Le dejé una tarjeta con la dirección del locutorio y le recomendé que si recordaba algo que le pareciese interesante me llamase, así podríamos comenzar una bonita amistad.
Me enseñó los dientes, pero se quedó con la tarjeta.
Desde la trasera del club, un camino sin asfaltar conducía al mar. La temperatura amable y las ganas de respirar aire fresco me condujeron hasta la playa. Una mujer rubia, con un vestido ligero, paseaba lentamente y miraba las olas que morían sin fuerza cerca de sus pies. Posiblemente estaba pensando en el par de niños rubios y en un vestido de novia blanco que conseguiría al regresar a su país. Tenía un cuerpo que le facilitaría encontrar padre para su hijo.
Me acerqué cruzando la playa en diagonal. Cuando comprobó que me dirigía hacia ella, se paró, cruzó las manos sobre el pecho y sonrió con cierta amabilidad. Aún no estábamos hablando de negocios.
—Hola, día bonito —dijo señalando el cielo. Tenía un acento de consonantes fuertes que contrastaba con la dulzura de sus ojos rasgados y de un azul desvaído.
—Sí, supongo que para ti, acostumbrada a las temperaturas de tu tierra, esto debe de ser casi verano.
Se encogió de hombros con coquetería y amplió su sonrisa. Supuse que nos acercábamos al límite de su dominio del castellano.
Señalé hacia el club.
—He venido a ver a una compañera tuya, pero no está, se llama Galina.
Miró las olas, se encogió de hombros y dijo:
—No entiendo español, casi no. Y se alejó.
—Día bonito —le grité mientras desaparecía. Cabeceó afirmativamente sin girar la cabeza en mi dirección.
Mientras regresaba a la ciudad comparé mentalmente a «Día bonito» con Galina. Podrían ser hermanas; sin embargo, cuando la mencioné no dio muestras de reaccionar, solo perdió interés por el idioma castellano.
En Barcelona, las montañas se entretienen empujando a la ciudad hacia el mar, empequeñeciéndola. Así y todo nos vamos apañando para compartirla entre tres o cuatro millones de habitantes si contamos a la gente que vive en L’Hospitalet, Santa Coloma, Badalona y un par de sitios más que solo se diferencian de la ciudad en que tienen alcalde propio y una plaza con un edificio del que cuelgan banderas.
Aunque, pensándolo bien, para los alcaldes y la gente que cuelga las banderas, esa es una diferencia notable.
En esa pequeña selva urbana atiborrada de puticlubs, casas de lenocinio, bares de mala nota, discotecas, pubs, leoneras, pisos pateras, y, a pesar de todo, una multitud de casas familiares, Galina podía hallar un millar de formas de esconderse si no quería que la encontrasen.
A mí lo único que se me ocurría era pasarme por el consulado bielorruso y ver si tenían manera de contarme algo útil. Si eso fallaba, improvisaría. No tenía la menor idea de qué debería improvisar.
Fuera lo que fuese, no lo haría hasta el día siguiente.
Pasé por el locutorio a recoger una nueva carga de frustración en forma de ausencia de posibles clientes. Lo normal es ver a Lena levantando una mano vacía acompañada de un encogimiento de hombros.
Me equivocaba. Nada más entrar, Lena me tendió una nota. Mi exesposa quería hablar urgentemente conmigo.
Con mi exesposa, en adelante Mabel, cometí dos errores. El primero fue casarme con una mujer que consideraba que la limpieza y el orden hogareño eran las mejores virtudes que podía ofrecer a un hombre, incluso en el plano sexual. El segundo error fue asegurarle que tras la separación seguiríamos siendo amigos.
Mabel está convencida de que además de estar sentenciado por el juez a pasarle una pensión, estoy obligado por contrato indisoluble a escuchar sus lacrimosas quejas por lo mal que la trata la vida.
El hecho de que raramente le pague a tiempo la pensión, refuerza su teoría.
Arrugué la nota y la guardé en el bolsillo. Más tarde la leería o la guardaría en alguna papelera pública.
A aquella hora, de las Adoradoras del Ballenato ni rastro; estaban cada una en su casa o todas en casa de quien tuviese el aparato de televisión más grande, siguiendo la telenovela de la tarde. Ellas, con las cosas sagradas no juegan. La Biblia tuvo su utilidad mientras las telenovelas aún no existían, hoy en día cada cosa ocupa su lugar y hay que respetarlo. Invité a Lena a poner el cartel de «volvemos en un momento» y encerrarnos unos minutos en una de las cabinas para un restregón rápido. Mientras ella evaluaba la magnitud de su deseo, entró un tipo árabe que nos miró con inquina y, sin saludar, interrogó con la mirada a Lena, quien le indicó con un gesto de cabeza la cabina número 2.
Me entristeció. Aquella era la que yo había pensado en ocupar.
Luego entró un ecuatoriano de amplia sonrisa acompañado de dos adolescentes que rondaban la obesidad. Se encerraron en la 1 y casi de inmediato comenzaron a dar gritos de alegría. Si se prestaba un poco de atención, hasta se podían escuchar los gritos que proferían desde el otro lado del mundo. Sin solución de continuidad, una muchacha de aspecto europeo y acento argentino entró y se puso a charlar con Lena.
Me despedí definitivamente del restregón rápido y me largué al gimnasio. La sala de musculación a esta hora de la tarde ya hiede a hormona. Mi hora preferida es la primera; entonces el gimnasio solo huele a zotal y a ambientador de hogar deprimido. El portero aún es el de noche, un tipo simpático que acostumbra a saludarme con un ingenioso:
—A quien madruga Dios le ayuda.
—Y le da trabajo, para que escarmiente —le respondo.
Cuando salgo, el portero ya ha cambiado; es el de día, un tipo malcarado como un billete de lotería premiado en manos de tu peor vecino.
Estuve en el gimnasio más de dos horas castigando mi cuerpo con las mancuernas y corriendo en la cinta. Dos tipos que apestaban a matón de discoteca me miraban con sorna; mis cuarenta años bien cumplidos les parecían impropios para los ejercicios violentos. Algo más apartada, una beldad prefabricada que levantaba unas diminutas pesas como si aletease, me lanzó un par de miradas que decían lo mismo.
Les hice un resumen mental de la situación:
—¡Que os jodan!
Cené sin demasiado apetito en un bar cercano a mi casa, uno que está sumido en una piadosa oscuridad que evita distinguir con demasiada claridad los detalles de lo que comes. El dueño, un tipo viudo que en un extremo del mostrador conserva una colección de fotografías antiguas, todas ellas enmarcadas en plata repujada formando extraños arabescos, me mira con inquina desde que en una ocasión, al acercarme a pagar, le señalé una fotografía en la que un joven con la sombra de un bigote miraba a la cámara con recelo.
—¿Su hijo? —pregunté.
—No, mi esposa antes de casarnos.
Lo dijo con cara de pena; luego cuadró los hombros y me miró, como retándome a que le preguntara acerca del bigote de su esposa. No lo hice.
Sin embargo, él no ha acabado de perdonarme.
Aquella noche paseé por las calles Robador y aledañas. Lo hago de vez en cuando, va bien para comprobar que no es tan difícil encontrar gente más jodida que yo. En esas calles el aire está impregnado de sexo enfermo y, para empeorarlo, allí no es posible encontrar más que falsos remedios.
Es un consuelo pobre pasear por esos andurriales. De acuerdo. No vamos a discutirlo. Pero me gusta hacerlo. Sigue siendo un consuelo.
A pesar de que en aquellas calles las putas son de colores muy variados, no pensaba ver a Galina en el caso de que aún se dedicase a esos menesteres. Ella no tenía nada que ver con el material de semidesecho que pulula por aquellos andurriales.
Me retiré pronto, deseaba que Lena viniese aquella noche y me hiciera compañía. Pero esperé en vano, posiblemente el mamón de Samuel decidió ejercer su derecho de pernada.
Conforme la noche avanzaba le conté mis cuitas a una botella de cachaza que había comprado para preparar caipiriñas para mis invitados. El problema es que siempre me olvido de comprar limones y cuando me acuerdo no merece la pena, ya no hay cachaza. Además, exceptuando a Lena, que es abstemia, nunca tengo invitados. Eso mitiga mis sentimientos de culpa.
Aquella noche dormí con el sueño agitado que da una cantidad exagerada de alcohol en la sangre. Me desperté a las diez de la mañana con un zumbido situado en el centro del cráneo, justo en el lugar donde debería estar la glándula pineal y que en mi caso debe de ocupar un vaso vacío.
En la ducha me autoconvencí de lo transitorio de la situación y me tranquilicé un tanto. Una sesión de amor con mi mano, pensando en Lena y con apariciones fugaces de Galina, ayudó.
Mientras me secaba seguí el ritual de cada mañana: consiste en prender el televisor —pantalla plana de doce pulgadas adquirida a un perista de confianza, lo máximo que cabe en mi habitación— y escuchar las noticias. Es una costumbre que adopté un día al comprobar que, comparado con el cúmulo de barbaridades que asolan al mundo, mi vida no está tan mal.
Una locutora de pecho generoso sonreía seductoramente mientras relataba el éxito de la última pasarela de moda celebrada en la Feria de Muestras de L’Hospitalet. Creo recordar que dijo algo parecido a «la sinfonía de sedas coloridas con que el conocido diseñador expresa su admiración por la elegancia femenina colmó las más exigentes aspiraciones del público asistente, que al término de la pasarela aplaudió a rabiar las novedosas desestructuraciones con que el estilista ha querido premiar las nuevas tendencias y necesidades de una mujer que cada vez con mayor frecuencia se incorpora al mundo laboral».
Si no fue eso lo que dijo, no lo mejoraba sensiblemente.
Acto seguido borró la sonrisa de su cara para anunciar con voz átona que un nuevo acto de violencia racista se había producido en nuestra ciudad. En la calle de la Rosa, un callejón del Barrio Chino cercano a la calle Escudellers, se había hallado el cuerpo sin vida del ciudadano peruano Néstor Mingajón, apaleado brutalmente hasta la muerte. Según las declaraciones hechas a los Mossos d’Esquadra de un testigo presencial de los hechos, los autores del brutal atentado habían sido cuatro hombres de estética skin que no dejaban de proferir insultos de cariz xenófobo mientras lo apaleaban.
En pantalla apareció una fotografía del muerto, en ella Néstor le sonreía sin demasiado entusiasmo a la cámara. En aquella fotografía no se apreciaba la anchura desmesurada de sus hombros. Me había quedado sin cliente.
Una de las ventajas de cobrar un adelanto para gastos es ese, que no todo se ha perdido.
Néstor Mingajón, descansa en paz. Quizás ahora Galina acuda a tu entierro. Sería un detalle por su parte.
A Lena la conocí una noche en la que se mezclaron el alcohol y los deseos de compañía.
Yo puse el alcohol, ella puso los deseos de compañía.
Parece ser —yo estaba demasiado cocido y debo confiar en su relato— que aquella noche coincidimos en un tugurio tan pequeño que forzosamente tuvimos que tropezar el uno con el otro, y algo aprovechable debió ver en mí, ya que se tomó la molestia de acompañarme a casa y acostarme. Yo tenía ciertas dificultades para encontrar la ubicación de mis zapatos y no se me ocurría mirar en los pies. Ella los encontró y me ayudó a quitármelos para entrar en la cama. Desperté bien entrada la mañana. A mi lado, en la cama, había un cuerpo tibio de mujer.
—¿Eres mayor de edad? —le pregunté.
—¿Y vos, solo sos impotente cuando estás en pedo o hay algo más?
—Mmmmmmm —respondí. Luego añadí—: Hostias. Y me largué a la ducha.
Afortunadamente, la impotencia detectada la noche anterior solo era efecto del alcohol. Nos levantamos tarde. Por aquellos días, Lena trabajaba cuidando a un tipo impedido, al que una apoplejía le había reducido considerablemente la movilidad. De vez en cuando lograba levantar el brazo derecho en dirección al culo de Lena.
—Pobre papi, ni siquiera me da bronca que me quiera palpar la cola —me dijo un día que hablábamos de cosas tristes.
La comprendí, el tipo moqueaba bastante y eso sí debía de resultar molesto.
Pocos días más tarde Lena conoció a Samuel y este le propuso trabajar en el locutorio de la calle Escudellers, sustituyendo a una ecuatoriana que vivía su cuarto embarazo exitoso. En el cuidado del viejo la sustituyó una dominicana que cuando el pobre tipo alargaba la mano se la golpeaba con los nudillos. Para compensar, le dejaba moquear tanto como quisiera.
Pronto nos acomodamos al triángulo que formábamos Samuel, ella y yo. Samuel simulaba creer que en realidad yo era el primo de Lena, nacido en Salta y residente en España desde los doce años.
Por fortuna, jamás se le ocurrió preguntarme dónde coño está Salta.
Por mi parte, simulaba no enterarme de que las ausencias de Lena en mi cama, al menos una vez a la semana, no estaban provocadas por la añoranza que ella sentía de su cuchitril. Por su parte, Lena simulaba que formábamos una familia bien avenida y esperaba tiempos mejores.
En nuestros barrios, esperar tiempos mejores es el deporte que más se practica. Creo que los burócratas del Ayuntamiento están pensando en organizar un campeonato. Tendrá varias divisiones, según me han contado.
Llegué al locutorio rondando el mediodía, Lena escuchaba con semblante melancólico a Carlos Gardel, que cantaba:
Una sombra ya pronto serás,
una sombra lo mismo que yo…
Aquello me sonó demasiado cercano a mi historia personal y dejé de prestarle atención. Besé a Lena en la comisura de los labios, ella sonrió y preguntó:
—¿Has dormido bien papito?
—Bien, ¿y tú?
Se encogió de hombros.
—Me he quedado sin cliente, Lena.
—¿Y? ¿Encontraste a la mina?
—No, tampoco creo que le haga falta. Esta noche se lo han cargado de una paliza. Según los Mossos, ha sido cosa de esos rapados y tienen un testigo presencial.
—Algo me dijeron, recién, sucedió aquí al lado, pero no sabía que el muerto fuera el mismo tipo que te contrató.
—Sí, el nombre es el mismo y la fotografía que mostraron por la tele era la suya. En fin, ¿algo nuevo?
—No, de momento.
—Bueno, ya sabes, Dios aprieta pero no ahoga.
—Te fusila, concha de tu madre.
No estaba de humor para discutir de teología con Lena, así que me acerqué a mi mesa en el fondo del local con la intención de entretenerme con el ordenador. Alguien había dejado allí un biberón mediado de una cosa espesa, que por el color podía contener zanahoria y espinacas. Por el olor, residuos orgánicos. Cogí el biberón entre el pulgar y el índice y lo llevé hasta la mesa de Lena.