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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

Malena es un nombre de tango (52 page)

BOOK: Malena es un nombre de tango
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Fernando reapareció por el mismo ángulo que había elegido para desaparecer, se detuvo en el eje de mi campo visual para apoyarse en la tabla que proyectaba hacia delante un sólido bargueño de origen peruano, cruzó los brazos, y me miró. Esperé unos segundos y cuando estuve segura de que no tenía intención de moverse, me levanté y fui hacia él, traicionando el firme propósito que me había forjado en su ausencia, unos minutos antes, cuando decidí poner fin a la aventura en el preciso instante en que regresara de aquel lugar que era ya el único rincón de los pactados que aún no conocía. Sin embargo, al adivinar que no vendría hacia mí, me levanté y crucé lentamente el salón, y cuando llegué a su lado, apreté mi cuerpo contra el suyo e incliné la cabeza hasta acusar la presión de su cara contra la mía, porque no quería tocarle de otro modo, no quería sentirle en las yemas de mis dedos, recurrir al burdo procedimiento del que me servía para conocer una realidad a la que, en aquel momento, Fernando ya había dejado de pertenecer. Sin embargo, él tomó mi mano con la suya, y me obligó a acariciar mi propio rostro antes de guiarla a lo largo de su cuerpo, y la cerró por fin sobre la aguda dureza de su sexo, y entonces adiviné que jamás en mi vida volvería a experimentar una emoción tan intensa.

Me dejé caer en el suelo y apenas advertí dolor cuando mis rodillas chocaron contra la tarima de madera. Cuando mi frente se posó en el lugar que mi mano acababa de abandonar, noté sobre todo calor. No era exactamente consciente de lo que hacía, y sin embargo sabía que todos mis sentidos estaban despiertos, podía percibir casi su urgencia de sentir. Nunca después, nunca, he estado tan drogada como en aquel instante. Nunca he sido tan incapaz de gobernar sobre mí misma.

El lo había mencionado muchas veces, normalmente al respecto de aquella mujer de Lübeck que había sustituido durante un par de semanas al psicólogo titular del colegio donde cursaba el último curso de bachiller. Estaba casada, ¿sabes?, aclaraba siempre, como si yo no hubiera tenido la oportunidad de aprenderme de memoria aquella gloriosa hazaña, tenía veintiocho años y estaba casada, repetía, un poco vieja ya, ¿no?, solía replicar yo, y él fingía asombrarse, ¿quién, Anneliese?, y me miraba con la misma estupefacción que habría congelado su rostro si yo acabara de confesarle que venía de cotillear un ratito con la Virgen, ¡qué va!, decía luego, Anneliese tenía un cuerpo cojonudo… Y veintiocho años, y estaba casada, y empezó ella, no me fuera yo a creer que él se tomó el trabajo de seducirla, ni hablar, fue ella quien empezó a deslizarse por aquella rampa, a dejar caer insinuaciones ambiguas, ella quien le provocó al centrar la conversación en aquel tema, que si Fernando estaba en una edad muy peligrosa, que si tal vez habría que buscar el origen de sus dificultades con las asignaturas de letras en una excesiva preocupación por el sexo… En ese punto, mi conciencia de clase me obligaba a interrumpirle, ¡sí, hombre!, ¡como si estar salido no afectara a las ecuaciones de tercer grado, no te jode!, pero él se limitaba a lanzarme una mirada de desprecio y seguía hablando, que si la dichosa Anneliese le había confesado que hasta cierto punto le parecería lógico que así fuera, dado que vivíamos en una sociedad que penalizaba la actividad sexual en la fase más álgida de la libido humana, etc., etc. ¿Sí, eh? ¡Pues a ella ya le está durando bastante!, objetaba yo a veces, y pensaba para mí, la muy puta… Pero entonces Fernando adoptaba un odioso tono de galán maduro para decir que yo no era más que una cría y él un imbécil, por empeñarse en contarme cosas que no podía entender, y entonces era peor, porque yo me ponía como una fiera, y él lo sabía, y por eso me daba donde más me dolía como si la cosa no fuera conmigo, como si reflexionara para sí mismo en voz alta, tú no lo puedes entender, claro, decía, a veces ni siquiera yo lo entiendo, y se ponía melancólico, ¡desde luego, qué raras son las tías!, a tu edad todavía hacen cosas normales, pero luego, cuando se convierten en mujeres de verdad… Luego ¿qué?, a ver, picaba yo, entrando al trapo con la docilidad de una vaca domesticada, y Fernando volvía a contármelo todo, desde el principio hasta el final, desde el asombro que había sentido cuando ella, en el mismísimo despacho del psicólogo, sin levantarse siquiera de la silla giratoria, le había atraído hacia sí enganchando el dedo índice en la cinturilla de su pantalón, hasta el agotamiento que le había llevado a dormirse en plena clase a la mañana siguiente, mientras ella, que también había estado toda la noche despierta, follando en una cama de hotel, trotaba alegremente por los pasillos como si nada, sin omitir nunca el alarido de dolor que ella, veintiocho años, casada, un cuerpo cojonudo, no había podido reprimir cuando la penetró por primera vez, porque, como él mismo concluía implacablemente de tales premisas, su marido, sin duda, la tenía mucho más pequeña. Menos mal, terminaba Fernando, que en el colegio, por la tarde, me lo hizo solamente con la boca, porque si no, nos habrían descubierto, seguro, no sabes cómo chillaba, y fíjate, tuve la sensación, no estoy seguro, claro, pero me dio la sensación de que aquello la excitaba más que follar, que casi la gustaba más, tendrías que haber visto la cara que puso cuando me corrí, se lo tragó todo, y tenía los ojos cerrados, como si le encantara el sabor, por eso digo que las tías sois muy raras, porque la verdad es que parece increíble, yo no lo entiendo. Dicen que es buenísimo para la piel tragárselo, quiero decir, pero de todas formas es imposible entenderlo, ella… ¡Y un cuerno!, gritaba yo, ¿me oyes, Fernando? ¡Y un cuerno, tío! No me creo ni una palabra, así que ya puedes seguir hablando hasta el día del Juicio, que desde luego, lo que es a mí, no me vas a convencer. ¿Yo?, decía él entonces, en su rostro el candor de un ángel de azúcar ¿estoy intentando yo convencerte de algo?, y cabeceaba despacio, como si algo en mi rostro, en mi acento, le apenara profundamente, yo sólo te estoy contando una cosa que es muy importante para mí, estoy intentando compartir esa cosa contigo, y nunca te he pedido eso, india, ya lo sabes, nunca lo intentaría con una tía de tu edad… A menudo pensaba que Anneliese, polvo de prestigio, ni siquiera existía, que su nombre, y su edad, y su estado civil, y su cuerpo cojonudo, opulento pero firme, adulto pero elástico, experto pero capaz de sucumbir al mismo tiempo a las inocentes embestidas de un niño enajenado, nunca habían vivido en Lübeck, ni en Hamburgo, ni en cualquier lugar distinto del febril territorio demarcado por la imaginación de mi primo, pero otras veces temblaba de verdad, porque a Fernando nunca se le habría ocurrido escoger términos como «penalizar», o «álgida», o «libido», para trabar un relato semejante, y yo ya no sabía qué pensar, excepto que me encantaría sacarle los ojos a esa zorra con mis propios dedos incluso si solamente se tratara de un fantasma. La pálida Helga, pobre buena chica católica, jamás me había inquietado, y sin embargo, la simple evocación de aquella única incierta hada madrina, comprometía hasta tal punto la solidez de mis convicciones, que más de una vez tomé una decisión irrevocable que, al cabo, mi sentido común logró revocar sin gran esfuerzo. ¿Y qué gano yo con eso?, exclamaba entonces, elevando involuntariamente la voz para destruir la potencia retórica de aquella pregunta cuya única respuesta ambos conocíamos de sobra, ¿qué gano yo, eh, quieres decírmelo?, y él se tapaba la cara con las manos, como si acabara de darse cuenta de que no eran molinos, no, sino gigantes, pero yo continuaba arrollando, sin dejarme impresionar por la pequeña farsa de su amargura, pues yo te lo diré, no gano nada, absolutamente nada, ¿me oyes?, nada de nada. ¡Qué bruta eres, Malena!, me contestaba al fin, como si mi sentido común fuera el más excepcional de los sentidos, ¿pero qué te has creído, que estas cosas se hacen para ganar, o para perder algo? ¡Anda y que te zurzan!, concluía yo en silencio, que desde luego, todo lo que tienen las alemanas de tontas lo tenéis los alemanes de listos, y le sostenía la mirada sin hablar mientras aprobaba por dentro mis conclusiones, ¿que no?, lo que yo te diga, guapo…

Pero cuando, arrodillada en el suelo de la biblioteca, escuché el tenue chirrido de una bisagra mal engrasada, tan hiriente como el ensordecedor eco de los clarines que anunciaran la inminente entrada en escena de un tercer personaje, ya intuía que alguna ganancia me esperaba en el fondo de aquel barroco laberinto que nunca me había repelido tanto como me atrajera de repente unos minutos antes, porque el destino engulló de un bocado mi sentido común y todavía se mostró hambriento. Cuando alguien se despertó apenas unos metros por encima de mi cabeza, y dudó acerca de si debería o no levantarse, y optó finalmente por abandonar las sábanas calientes, húmedas de su propio sudor e ir en busca de algo, y decidió que tenía que salir de su habitación para encontrarlo, Fernando ya había crecido entre mis labios, germinando una semilla tan primaria, tan importante para mí, que me asombré de no haber sospechado siquiera que existía. La identifiqué al principio con una cierta vanidad, luego creí que más bien se trataba de seguridad, el signo de una creciente confianza en mí misma, antes de cometer el más disparatado y reconfortante de los errores, atribuyéndole la equívoca naturaleza de la alegría altruista, la buena acción que otorga más placer que esfuerzo exige, una simple prueba de amor y generosidad. La certeza de que me sentía bien chocaba estruendosamente con la convicción de que debería estar sintiéndome muy mal, y de todas formas, aquello era difícil, así que me concentré en el desafío que yo misma había elegido, despreocupándome de mis propias reacciones mientras intentaba gestionar con la mayor eficacia posible el sexo de Fernando y, de forma mucho más vaga, destinaba las sobras de mi atención a los pasos que resonaban sobre la tarima del primer piso, sin querer reparar en que tardaban demasiado en recorrer la distancia que separaba cualquier dormitorio del correspondiente cuarto de baño.

El fiel crujido del vigésimo primer escalón me devolvió a una realidad brutal. Alguien estaba bajando por la escalera. Cerré los ojos, intenté pensar, comprendí que no podía hacerlo, volví a abrir los ojos y, sin decidirme del todo a soltar la presa, el escurridizo reborde de carne húmeda, como soldado a mi boca, reposando todavía sobre mi labio inferior, elevé la cabeza y miré a Fernando. La escalera crujió otra vez porque nuestro acompañante, quienquiera que fuese, había llegado ya al decimoséptimo peldaño. No pude resistir la tentación de recorrer con la punta de la lengua el dorso de la espada que estaba a punto de degollarme, pero mi primo no dio señales de registrar este detalle mientras paseaba los ojos por toda la habitación, buscando una solución que no existía. Un instante después me miró, y su mano derecha se posó sobre mi cabeza y ejerció la presión justa para obligarme a bajarla, consintiéndome apenas contemplar cómo sus párpados se cerraban lentamente. Luego, ciega yo misma, sentí como una caricia el contacto de sus dedos, que aferraron mis cabellos para guiarme, estableciendo un ritmo regular, acompasado casi al eco de aquellas pisadas cada vez más cercanas, más tremendamente peligrosas.

No me resultó difícil reconstruir el proceso mental que daba consistencia a la inconcebible audacia de Fernando. Por una parte, hasta aquel momento no habíamos cruzado ni una sola palabra, no habíamos encendido ninguna luz, no habíamos dejado siquiera una puerta abierta, ningún detalle que nos delatara. Por otra, desde el momento en que aquel odioso entrometido había comenzado a descender por la escalera, cualquier huida era imposible, porque la puerta que daba acceso al recibidor se contemplaba perfectamente desde el descansillo del primer piso. Recobrar la compostura habría comportado hacer algún ruido —el chasquido de una cremallera que se cierra como mínimo—, un abrumador porcentaje estadístico permitía asumir que el destino de aquellos pasos era sin duda la cocina, porque a las cinco de la mañana nadie se acuerda de que se ha dejado en el salón el libro que está leyendo, y además, no existía una vacuna más eficaz para contrarrestar mis presumibles tentaciones de decir algo, todo eso lo sabía, podía comprenderlo, y que Fernando no estaba dispuesto a renunciar a un bien absoluto, tan costoso, y tan intensamente deseado, por obra de una amenaza tan relativa, su arrogancia envolvía esa clase de coraje, yo lo sabía, y sin embargo, si actué como lo hice, acatando la voluntad de aquella mano con la más rigurosa de las disciplinas, fue por un motivo tan esencialmente ajeno a la lógica como a la tradición, en el que ni siquiera mi amor por el aparente, equívoco beneficiario de aquella acción, desempeñaba papel alguno. Porque no hice aquello por Fernando. Lo hice exclusivamente por mí.

El eco de los pies desnudos resonaba ya sobre las baldosas del pasillo, colándose por debajo de la puerta del salón, cuando aprendí qué obtienen las psicólogas lascivas de sus ilusos alumnos desprevenidos, tan bien dispuestos a cimentar su orgullo de amantes precoces en los movedizos territorios donde se asienta una trampa con cepo, porque sé qué extraje yo, más valioso, más raro que el placer, de la desmayada languidez de mi primo, y sé por qué mis movimientos cambiaron de signo, volviéndose más bruscos, más ávidos, más tenaces. Estaba convencida de que Reina entraría en la biblioteca de un momento a otro, de que era ella quien se había despertado y, al acusar mi ausencia, andaba buscándome por toda la casa, pero no me daba miedo, porque ya no recordaba cuándo había perdido la razón, y con ella la medida de todas las cosas, por eso casi deseaba que mis predicciones se cumplieran, que mi hermana apareciera, que la puerta se estrellara contra la pared haciendo visible su ambigua figura, temerosa y temible al mismo tiempo, en el instante en el que yo alcanzara la cumbre de mi poder. Porque era poder lo que sentía, una ventaja que jamás había alcanzado cuando mi propia carne estaba en juego, cuando el placer del otro era apenas el precio de mi propio placer. Poder, arrodillada en el suelo, poder, complaciéndome viciosamente en mi renuncia, poder, el de un perro que prueba el sabor de la sangre humana lamiendo un cadáver tirado sobre una acera, poder, poder, poder, nunca me había sentido tan poderosa.

El visitante nocturno regresó de la cocina, donde se había apagado la huella de sus pasos y, perdiéndose para siempre en el anonimato, emprendió pesadamente la ascensión de la escalera que le había conducido hasta nosotros. El cuerpo de Fernando se aflojó entre mis manos, que le sostenían por las caderas, un instante antes de que sus muslos temblaran en mis brazos. Conocí un sabor áspero pero no me moví, mi cabeza firme contra su vientre, todas mis vísceras abiertas para él, hasta que todo hubo terminado. Luego le miré, contemplé su rostro empapado en sudor, los párpados cerrados, la boca abierta en una mueca dolorosa, casi mística, como dolida de la ronca calidad que había subrayado la clandestinidad de sus gemidos, cada uno de esos hondos alaridos, abortos de gritos, que habían arrancado una hebra distinta de su garganta antes de morir en mis oídos. Le adoraba, habría matado por él, me habría dejado matar mientras escuchaba, de sus labios cansados y felices, las únicas palabras que serían pronunciadas durante aquella noche repleta de luces.

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