, con lo que me daría miedo dejarlo entrar, teniendo en cuenta que papi está en California.

—¿Está Erra? —repite en un tono más apremiante—. Dile… dile que ha venido Laúd.

Ahora estoy aterrada. ¿Qué debería hacer?

—Un momento —digo, y le cierro la puerta en las narices, dejándolo en el rellano. Aporrea la puerta.

Voy corriendo al cuarto de baño, donde mami disfruta en la bañera llena de espuma hasta el borde.

—¡Mami! —le digo con una extraña vocecilla que la hace volverse hacia mí.

—¡Sadie! ¿Qué ocurre?

El vapor del baño se me mete en la nariz y la boca y por un momento todo se borra, no tengo ni rastro de palabras en la cabeza. Luego, al cabo, tartamudeante:

—Hay un hombre en la puerta. Dice que se llama Laúd.

—¿Luke? —dice mami y arruga el entrecejo—. No conozco a ningún…

—No, Luke no. Laúd.

Mami se queda de piedra, y aunque me mira de frente, alcanzo a sentir que se aleja de mí como el día que le conté que me pegaban con la regla. Baja la mirada y musita «Laúd…» en voz apenas audible, y veo que se aprieta la marca de nacimiento con la mano derecha como si estuviera a punto de cantar.

—Laúd… es increíble…

—¿Quién es, mami? —susurro—. ¿Lo conoces? Me ha asustado, así que le he cerrado la puerta en las narices.

—Ay, no, Sadie. Ve a decirle que pase y se siente. Dile que ahora mismo salgo.

Dejo entrar al hombre y le digo «Siéntese, por favor», cosa que no entiende, así que le indico un sillón y él apenas se sienta en el borde mismo y se queda mirando la puerta del cuarto de baño, de manera que voy hasta la puerta de mi cuarto y me quedo allí, tan lejos de él como puedo. Cuando sale mami del baño tiene todo el aspecto de una aparecida, con su largo albornoz de terciopelo negro, el cabello rubio húmedo despuntando en todas direcciones como el del Principito. El desconocido se pone en pie y los dos se quedan inmóviles con la mirada clavada el uno en el otro, sin decir nada.

Nunca había notado a mami tan lejos de mí como en este instante, ni siquiera en todos los años que viví lejos de ella. Es como si estuviera hipnotizada, como si se hubiera convertido en otra persona. Entonces susurra una palabra que suena como «Yanek», aunque el hombre ha dicho que se llama Laúd. No entiendo lo que ocurre y no me gusta. Carraspeo para que mi madre salga del trance, entre en razón y se comporte otra vez con normalidad. («Vaya, vaya… cuánto tiempo. ¡Qué sorpresa tan agradable! ¿Quieres un té o algo?») Pero no es eso lo que ocurre. Lo que ocurre es que mami se vuelve hacia mí a cámara lenta con los ojos vidriosos como si se le hubiera metido en el cuerpo el alma de un muerto, y murmura, atravesándome con la mirada:

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