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Authors: Elvira Lindo

Tags: #Otros, #Viajes

Lugares que no quiero compartir con nadie (14 page)

BOOK: Lugares que no quiero compartir con nadie
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Y así es exactamente después de casi un año sin venir, un año en el que el camarero actor ha estado probando fortuna en Los Ángeles y el camarero letrista ha tratado de ganarse la vida escribiendo canciones y los dos han vuelto. No pregunto demasiado por no ahondar en lo que podrían ser intentos fracasados de cambiar de vida, como tantos otros que se producen a diario en esta ciudad que exalta en exceso los ánimos y hace promesas que luego no cumple.

La primera vez que pensé en esta ciudad como escenario real, no como escenario de película sino como escenario de la misma vida, fue al leer en el instituto
El guardián entre el centeno
. Mi experiencia no es extraordinaria: aquel libro provocaba un entusiasmo contagioso y una vez que alguien cercano lo descubrió fue pasando de mano en mano e influyendo en nuestra actitud ante la vida y en nuestra forma de razonar.
El guardián entre el centeno
nos enrocaba aún más tozudamente en la adolescencia, como si provocara un orgullo de pertenecer a esa primera juventud en la que la vida, según Salinger, está a punto de ser corrompida para siempre y sin remedio. Según Salinger. Aunque los pensamientos de Holden Caulfield que más inmediatamente populares se hacían entre nosotros eran aquellos referidos a los patos de Central Park, al baile con aquella chica «que bailaba como si arrastrara la estatua de la Libertad por toda la pista», a los granos que se explotaba su compañero en el internado o a su relación con su pequeña y adorable hermana Phoebe, el episodio que con más fuerza despertó mis deseos de estar alguna vez en estas calles fue el dedicado al Museo de Historia Natural. Aunque en esas páginas está presente, como en toda la novela, la nostalgia de Holden por la inocencia vulnerada de su infancia, también expresa, casi por vez primera, que hay en la vida cosas sólidas que permanecen a pesar de la corrosión del tiempo y en las que uno puede creer. Animada por la reveladora biografía que acabo de terminar de Kenneth Slawensky vuelvo a leer
The Catcher in the Rye
y, prodigiosamente, como si el tiempo no hubiera pasado saltan de nuevo a mis ojos estas palabras entre todas las palabras del libro:

Pero lo que más me gustaba de aquel museo es que todo estaba siempre en el mismo sitio. No cambiaba nada. Podías ir cien mil veces distintas y el esquimal seguía pescando, y los pájaros seguían volando hacia el sur, y los ciervos seguían bebiendo en las charcas con esas patas tan finas y tan bonitas que tenían, y la india del pecho al aire seguía tejiendo su manta. Nada cambiaba. Lo único que cambiaba era uno mismo. No es que fueras mucho mayor. No era exactamente eso. Sólo que eras diferente. Eso es todo. Llevabas un abrigo distinto, o tu compañera tenía escarlatina, o la señorita Aigletinger no había podido venir y nos llevaba una sustituta, o aquella mañana habías oído a tus padres pelearse en el baño, o acababas de pasar en la calle junto a uno de esos charcos llenos del arco iris de la gasolina. Vamos, que siempre pasaba algo que te hacía diferente. No puedo explicar muy bien lo que quiero decir. Y aunque pudiera, creo que no querría.

Todo siempre en su sitio. Sólo eres tú quien cambias. A veces se trata de un abrigo distinto, pero otras, casi se podría decir que has cambiado de piel. Este museo por el que paso ahora, como tantas otras tardes, en esta avenida que es mi avenida, que es más mía que cualquier otro rincón de Manhattan, me trae intacto el deseo adolescente de querer estar en una ciudad donde existiera un caserón tintinesco que albergara animales eternos en el hábitat eterno de los dioramas, juguetes que alegraron la infancia de los niños de las tribus indias, o enormes esqueletos de mamuts y dinosaurios. No hay nostalgia hacia esos días de adolescencia porque mi deseo se ha cumplido. Paso por su parte trasera casi todas las tardes, cuando me recorro el barrio de norte a sur; en ocasiones, cuando nos visitan niños, entro, o cuando hay una de esas exposiciones raras y didácticas, como aquella de ranas sorprendentes, amarillas, pardas, enormes e inofensivas o diminutas y venenosas. Pero sí me produce una cierta melancolía el recuerdo de aquel septiembre de 2001 en el que trajimos a los chicos aquí por primera vez. Ya no eran niños, o sí lo eran en el fondo. Rondaban los tres la edad de Holden Caulfield. No creo que los años les hayan robado la inocencia, porque mi adoración literaria por Salinger no llega al punto de creer ciegamente en su tesis de que el crecimiento devasta el corazón del hombre. Es más, a veces, la adolescencia es la negación de la candidez de la infancia y de la experiencia de la edad adulta. Pero el tiempo ha convertido aquel mes de septiembre con tres adolescentes en algo digno de recordar, y aunque el atentado de las Torres Gemelas cubre y emborrona todos los recuerdos (porque además sólo hemos escrito acerca de aquellos días desde la perspectiva del que ha vivido de cerca el zarpazo de un horror de dimensiones inabarcables) no puedo por menos que sonreír al acordarme de nuestra visita a este museo, que fue el que más les gustó probablemente, y también de los otros museos que recorrimos, creo que todos o casi todos los de Manhattan, porque Antonio decía que a pesar de que a veces se les notaba que iban a regañadientes algo de aquello se les quedaría.

Tengo la imagen de aquellos tres herederos de Holden Caulfield, demasiado grandes ya para su escasa experiencia y torpes al no controlar todavía sus nuevas dimensiones. Los museos estaban vacíos, tan vacíos como estaban las calles aquella noche del 11 de septiembre en que los tres se quedaron en el apartamento y nosotros salimos a pasear por una Quinta Avenida fantasmal, como trucada por un maestro de la fotografía. Sin tráfico ni paseantes. Sólo un mendigo, repantingado en un sofá y con una tele conectada a una farola, parecía erigirse como el rey de un país en el que hubieran desaparecido los súbditos. Volvimos a casa y escribimos sobre ello para el periódico, y hablamos sobre ello en las radios, a deshoras y conscientes de que la cercanía nos impedía tener perspectiva sobre lo que había ocurrido. Pero una vez que escribíamos sobre el horror o sobre el olor a carne quemada, creciente según nos acercábamos a diario a las vallas de la zona acordonada, o sobre el espanto y la incredulidad que se había fijado en los rostros de gente tan independiente como la neoyorquina, que parecía buscar por vez primera los ojos de los otros, teníamos que dedicarnos a pasear y alimentar a los enormes y hambrientos niños. Así que hay un diario por debajo de aquellos acontecimientos, un diario de tono menor que ni se escribió ni se escribirá porque a ojos del lector nuestros pasos familiares quedan sepultados bajo el peso de una desgracia que afectó al mundo. Pero en un rincón de la memoria allí seguimos nosotros cinco. Todos menos la niña Elena, que se quedó en España porque tenía miedo de que nuestro avión chocara con un rascacielos y no hubo manera de convencerla. Su miedo fue premonitorio y ella fue la que, mientras veía las imágenes del impacto del primer avión, nos llamó desde Granada para decirnos, con mucha razón, que sus temores acababan de ser confirmados.

La memoria, selectiva y a veces injusta en su selección, ha permitido que reservemos sólo un pequeño espacio para lo que no fue exactamente la experiencia brutal del 11-S, y de vez en cuando nos reímos con algún recuerdo salvado de esos días. De cuando Arturo, por ejemplo, sobrepasado por una exhaustiva exposición al arte moderno, no entendía por qué un cuadro abstracto de Robert Motherwell se llamaba
Elegía a la República Española
.

—¿Por qué? —preguntaba.

—Pues porque sí —decía su padre.

—Ya, pero… —repetía señalando al cuadro—. ¿Por qué esto precisamente es una elegía a la república española? No lo entiendo.

—Si es que no hay nada que entender.

—Pero ¿por qué hizo esto y no otra cosa?

—Pues porque quiso —decía su padre con tono de impaciencia.

Y el niño, tozudo, valiente a su manera, seguía preguntando, aunque notara la irritación en la voz del padre. Y consiguió enfadarlo por no claudicar en su empeño de saber por qué un cuadro abstracto representa una idea o un sentimiento. Quería entender de pronto toda una convención del arte que los adultos hemos aceptado, renunciando a las claves y los rigores de la representación clásica.

Los estoy viendo mareados, pálidos de tanto estar de pie ante un cuadro o una escultura. El Whitney, el Moma, el Metropolitan, el Museo de la Ciudad. Un recorrido exhaustivo por cada uno de ellos. En el Museo de la Ciudad también estuvimos solos, tan solos que el conserje se asomó a la puerta cuando nos vio salir y nos dijo:

—¡Ay, Dios mío, que se dejan ustedes la planta de los bomberos, que es la más bonita!

Los estoy viendo en ese momento, a punto de llorar Arturo, cansado Miguel, serio Antonio hijo, los tres muertos de hambre y de saturación cultural. Incluso los bomberos, menos abstractos que Motherwell, acabaron sobrándoles. Los estoy viendo recuperar el color en el rostro cuando fuimos a comer una hamburguesa en Fiorello’s y cómo ya reían cuando hundían las cucharas en ¡la ración más grande de tarta de queso de la ciudad! Con frecuencia nos acordamos de que el momento álgido de toda visita museística era cuando a la salida visitábamos la tienda de regalos. La tienda de regalos era el paso previo a la comida y la posibilidad de gastar su asignación en algún souvenir. Les gustaban infinitamente más las reproducciones que las obras de arte en sí. De pronto, sus miradas mortecinas cobraban vida y recorrían nerviosos de un lado a otro las tiendas tocándolo todo y buscando algo barato que comprarse. Sólo en el Museo de Historia Natural se rindieron ante lo que ofrecían las vitrinas. Los estoy viendo extasiados, como estuvimos nosotros la primera vez que visitamos Nueva York, como estuvo el alumno Salinger que cruzaba el parque con sus compañeros y su maestra para ver una vez y otra y otra esas escenas misteriosas de la vida primitiva de las tribus o esas otras de animales salvajes que parecen haber sido alcanzados por un rayo paralizador en un momento de máxima acción, de furia, de caza, que el oficio de los viejos taxidermistas convirtió en eterno.

Si se le pregunta ahora a Antonio sobre aquellos días de agotadora actividad museística, dirá: «De algo habrá servido; eso es como el ejercicio, el cuerpo tiene memoria y la mente también.» Si se les pregunta a ellos ahora, dirán: «Nos sirvió, claro que nos sirvió.» ¿Y si me lo preguntan a mí o si me lo pregunto yo misma? No sabría qué decir. No sé si tiene alguna relación el respeto y el interés que de hecho hoy sienten hacia el arte, o incluso el agradecimiento a quien con tanta generosidad les resumió aquello que sabía, de cada cuadro, de cada escultura, de cada edificio, con la manera agotadora en que todo eso se les mostraba.

«Yo soy como Settembrini —dice Antonio recordando al gran personaje de
La montaña mágica
—, un pedagogo.» Un firme creyente en los beneficios de la enseñanza, sí. Como Settembrini. Viendo cómo son ahora los chicos que se hicieron hombres sería lógico afirmar que aquellas lecciones paternas dieron su fruto; aunque yo tiendo a recordar sin nostalgia ni tentaciones de embellecimiento del pasado y lo estoy viendo como eran entonces: niños a punto de dejar de serlo, empecinadamente adolescentes, con caras de sueño, aburrimiento, hartazgo, seriedad repentina o alegría indisimulada ante los placeres simples de la vida, comer, comentar por lo bajo, dormir lo indecible o burlarse de nosotros. Si el futuro los moldeó como las personas interesantes y curiosas que son hoy no sabría decir qué porcentaje corresponde a la pedagogía y qué porcentaje a la casualidad.

He devorado la biografía de Salinger escrita por Kenneth Slawenski. Sé que peca de adorar al biografiado. Lo he percibido al leerla y lo he leído en las reseñas que se han hecho en los suplementos culturales americanos, familiarizados, aunque sólo sea por proximidad cultural, con el escritor. Sé que la adoración de Slawenski hacia el escritor es tal que rehúye todo aquello que en vida pudiera molestarle, que era mucho, y a veces da la impresión de que un Salinger fantasmal hubiera estado susurrándole en el hombro para que no abordara en profundidad todas las rarezas que le marcaron la vida. La lectora española que hay en mí se siente satisfecha con el detallado seguimiento que de la vida del autor hace el biógrafo, sobre todo de lo relativo a la segunda guerra mundial; pero la lectora americana que hay también en mí, la que ha ido haciendo acto de presencia en los últimos años, no puede evitar echar en falta la honestidad intelectual con la que un biógrafo debe meter la nariz en los terrenos incómodos.

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