Mañana en tierra de tinieblas (3 page)

Read Mañana en tierra de tinieblas Online

Authors: John Marsden

Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil

BOOK: Mañana en tierra de tinieblas
6.64Mb size Format: txt, pdf, ePub

Me sudaba la mano, al igual que a Lee, supongo. No sabría decir de qué palma manaba el sudor. No podía dar crédito a lo que estaba oyendo. ¿Tanto tiempo llevaba Lee sintiendo algo por mí? Increíble. ¡Maravilloso!

—¡Lee! Eres tan… ¿Por qué me lo has ocultado durante todos estos años?

—No lo sé —masculló, ahogando sus palabras en cuanto les dio voz.

—Parecías tan… Siempre estoy con la duda de si lo nuestro te importa de verdad o no.

—Claro que me importa, Ellie. Solo que también me importan otras cosas. Mi familia, sobre todo. Me agota pensar en ellos, tanto que apenas tengo tiempo para nada más.

—Te entiendo. Te entiendo perfectamente. Pero no podamos dejar en barbecho nuestras vidas esperando el día en que suelten a los nuestros. No podemos dejar de vivir, lo que implica pensar, sentir y… ¡y avanzar! ¿Sabes a qué me refiero?

—Sí. Lo único es que a veces es difícil hacerlo.

Estábamos pasando junto a la Iglesia de Cristo, a la entrada de Wirrawee. Homer y Robyn, que iban a la cabeza, hicieron un alto. Los alcanzamos y, juntos, esperamos a Fi y Chris, que se habían rezagado un poco. A partir de ahí ya no podíamos seguir charlando de emociones y sentimientos. Tenía que quitarme de la cabeza mi asombro ante la fuerza y profundidad de los sentimientos de Lee. Debíamos estar completamente atentos y concentrados. Nos encontrábamos en zona de guerra, y nos acercábamos a su centro. Solo para el pueblecito de Wirrawee, debía de haber cientos de soldados movilizados. Y nos despacharían con mucho gusto a la menor oportunidad, sobre todo después de lo que les habíamos hecho a sus colegas.

Las parejas se separaron; cada uno fue a ocupar un lado de la carretera. Yo a la derecha, Lee a la izquierda. Dejamos que pasaran sesenta segundos desde que las oscuras siluetas de Homer y Robyn desaparecieron y, acto seguido, nos pusimos en marcha tras ellos. Avanzamos por Warrigle Road, pasando a los pies de la colina donde se erigía la casa de los Mathers; me pregunté qué estaría sintiendo Robyn. Giramos hacía Honey Street, tal y como habíamos acordado, y nos deslizamos con sigilo a lo largo de la acera. Aquella parte de Wirrawee seguía sumida en la oscuridad, y solo veía a Lee a ratos. No había rastro de los otros cuatro, y tuve que contentarme con esperar que todos avanzásemos a la misma velocidad. Al menos, Honey Street presentaba un aspecto bastante normal, excepto por un vehículo hecho pedazos, empotrado contra un poste telefónico. Se trataba de un coche de color azul oscuro, tan difícil de ver que casi tropiezo con él. Como de costumbre, mi mente empezó a divagar: me pregunté cómo iba a explicar a la policía que me había topado con un coche parado… «Verá, agente, iba por Honey Street en sentido este, a unos cuatro kilómetros por hora cuando, de repente, vi ese coche justo delante de mí. Pisé a fondo el freno y viré hacia la derecha, pero le di de refilón al lateral derecho…»

Dondequiera que me encontrase, me entretenía con todo un repertorio de pasatiempos. Mi favorito consistía en contar cosas, como el número de aparatos eléctricos que teníamos en casa (me avergüenza decir que eran sesenta y cuatro), el número de canciones cuyos títulos contenían un día de la semana (como
Let’s make it Saturday
), y el número de mosquitos que nunca vendrían al mundo por haberme cargado a sus genitores (sesenta mil millones en seis meses, si cada hembra llegaba a poner mil huevos). Y encontrarme deambulando por un pueblo plagado de soldados ansiosos por matarme no impedía que siguiera pensando en esas tonterías. Me asombraba que, incluso en situaciones como aquellas, me costase tanto concentrarme. Lograba mantenerme alerta durante unos diez minutos, pero entonces algo me distraía y empezaba de nuevo a divagar. Increíble pero cierto. En aquel campo de batalla me sucedía lo mismo que en las clases de geografía del instituto. Me asustaba pensar que cualquiera día uno de mis despistes me costara la vida.

Desde Honey Street atajamos por un pequeño parque sin nombre para llegar a Barrabool Avenue. Nos encontramos, tal y como habíamos acordado, en el jardín delantero de la casa de la profesora de música de Robyn. Allí celebramos una breve asamblea bajo un pimentero.

—Todo está muy tranquilo —dijo Homer.

—Demasiado tranquilo —añadió Lee, con una sonrisa socarrona. Se veía que nuestro Lee había visto unas cuantas pelis de guerra.

—Tal vez se han marchado —dijo Robyn.

—Estamos a manzana y media —apuntó Homer—. Sigamos avanzando, como planeamos. ¿Estamos contentos?

—Sí, yo no quepo en mí de alegría —bromeó Chris.

Robyn y Homer avanzaron de puntillas entre los árboles. Instantes después, oímos el ruido sordo de sus pies pisando la gravilla al volver a la acera desde el jardín.

—¿Podemos ir nosotros detrás de ellos? —susurró Fi.

—Vale. ¿Por qué?

—Me mata la espera.

Se la veía muy delgada en la oscuridad, como si fuese un fantasma. Le toqué la mejilla, que estaba muy fría, y dejó escapar un pequeño sollozo. No me había dado cuenta de lo asustada que estaba. Todo aquel tiempo que habíamos pasado escondidas en el Infierno había hecho mella en Fi. Pero, en el pueblo, debíamos ser fuertes. Y la necesitábamos a ella si queríamos registrar el hospital a fondo.

Así que me limité a decir:

—Tenemos que ser valientes, Fi.

—Sí, tienes razón.

Se volvió sobre sí misma y siguió a Chris mientras Lee me tomaba otra vez de la mano.

—Ojalá Fi y yo nos llevásemos tan bien como antes —le dije.

Él no contestó, pero me apretó la mano.

Salimos de nuevo a Barrabool Avenue, y los integrantes de cada pareja volvimos a separarnos a ambos lados de la calle. Al menos, ya no me costaba tanto concentrarme. Por lógica, la zona que circundaba el hospital no tenía por qué ser más peligrosa que cualquier otra del pueblo; dábamos por sentado que no habría demasiada vigilancia allí. Sin embargo, se trataba de nuestra meta, nuestro objetivo, y por eso me encontraba alerta, vigilante y nerviosa.

El hospital de Wirrawee queda a la izquierda de Barrabool, cerca de la cresta de la colina. Es un edificio de una sola planta con numerosas alas agregadas a su alrededor con el paso de los años, por lo que, en su configuración actual, parece una letra «H» junto a una «T». Entre todos sumábamos suficiente experiencia en el hospital como para disponer de un buen mapa del lugar. Todos teníamos algún dato que aportar. Lee había pasado por allí varias veces cuando nacieron cada uno de sus hermanos. Robyn había estado hospitalizada durante unos días cuando se rompió el tobillo en una carrera de
cross
. La abuela de Fi había permanecido varios meses allí antes de fallecer. Yo habla ido para hacerme una radiografía del hombro, recoger medicamentos para mi padre en la farmacia y visitar a varios amigos ingresados. Sí, todos conocíamos el hospital.

El problema era que no sabíamos cuánto habrían cambiado las cosas desde la invasión. Los prisioneros adultos con los que habíamos hablado una vez nos habían dicho que nuestros compañeros seguían recibiendo atención médica en el hospital. Sin embargo, imaginábamos que no estarían en las mejores habitaciones. En el aparcamiento, en todo caso. En tiempo de paz, el vestíbulo quedaba en el listón central de la «H»; urgencias, el ambulatorio y la sala de radiología ocupaban la barra de la derecha; y las habitaciones en general se repartían por la parte izquierda. En el listón superior de la «T» se encontraban los despachos, y el largo pasillo que se extendía tras ellos quedaba reservado a geriatría.

De modo que nuestro hospital se utilizaba también como residencia de ancianos; no teníamos muchas operaciones a corazón abierto ni trasplantes de riñón en Wirrawee.

Era la 1.35 cuando llegamos allí. Como cada vez que habíamos estado de expedición por el centro de Wirrawee, en aquella parte del pueblo sí había electricidad. No funcionaban los semáforos, pero sí un gran foco de seguridad que apuntaba hacia el aparcamiento. Había luz en el hospital, pero solo en los pasillos y el vestíbulo. No había muchas habitaciones con las luces encendidas.

A la 1.45, tal y como habíamos acordado, Homer y Robyn dieron el primer paso. Desde el cinturón de árboles que quedaba al otro lado de la carretera, frente al aparcamiento, Lee y yo vimos dos siluetas oscuras deslizándose hacia el extremo más alejado del ambulatorio. Robyn iba delante, y Homer escrutaba los alrededores conforme avanzaba tras ella. Me sorprendió lo pequeños que se los veía. Había una puerta junto a aquella zona del edificio que imaginamos que sería la entrada menos visible, y confiábamos en que estuviese abierta. Pero Robyn no tardó en dar media vuelta y comprobar las ventanas del lado más cercano a nuestra posición, mientras Homer desaparecía en el otro extremo. Minutos más tarde, Homer reapareció, Robyn se le unió y ambos regresaron aprisa hacia los árboles A todas luces, una opción descartada.

Cinco minutos más tarde, Chris y Fi salían de su escondite, detrás de unos cobertizos que quedaban algo más arriba en la colina. Su objetivo era el edificio en forma de «T», el reservado a la administración y a geriatría. Tardaron diez minutos, o casi, pero el resultado fue el mismo: el lugar estaba cerrado a cal y canto. Chris miró en nuestra dirección y extendió los brazos con las palmas hacia arriba. No podía vernos, o eso esperaba yo, pero más o menos sabía dónde nos encontrábamos. Entonces, Fi y él emprendieron la retirada a cubierto, dejándonos el campo libre. Lee me miró e hizo una mueca; yo le sonreí, esperando que no se me leyera en la cara lo asustada que estaba en realidad.

Esperamos cinco minutos, lo acordado. Eran Las 2.09. Di un golpecito a Lee en el brazo, él asintió y nos pusimos en marcha. Con la gravilla crujiendo bajo nuestros pies, ascendimos hasta un pequeño terraplén adornado con unos alhelíes rojos, algo descuidados, y nos encaminamos hacía una puerta lateral que daba al ala principal. Avanzábamos muy despacio, a unos tres metros de distancia el uno del otro. Yo respiraba con fuerza, jadeando como si acabara de correr un maratón, empapada en sudor. Tanto se enfriaban las gotas sobre mi piel, que parecían congelarse. Se me había formado tal nudo en la garganta que sentía como si me hubiera tragado un hueso de pollo. En resumen, me sentía enferma. Estaba asustadísima. Casi había desaparecido el sentimiento que nos había empujado hasta allí: el amor por Corrie y Kevin. Solo quería que todo terminase, los encontráramos o no, pero salir de allí cuanto antes. Eso era todo.

Alcancé la puerta, sumida en la oscuridad excepto por la señal luminosa de color verde que, sobre ella, indicaba la salida. Giré el pomo lentamente. Primero, empujé; después, tiré. El resultado fue el mismo: la puerta estaba cerrada con llave.

Igual que habían hecho los demás antes, nos separamos y empezamos a echar un vistazo a las ventanas. Las que daban al pasillo estaban todas cerradas, pero al otro lado había algunas abiertas. Sin embargo, estaban muy altas, y no podíamos acceder a ellas sin la ayuda de una escalera. Yo estaba acercándome demasiado a la luz procedente del vestíbulo, así que volví atrás, y me encontré otra vez con Lee cerca de la puerta de salida cerrada. Como era demasiado peligroso hablar allí, nos alejamos hasta un cobertizo que quedaba a unos cuarenta metros de distancia —una pequeña construcción de madera, también cerrada— y nos escondimos detrás.

—¿Cómo lo ves? —preguntó Lee.

—No sé. Esas ventanas abiertas tienen que dar a las habitaciones. Y dudo que dejarse caer en una habitación sea lo más acertado.

—Además, están muy altas.

—Ya.

Nos quedamos un instante callados. No tenía ni idea de qué hacer a continuación.

—Ojalá los demás estuviesen aquí. Tal vez sabrían qué hacer.

—Solo faltan diez minutos hasta la hora de la retirada.

—Hum.

Pasó otro minuto más. Yo dejé escapar un suspiro y comencé a enderezarme. No veía qué sentido tenía aguardar allí, en un lugar tan peligroso. Pero en cuanto empecé a moverme, Lee me agarró por el brazo.

—Chis. Espera. Hay algo…

Yo también lo oí, en ese preciso instante. Era el sonido de una puerta que se abría. Asomé la cabeza por una esquina del cobertizo; Lee echó un vistazo desde el otro lado. Se trataba de la puerta que habíamos esperado encontrar abierta. Un hombre vestido con uniforme militar estaba saliendo. Podíamos verlo perfectamente gracias a la tenue luz del pasillo que lo iluminaba desde detrás. Ni siquiera se molestó en mirar a su alrededor. Se limitó a caminar junto al terraplén, mientras sacaba algo de su bolsillo. En cuanto se llevó la mano a la boca, supe lo que estaba haciendo. Estaba fumando. Había salido a echar un pitillo. Como nosotros, esa gente tenía prohibido fumar en el interior de los hospitales. Me conmovió bastante. Solía penar en ellos como en animales, monstruos, y, sin embargo, resultaba que también tenían códigos de conducta, reglas. Supongo que parecerá una ingenuidad por mi parte, pero era la primera vez que me percataba de tener algo en común con ellos. Fue muy extraño.

Era muy frustrante permanecer allí agachados, mirando esa puerta abierta. Y con esa luz amarilla que se filtraba desde el pasillo, era como si estuviera delante una mina de oro. Me devané los sesos buscando un modo de colarme allí dentro. De repente, algo interrumpió mis pensamientos. A lo lejos, entre los árboles de nuestra izquierda, resonó un ruido, un bramido, como el de un
bunyip
que estuviera de parto. Se me puso toda la piel de gallina. Me volví hacia Lee, me aferré a él y lo miré con espanto. Mis cejas ya habían rebasado el nacimiento del pelo y seguían subiendo. Se oyó de nuevo aquel grito, más desgarrador y prolongado esta vez. El
bunyip
necesitaría unos cuantos puntos de sutura. Lee me susurró al oído.

—Es Homer.

En cuanto dijo aquello, lo comprendí todo. Homer estaba intentando atraer al soldado para que pudiésemos colarnos por la puerta abierta. Lee y yo nos separamos y nos reincorporamos a nuestros respectivos puestos de vigilancia. Pero nos llevamos una buena sorpresa. En lugar de correr valerosamente hacia los árboles, el soldado volvió echando leches a la puerta. La alcanzó derrapando y desapareció dentro, dando un portazo tras él. Incluso a aquella distancia pudimos oírlo cerrar con llave y echar un par de cerrojos para curarse en salud.

—Homer es idiota —dijo Lee—. Se cree que esto es un juego.

—Espero que no haya ningún incendio en el hospital esta noche —comenté—. Necesitarían como media hora para salir por esa puerta.

Other books

183 Times a Year by Eva Jordan
Dodge the Bullet by Christy Hayes
Savage Enchantment by Parris Afton Bonds
Reconstructing Amelia by Kimberly McCreight
Bayou Brigade by Buck Sanders