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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

Malena es un nombre de tango (13 page)

BOOK: Malena es un nombre de tango
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Yo primero tuve que resignarme a no poder soñar con bosques de grosellas porque nunca había visto ninguno. Luego empecé a extrañar mi propia ropa, las telas, los colores, los estampados, la manera de peinarme y hasta el olor de la colonia con la que mamá me rociaba la cabeza todas las mañanas. Al final, llegué a sentir mi propio cuerpo como algo prestado, ajeno, cautivo en un lugar que no le correspondía. Entonces comencé a sospechar que yo debía de ser un niño, un varón embutido a la fuerza en un cuerpo equivocado, un misterio casual, un error, y esta extravagante teoría, que reunía el defecto de ser un disparate y la sedante virtud de explicar todas las cosas, me tranquilizó durante un tiempo, porque si yo estaba construida como están construidos los niños, entonces no me sería imposible querer a Reina y quererme a la vez a mí misma.

Nadie podría exigir al niño oculto que yo deseaba ser lo que todos esperaban de mí por ser una niña. Porque los niños pueden desplomarse pesadamente sobre los sofás, en lugar de controlar sus movimientos al sentarse, y pueden llevar la camisa por fuera del pantalón sin que la gente piense por eso que están sucios. Los niños pueden ser torpes, porque la torpeza es casi una cualidad varonil, y ser desordenados, y carecer de oído para aprender solfeo, y hablar a gritos, y gesticular violentamente con las manos, y eso no les hace poco masculinos. Los niños detestan los lazos, y todo el mundo sabe que esta repulsión nace con ellos en el exacto centro de su cerebro, en el primer rincón de donde brotan las ideas y las palabras, y por eso no les obligan a llevar lazos en la cabeza. A los niños les dejan escoger su ropa y no les ponen uniforme para mandarlos al colegio, y cuando tienen un hermano mellizo, sus madres no se preocupan tanto por vestirlos siempre igual. Los niños tienen que ser listos, listos y buenos, con eso basta, y si son un poco brutos, sus abuelos sonríen y piensan que tanto mejor. Yo en realidad no quería ser un niño, no me consideraba ni siquiera apta para conquistar un objetivo tan fácil como ése, pero no encontraba otra salida, otra puerta por donde escapar de la maldita naturaleza que me había tocado en suerte, y me sentía como una tortuga coja y sin olfato mientras renquea en pos de una liebre que corre sin dejar rastro. Jamás alcanzaría a mi hermana, así que no me quedaba otro remedio que volverme niño.

El mundo era de Reina, crecía tan despacio como ella, y la favorecía con su color, con su textura y con su tamaño, como un escenario diseñado con mimo para una sola diva por un anónimo carpintero enamorado. Reina reinaba sobre el mundo, y lo hacía con la sencilla naturalidad que distingue a los monarcas auténticos de los bastardos usurpadores. Era buena, graciosa, dulce, pálida y armoniosa como una miniatura, suave e inocente como las niñas de las ilustraciones de los cuentos de Andersen. No siempre hacía las cosas bien, por supuesto, pero hasta cuando fallaba, sus fallos estaban de acuerdo con las eternas leyes no escritas que gobiernan el movimiento del planeta que nos acoge, así que todos los aceptaban como un ingrediente ineludible de la normalidad. Y cuando se proponía ser mala, Reina era malvada con la más sutil alevosía. Yo, que sólo sé embestir de frente, la admiraba también por eso.

Eramos tan diferentes que el abismo que separaba nuestros rostros, nuestros cuerpos, llegó a parecerme lo menos importante de todo, y cuando la gente correspondía con una mirada de asombro a la confidencia de que ambas éramos mellizas, yo pensaba, ya está, ya se han dado cuenta de que ella es una niña y yo soy otra cosa. Muchas veces pensé que si las dos hubiéramos sido tan parecidas como para resultar idénticas a los ojos de los demás, todo habría sido distinto, y tal vez habría tenido acceso a esos enigmáticos fenómenos de identidad que otros gemelos juran haber compartido, pero lo cierto es que mi conciencia no llegó a registrar nunca una zona común con la conciencia de mi hermana, y estoy segura de que a ella tampoco le dolían mis golpes, ni le estremecían mis miedos, ni le trepaban mis risas por la garganta, y ya entonces, cuando lo compartíamos todo, desde las tostadas del desayuno hasta la bañera de por las noches, a veces me asaltaba la sospecha de que Reina estaba lejos, mucho más lejos de mí que el resto de las personas que conocía, y la sensación de que las tostadas que yo me comía eran sus tostadas, y la bañera donde yo me sumergía era su bañera, porque todo lo que yo poseía no era más que un indeseable duplicado de las cosas que ella parecía haber elegido libremente poseer, contribuía a incrementar esa distancia. El mundo, el pequeño mundo donde vivíamos entonces, no era otra cosa que el exacto lugar que Reina habría escogido para vivir, y los resultados de esa misteriosa armonía se manifestaban hasta en el más pequeño de sus gestos, que siempre resultaba ser el gesto que los demás habían intuido que debería producirse, la marca de una criatura perfecta, la niña total.

A mí nadie me había dado la oportunidad de elegir, y no me encontraba con fuerzas bastantes como para intentar cambiar el entorno donde me veía obligada a crecer, una proeza que por otro lado nunca imaginé siquiera, porque estaba convencida de que aquel escenario era el justo y yo la cantante afónica, el prestidigitador manco, el fotógrafo ciego, la diminuta tuerca defectuosa que bloquea de manera incomprensible el funcionamiento de una máquina gigantesca y carísima. Intentaba mejorar, me esforzaba por aprender de memoria cada palabra, cada gesto, cada reacción de Reina, y todas las noches me dormía planificando el día siguiente, y todas las mañanas saltaba de la cama dispuesta a no cometer ningún error, pero hasta cuando lo conseguía, cuando me miraba en el espejo antes de salir de casa, e incluso, raras veces, al volver del colegio por las tardes, y me encontraba normal, correcta, previsible, no podía ignorar que la niña a la que contemplaba no era yo, sino una voluntariosa, apenas pasable doble de mi hermana. Eso no me habría molestado tanto si alguna vez me hubiera creído capaz de adivinar qué era exactamente yo, aparte de eso.

Entre tanta confusión, sólo podía aferrarme con certeza al amor que sentía por ella, un sentimiento grande, hasta demasiado grande a veces, cuyos múltiples ingredientes se mezclaban y se repelían constantemente para darle a cada momento una nueva forma. El resultado nunca dejaba de ser amor, pero tampoco llegaba nunca a alcanzar el rango de lo absoluto, supongo que porque para amar absolutamente a alguien, es preciso que el amante agote una seguridad de la que yo no disponía en ninguna dosis, y además porque, por mucho que intentara despegar de mí una rabia tan mezquina, cada vez soportaba peor que Reina se pareciera tanto a nuestro padre mientras yo me iba quedando solamente en una Fernández de Alcántara más, como mamá, como Magda, como la última pieza a encajar en el centro de un rompecabezas que cualquier espíritu aburrido se hubiera entretenido en diseñar a base de retales sueltos, fragmentos cada vez más parecidos entre sí, hacia el final casi idénticos, pero escogidos definitivamente al azar, de aquellos oscuros retratos que colgaban de las paredes de la casa de Martínez Campos.

Esta envidia instintiva y elemental, que durante mucho tiempo absorbió en sí misma todas las demás envidias, fue creciendo a medida que mi hermana se liberaba, con una lentitud que parecía traducir el enorme esfuerzo de su organismo, de las dramáticas secuelas de su nacimiento, para convertirse, si no en una niña saludable, sí en una adolescente de aspecto normal, no demasiado alta y siempre sorprendentemente frágil, pero hermosa a su manera, a la manera de un pintor manierista obsesionado por las texturas de la piel y la precisión en los detalles, porque considerados en sí mismos, de uno en uno, sus rasgos eran casi perfectos, y sin embargo, al integrarse en el conjunto del rostro, parecían incomprensiblemente condenados a perder alguna nota de su belleza, como si su cara redonda se ensanchara en los extremos, y sus ojos verdes se tiñeran de castaño, y sus labios finos se sumieran hacia dentro, y su piel pálida adelgazara hasta rozar la transparencia, delatando el rastro pequeño y agudo de una vena que coloreaba de violeta su sien derecha. No era fácil reparar en Reina a simple vista porque, como si hubiera sido creada por obra de un hermético sortilegio medieval, sólo quien se paraba a mirarla conseguía verla del todo, y advertía entonces la misteriosa delicadeza que matizaba cada ángulo de su cuerpo, traicionando la fuerza titánica que albergaba aquella frágil estructura con un éxito tan profundo como esta misma paradoja. Conmigo, en cambio, no ocurría lo mismo. Pelo negro, ojos negros, labios de india y dientes blanquísimos, no hacía falta esforzar demasiado la vista para verme bien, y quizás por eso nadie, excepto Magda y el abuelo, solía mirarme mucho.

Mamá lamentaba amargamente nuestra disparidad física porque, empeñada como estaba en contrariar el doble dictamen de la naturaleza y el azar, veía cómo se agotaban todos sus recursos antes de lograr que nuestro aspecto se aproximara lo suficiente como para sugerir siquiera la verdad, que éramos mellizas, y se quejaba con periódica frecuencia, cada primavera y cada otoño, de las dificultades que hallaba para encontrar colores, modelos o adornos que nos sentaran a las dos igual de bien. Entonces, mi padre le animaba a resignarse de una vez por todas a tener dos hijas mellizas pero distintas, una morena y otra rubia, una alta y otra baja, una muy delgada y la otra no, pero ella cabeceaba en silencio y no contestaba, y seguía buscando un método secreto para enderezar lo que se había torcido antes de empezar. Nunca llegué a descifrar por completo su insistencia en fomentar nuestra semejanza, pero supongo que no tendría un origen muy distinto del que había inspirado su férrea negativa a tener más hijos, y ahora sé que la imagen de mi hermana en la incubadora, la piel morada, los huesos recubiertos de piel reseca, los ojos inmensos en una cabeza sin mofletes, sin papada, sin la rosada blandura de todos los demás recién nacidos, la infinita soledad de esa cría desnutrida y triste, confinada en una caja transparente, tan fría desde fuera como un prematuro ataúd de cristal, jamás la abandonaría, y sé que cada vez que se acercaba a Reina tenía que someterse a una aguda punzada de dolor, recobrar por un instante esa imagen y desecharla, antes de romper a hablar, de apuntar un gesto, o hasta de esbozar un azote, tibio siempre y seguramente inmerecido.

Las cosas no habían ido bien, pero ella no estaba en absoluto dispuesta a plegarse a su rumbo, como si presintiera que inmediatamente después de admitir la realidad se vería obligada a aceptar una tarea muy superior a sus fuerzas, a reconocerse responsable de una situación que nunca debería haber llegado a producirse, así que jamás renunció a tener dos hijas mellizas, una pareja de niñas iguales, como deberíamos haber sido desde el principio, y siguió vistiéndonos a las dos igual, haciéndonos las mismas trenzas, regalándonos las mismas cosas, y a lo mejor ni siquiera llegaba a darse cuenta de lo mal que me ha sentado siempre el azul marino, o esas blusas de lana de color tostado que impedían distinguir de un vistazo dónde terminaba mi piel y dónde comenzaba la tela, o de lo feo que es el remolino que marca el nacimiento del pelo sobre la esquina izquierda de mi frente, pero la única vez que se me ocurrió pedirle que me peinara con raya en medio, sonrió y me la hizo exactamente en aquel rincón, como todas las mañanas, preguntándome con voz risueña de dónde había sacado esa ocurrencia. No quise contarle que me lo había sugerido su propia hermana, esa imprevista bruja adivina, mientras me miraba con los brazos cruzados, fumando con una boquilla de marfil en forma de pez, torturando rítmicamente a la vez una baldosa del suelo con la puntera de sus zapatos negros de tacón alto, pero por un instante me arrepentí de no haber confesado a mi tía la verdad, que no creía ser capaz de odiar nada tan intensamente como odiaba el lazo que llevaba en la cabeza, como si una revelación semejante pudiera haber servido para algo.

Ni siquiera el ingreso de Magda en el convento, y su consiguiente irrupción en el estrecho ámbito de mi vida, consiguieron entonces sacudir un orden que se mantenía tan firme como lo estaría un pavimento de cemento en el que me hubieran obligado a hundir los pies antes de fraguar, cuando aún estaba fresco como la arcilla húmeda. Nunca llegué a descifrar las verdaderas razones que empujaban a mi tía a preferirme de una forma tan clara sobre mi hermana, y me dolía la certeza de que su cariño, que yo apreciaba tanto, no pudiera ser un sentimiento puro, como si lograra casi distinguir el factor oculto, un elemento turbio, inconfesable, que se agazapaba tras una elección tan incompatible con la realidad. Porque lo que le confesé al abuelo ante el retrato de Rodrigo el Carnicero era verdad, la única verdad auténtica, por mucho que admitirla me hiciera tanto daño como el que debió de atormentar sus nudillos desollados después de estrellar contra la pared aquel puño propulsado por una rabia íntima y vieja, que yo ignoraba y había nacido sin embargo de mis palabras. Reina era mucho más buena que yo, era mejor que yo, y eso era tan evidente como que yo había crecido ocho o nueve centímetros más que ella, una diferencia que se detectaba a simple vista y que tampoco tenía remedio.

Por eso, cuando Magda se fue, durante un año entero seguí jugando al Juego, aquel rito solemne disfrazado de broma infantil que nunca llegaría a extinguirse solo, diluyéndose en el tiempo, porque a mí se me olvidaba con mucha frecuencia pero Reina lo tenía siempre presente, y antes o después deslizaba en mis oídos un discreto susurro para devolverme a los dominios de aquel detestable apodo, María, que tantas veces consiguió anular mi voluntad sin lograr nunca hacerme mejor, un fracaso que me daba rabia sobre todo por ella, porque me dolía infinitamente defraudarla, aunque muchas veces me molestaba plegarme a censuras tan absurdas como la que me impedía comer entre horas —María, desde luego, si sigues así te vas a poner como una vaca—, o echarle un vistazo a las fotonovelas de amor que coleccionaba Angelita, la muchacha de casa, y que eran tan divertidas —suelta ahora mismo esa paletada, María, por favor—, o incluso andar por casa los sábados por la mañana con las dos primeras piezas de tela que había sacado al azar del armario —pero… ¿qué haces de marrón y azul marino, María? Ve corriendo a cambiarte, anda—, porque muy pronto me sorprendió lo diferentes que eran las cosas que Reina y yo considerábamos importantes, y también aquellas a las que cada una de nosotras no concedía importancia, por muy convencida que estuviera de que el Juego era beneficioso porque me ayudaba a terminar antes los deberes, sacar mejores notas, irritar menos a mi madre y pasar desapercibida en el colegio, los aspectos fundamentales de mi vida. Y por el Juego me enfrenté a Magda, que se puso como una fiera cuando mamá se lo comentó una tarde como una gracia más de sus hijas, y no quise oír sus advertencias, la única nota discordante que brotó nunca de sus labios, la retorcida interpretación de una adulta, pensaba yo, a la que la inocencia ha repudiado para siempre, arrebatándole el privilegio de comprender los juegos de los niños, porque ni siquiera aquella tarde de mayo, cuando la portera del colegio, sin pronunciar una palabra y sólo después de asegurarse de que nadie nos veía, deslizó en mi mochila un paquete embalado en papel de estraza, para devolverme la esperanza envuelta en una clásica escena de película de espías, dudaba yo de que el Juego fuera algo distinto de una travesura, y si tomé la decisión de acabar con él para siempre, fue solamente porque entonces, cuando estuve segura de que Magda me seguía queriendo, de que seguía velando por mí desde el resplandeciente desierto donde vivía, me avergoncé de no haber cumplido aún mi última promesa.

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