Mala hostia (8 page)

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Authors: Luis Gutiérrez Maluenda

Tags: #Policíaco

BOOK: Mala hostia
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Apoyé a Lena contra el cristal de la cabina y le acaricié la cara interior de los muslos mientras le besaba los pechos.

La multiprogramación de Lena atacó de nuevo:

—Atila, dale, si querés a la noche seguimos, ahora tengo que asearme un poco, ya es la hora de abrir y en unos momentos el boliche se nos llena con una manga de pelotudos añorados de su tierra.

Se alejó con las bragas rodeándole los tobillos y dando unos curiosos saltitos camino del aseo. A mitad del recorrido se giró riendo y me informó:

—Así no embarro las bombachas.

Son las cosas de la prisa, la multiprogramación, la manga de pelotudos y las bombachas de Lena.

Mientras Lena recomponía el estropicio al que yo había contribuido, me acerqué al reproductor de CD que ella tiene en la mesa de recepción. Allí, Alejandro Sanz decía en un tono intimista: «piiiirrererrr, pippip, reppp, pirrrrrrrr».

Cuando Lena regresó ya aseada, yo aún estaba mirando el reproductor con el cuello torcido en un ángulo extraño.

—Este CD tiene datos, no música —dijo ella.

Torcí el cuello hacia el otro lado y pregunté:

—¿Puedes abrirlo en tu ordenador?

—Supongo que sí.

—Prueba, por favor. Una vez abierto en el ordenador de Lena, en el CD encontramos una serie de fotografías hechas con una cámara digital. La primera de ellas me hizo pensar que Galina guardaba allí más recuerdos de su patria, un remedio para los ataques de nostalgia. Sin embargo, conforme iba pasando las imágenes, mi seguridad se iba desvaneciendo hasta dejarme sumido en el desconcierto.

En la primera fotografía, Galina estaba acompañada de una joven rubia, alta y de ojos tan azules como los suyos, sonreía a la cámara y le sacaba la lengua con gesto burlón, el único paisaje que se distinguía era un cielo azul que se confundía con el mar que servía de fondo.

En la segunda, una muchacha distinta a la de la foto anterior acompañaba a Galina, era tan alta, tan rubia y tenía los ojos tan azules como Galina y su amiga. Yo comenzaba a pensar que en Bielorrusia a las mujeres morenas y de ojos oscuros las fusilan en cuanto nacen. En este caso el paisaje era urbano, los colores amarillo y negro de un taxi aparcado proclamaban que aquello era Barcelona. La calle podía ser una esquina en el Eixample, cualquiera de ellas.

La tercera fotografía era de una entrada amplia con altas columnas de piedra. A través de las columnas se podían ver unas curiosas defensas de hierro rematadas por los clásicos penachos de estandarte, también de hierro, que formaban pequeños parterres. Podía ser una residencia, la entrada de un parque público, la parte trasera del Palacio de Buckingham, o cualquier otra cosa.

La cuarta se había tomado desde el interior de un vehículo en marcha y mostraba una carretera sinuosa y más bien estrecha. Al fondo se podía ver un edificio alto que parecía aislado; a ambos lados, la clásica configuración boscosa de tipo mediterráneo.

La quinta fotografía era una vista del interior de un cementerio con una serie de panteones, uno de ellos en primer plano.

La sexta era de una pequeña cala de aguas azul verdoso, se veía el comienzo de unas escaleras que se empinaban hacia la montaña, donde una mansión presidía el paisaje. En una punta de la fotografía se podía adivinar en el bloque pétreo el final de un embarcadero. Deduje que, con una perspectiva tan amplia en altura, aquella se habría tomado desde el agua, desde un barco y posiblemente tumbado en el suelo. Sin embargo, no tenía el menor mérito artístico. Quizás sí, funcional, aunque yo no era capaz de adivinar la función.

En la séptima y última fotografía, tomada desde la playa, una perspectiva del club de carretera donde Galina había trabajado, y a cuyo dueño yo había preguntado acerca de la chica. La posición del fotógrafo debía de ser más o menos el punto donde aquel día conocí a «Día Bonito».

Me felicité, había averiguado un montón de cosas, pero no tenía ni idea acerca de su significado. Rebusqué por el interior de mi cerebro alguna idea, algo que justificase el peso a que me sometía, sin embargo mis circuitos neuronales permanecían cómodamente amodorrados. Demasiado licor, poco ejercicio, sexo apresurado, esa clase de cosas nocivas eran las culpables.

Los recuerdos normales de cualquier muchacha joven, dijo Lena.

—¿Tú vas fotografiando panteones?

—En Buenos Aires, en el cementerio de la Recoleta hay cientos de panteones que merecen ser fotografiados, supongo que aquí también debe de haber alguno que merezca la pena. —Lena se encogió de hombros y se largó a atender a un pakistaní; iba tocado con un turbante de color rosa que le confería el aspecto de un asesino adorador de la diosa Kaly, y miraba la tarifa de precios de las tarjetas de prepago telefónico con ojos enfebrecidos.

Yo también me encogí de hombros. Lena me había dejado fuera de juego con lo del cementerio de La Recoleta.

El paki estudiaba con atención creciente la tarifa, y cuando Lena se giraba le estudiaba el culo con la misma atención.

Supuse que lo hacía para variar, nada que ver con la diosa Kaly. Tampoco creo que esperase encontrar una tarjeta con el precio colgando del culo de la chica. En el fondo no resultaba sorprendente, Lena tiene un culo notable.

En la copistería de la esquina, un adolescente con granos en la cara y que hablaba castellano con un acento indefinible, convirtió el CD de Alejandro Sanz en un doble juego de fotografías.

Quizás algún día, un moro las vendiera en los Encants.

—Diez uros para ti.

—¿Qué dices tío, estás loco?

Bueno, ya saben cómo continúa.

De momento a mí me servirían para intentar ganarme el sueldo que me pagaba la peruana. Y en último término podían servir para entretenerla y que no sintiese deseos de degollarme con aquellas uñas de aspecto peligroso. Si les digo que metí las fotografías en un sobre y visité de nuevo a Andreu Torcal, el dueño del puticlub donde había trabajado Galina, nadie se sorprenderá. Pero eso fue al día siguiente.

Aquella tarde estuve esperando que telefonease de nuevo una mujer que por la mañana le había dicho a Lena que tenía que hablar con urgencia conmigo por un asunto que nos interesaba a los dos. Cuando llamó me dijo que de momento no pensaba identificarse, tenía miedo, pero que la escuchase con atención y si su proposición me parecía interesante accedería a verme.

Su propuesta era la siguiente: su marido estaba en busca y captura por ser sospechoso de atraco y doble homicidio en las personas de los dueños de un chalet situado en las afueras de Barcelona, la mujer quería que yo hiciese de intermediario con la policía. Ella sabía dónde se escondía su marido pero quería asegurarse una recompensa por su captura. Yo cobraría el veinte por ciento de la cantidad conseguida.

Rechacé su propuesta, luego me acodé en la barra de un bar y esperé que Lena cerrase el locutorio.

El asunto, visto desde la perspectiva distorsionada de una cantidad exagerada de whisky, mejoraba sensiblemente. Con el corte de suministro alcohólico, de nuevo apestaba.

Me desperté escuchando el repiqueteo de la lluvia en el techo acristalado del patio interior y los suaves ronquidos de Lena durmiendo a mi lado. El olor de la marihuana flotaba por toda la estancia. Lena es abstemia pero fuma maría, yo no fumo maría pero bebo como un polaco en día de paga.

Ella dice que fuma maría porque es ecologista y que yo bebo por debilidad de carácter. Yo le digo que bebo para no caer en el ecologismo, precisamente por mi debilidad de carácter.

Supongo que ese es uno de los motivos por el que nos entendemos tan bien, nos complementamos en los vicios.

Me sumergí bajo las sábanas y le mordisqueé los muslos a Lena hasta que su respiración se hizo agitada. Subí para hacerle compañía cuando me aferró por el pelo y tiro de mí. Estuvimos subiendo y bajando durante un buen rato hasta que nos olvidamos de la lluvia.

Luego, antes de salir para que Lena abriese el locutorio a la hora indicada, si no lo hace se encuentra a Las Adoradoras del Ballenato esperando en la puerta, escuchamos un par de tangos. Gardel, para variar:

Arrabal amargo

metido en mi vida

como la condena

de una maldición

¡Qué tipo Gardel! Me gustaría emborracharme con él cualquier día de estos, lloraríamos juntos, nos contaríamos qué perro es el mundo.

—¡Qué linda noche para filosofar, Carlitos! —le diría—. Dejáte de pavadas, Atila, y pasá el trago —me respondería—. Se acabó, Carlitos.

—Che, conseguí más, cagá a patadas al tipo que lo tenga y lo traés.

—Sí, Carlitos. Pero nació mucho antes que yo y murió joven. Quizás podamos emborracharnos en el infierno, cantaremos tangos y Satanás nos hará los coros. No sé que tal será allá el whisky.

Aunque tengo sospechas bien fundadas de que lo averiguaré.

Mientras Gardel le canta tangos a Satanás, yo le emborracharé.

¡La Hostia!

Cuando llegué al club de carretera, la lluvia había cesado y el único recuerdo que quedaba de ella eran unas nubes grises deformes que parecían caer hacia el mar.

Andreu Torcal me recordaba, estaba acodado en una barra al fondo del local, tenía un vaso en la mano y dejaba que una de sus rubias de ojos azules le hiciese carantoñas.

—¿Qué hay, amigo? ¿Ya la ha encontrado?

—No, pero espero hacerlo con su ayuda.

La rubia fijó sus ojos en mí sin dejar de mordisquearle la oreja a Torcal. Tenía buenos dientes.

—¿Y qué puedo hacer yo para ayudarle?

—¿Conoce a alguna de esas chicas? —Le tendí las dos fotografías.

La rubia lanzó una mirada juguetona por encima del hombro de Torcal mientras enroscaba un dedo en el pelo de su nuca.

La cara de Andreu Torcal sufrió una transformación curiosa, sus labios se contrajeron y un tic le alteró el ojo izquierdo, aunque casi inmediatamente relajó sus facciones y sonrió, pero el tic seguía entrecerrando su ojo izquierdo con leves tirones.

—¿De dónde ha sacado esas fotografías?

—Un moro de los Encants me las vendió ayer, quedé muy sorprendido porque la chica que aparece en las dos fotografías es Galina. Y he pensado que tal vez conozca a las otras.

—No, me ha sorprendido ver a Galina. A las otras dos no las conozco. ¿Dice usted que se las vendió un moro en los Encants?

—Sí, tenía muchas fotografías de mujeres jóvenes, también tenía libros viejos y material de informática obsoleto. ¡Ah! Y lupas.

La rubia, quizás cansada de que Torcal no le hiciera caso mientras le mordisqueaba la oreja, se alejó en dirección a una puerta que conducía al interior del local. Tenía una forma de mover el cuerpo que me hizo pensar en una noche fría, una cama cubierta con una piel de oso y su cuerpo desnudo junto al mío.

—Es curioso eso que me cuenta, señor Atila, casi siento curiosidad por ver las fotografías de ese fulano.

—Ibrahim le llaman, no, espere, quizás sea Mohamed, o Alí, quizás Abdullah. Es un tipo moreno de unos treinta años, me parece que tiene barba, aunque tal vez lo confundo con el otro tipo, el que se llama Hosni o Raschid, da lo mismo. Si va por allí seguro que lo encuentra, es un habitual, aunque un día está en un sitio y al día siguiente en otro, ya sabe cómo van allí esas cosas. Pero lo que tenía aparte de estas fotografías era material barato, fotos antiguas de tipas gordas posando de medio lado y sonriendo estúpidamente. Y lupas, creo que ya se lo he dicho.

—¡Bah! Qué más da. Lo siento, creo que una vez más no he podido resultar de mucha ayuda.

—¿Cree que sería posible enseñarle las fotografías a sus chicas? Tal vez ellas conozcan a alguna de esas muchachas.

—Ahora están descansando, recuerde que su horario de trabajo es un tanto especial. Llámeme mañana y veré si puedo arreglarle un par de entrevistas con las chicas más antiguas. En estos momentos la mayoría son nuevas, hacemos renovación de personal con cierta frecuencia, las chicas que hay ahora, en su mayoría, ni siquiera llegaron a conocer a Galina.

—Se lo agradezco mucho, le llamaré mañana.

—Sí, hágalo.

—Hasta luego, amigo, y disfrute de su bebida. Me hizo un gesto de agradecimiento con la mano, pero no se dio por aludido, el muy hijo de puta.

Aunque con menos virulencia, su ojo izquierdo seguía afectado por el tic. Quizás fuese falta de sueño.

Aquella noche, Lena cenaba con Samuel, por lo que no tenía nada mejor que hacer que trabajar un rato, pero necesitaba un ordenador, así que le pedí a Lena las llaves del locutorio.

Cerró después de largar a las Adoradoras del Ballenato que aún remoloneaban por allí. Charloteaban sus nostalgias y las entreveraban con rápidas alusiones a los últimos chismorreos del mundillo de los famosos y con la posibilidad de alguna boda principesca que las condujera a quimeras aprendidas en la infancia y alimentadas por la prensa del corazón. Me entregó las llaves, me hizo una caricia apresurada y se encogió de hombros a modo de disculpa.

Cené un shawarma, le añadí un falafel, los ahogué en una cantidad apreciable de cerveza y me sentí dispuesto al trabajo.

No hay nada como comer mal para estar bien dispuesto al trabajo.

A solas en el locutorio, sintonicé la radio del «compo» de Lena, cargué el CD de Galina en el ordenador y comencé a estudiar las distintas fotografías.

En la emisora que sintonicé la voz de una señorita que imitaba el tono de una preadolescente alargando la mano hacia la cremallera del pantalón de su novio, gemía: «Eres malo, malo, malo, no se engaña a quien te quiere».

Busqué el botón que cambiaba a la función de CD y pulsé con la esperanza de que la adolescente engañada se alejara de mi vida. La voz de Carlos Gardel llenó el local vacío. Me sentí culpable de escuchar a Gardel a escondidas de Lena y de nuevo sintonicé la FM. Hice avanzar el dial. En la nueva emisora, un tipo con voz de haber descubierto la fórmula de la felicidad y estar dispuesto a cambiarla por el precio de una cerveza, anunció que Shakira nos cantaría algo de su último álbum. La voz que me llegó cantaba alternando dulces gorjeos con sonidos guturales al modo de un ventrílocuo al que acabasen de asesinar al muñeco. Su voz proclamaba:

Después de ti la pared,

no me faltes nunca debajo del asfalto

y debajo del asfalto estaré yo…

No me sentí capaz de descifrar mensajes esotéricos a ritmo de rock, y otra vez pulsé la tecla del CD. La voz de Gardel volvió a llenar el local. Suspiré aliviado y di gracias al cielo por no tener que darle explicaciones a Lena. A ella, para joderla, le digo que Gardel está superado.

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