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Authors: Elvira Lindo

Tags: #Otros, #Viajes

Lugares que no quiero compartir con nadie (22 page)

BOOK: Lugares que no quiero compartir con nadie
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Hay una parte de la literatura que se torna cursi cuando uno la vincula al recuerdo, sobre todo, al relacionarla con épocas de crecimiento o con momentos que, vistos con perspectiva, nos parecen pequeñas o grandes epifanías. En la música esa identificación con uno mismo es inmediata. Gusta más lo que se recuerda y ese recuerdo está ligado a episodios concretos. Y si tenemos claro que en la música la relación con lo sentimentaloide o lo cursi es habitual, por qué no admitir que sucede también en la experiencia literaria. De eso hablábamos aquella mañana cuando el profesor Maurer conducía el coche de la casa de Alcott a la cabaña de Paul Theroux, al lado del lago Walden. La conversación había desembocado, como era natural, en Federico García Lorca, porque Maurer es uno de los más finos estudiosos del poeta, el traductor de
Poeta en Nueva York
y el editor de toda la correspondencia lorquiana. Además de ser un erudito generoso, al que no le molesta compartir el fruto de tantos años de estudio.

Yo también le contaba, claro. Le contaba, sobre todo, para no abrumarle a preguntas. En un mundo en el que se pregunta tan poco por el trabajo ajeno, resulta a veces extraño que alguien mire fijamente a los ojos y muestre abiertamente curiosidad. Por fortuna, Maurer parecía disfrutar con su narración y me hizo pasar una mañana feliz mirando por la ventanilla los paisajes frondosos de los alrededores de Boston y escuchando sus consideraciones literarias, tan alejadas de la antipática jerga académica.

Yo le contaba, por ejemplo, que entre los libros frustrados sobre mis santos literarios que he planeado en esta vida (Capote, Chéjov) se encontraba también aquel dedicado a Lorca para jóvenes. Hace unos años recibí un encargo para abordarlo tal y como yo quisiera y ese compromiso verbal me sirvió para empaparme de la vida y obra del poeta durante un año, hasta no leer casi otra cosa; pero dejando a un lado el placer que me provocó esta inmersión lorquiana no escribí jamás aquel libro que ya creía tener completo en la cabeza. En parte por miedo a que los expertos lorquianos, tan celosos con su Federico, no aceptaran la visión de una advenediza.

Le conté a Maurer que tenía pensado comenzar la historia en Riverside Drive, cerca de Columbia, donde se hospedó y estudió (no mucho) García Lorca en el año 29, y donde luego, en el triste exilio que dejó atrás un hijo y un yerno asesinados, desembarcó la familia: de los padres, don Federico y doña Vicenta, a los hermanos del poeta, además de los sobrinos que nacieron en España, de los que fueron naciendo en Nueva York, y de don Fernando de los Ríos y doña Gloria. Toda una saga española viviendo en las cercanías de la Universidad de Columbia y de Barnard College donde se ganaron la vida dando clase de literatura y lengua españolas unas y otros.

Maurer dice: «Es cierto, todo empezó ahí, en Riverside Drive.» Ahí está la estancia en Nueva York de la que nacería el libro más complejo del poeta. De allí saldrían numerosas cartas que Maurer editó en las que el mal estudiante Federico aseguraba a sus padres estar estudiando mucho inglés, aunque al parecer fue un mero coleccionista de palabras; haber visto a banqueros precipitándose al vacío desde las altas ventanas de los rascacielos por la ruina del veintinueve o perderse en el metro y aparecer en el barrio chino en el que probó la delicadeza de la comida asiática. El Federico embusterillo que pretendía agradar a unos padres no muy seguros de que pudiera labrarse un futuro como poeta; el que emplea el tono algo inocente que uno adopta para tranquilizar a la familia y el vital, el alegre, el entusiasta que jamás habla de sus horas de tormento.

Ahí, en el Riverside Park, salía don Federico cada tarde a fumarse su puro dándole vueltas, una y otra y otra vez, a por qué se empeñó en que su hijo no emprendiera ese viaje a México que le hubiera salvado de la muerte. Barrio del ilustre exilio del que poco se ha novelado, aunque sea inevitable imaginar una novela que comience con doña Vicenta absorta en su labor de costura, viviendo a dos pasos del dormitorio de la universidad donde su hijo asesinado había pernoctado quince años antes y se había matriculado en un curso de inglés al que casi no debió asistir. De su paso por el campus nos queda esa foto en la que aparece trajeado con unos audaces pantalones bombachos, sentado al pie de una enorme bola de pórfido que años después sería partida en dos por un rayo.

Quién le hubiera dicho a Federico que unos años después aquél sería el barrio de sus padres y que su padre jamás volvería a España. Quién le hubiera dicho a don Federico o a doña Vicenta que aquella ciudad lejana desde la que escribía su hijo sería el lugar en donde tendrían que llorarle.

Fue en aquel mi viaje lorquiano a Nueva York hace ya una década cuando visitamos la tumba de don Federico en el cementerio Gates of Heaven. Nos acompañaron su nieta Isabel García Lorca, que vivía aún en la ciudad, y su entonces marido John Heally. Isabel dejó unas flores al pie de la lápida en la que su nombre grabado en la piedra, de tan contundente raigambre española, nos impresionó a nosotros como si estuviéramos visitando la tumba de un familiar del que no nos hubiéramos acordado en mucho tiempo.

Todo empezó y terminó en Riverside, el barrio en el que ahora me refugio la mitad del año y donde a veces, paseando por el parque donde fumaba don Francisco o por el parque del campus en el que se encuentra la base de la bola partida por el rayo, honro a los muertos dejando que ocupen mi mente durante un rato.

Pero procuro que lo cursi, ese peligro que tan agudamente señalaba el profesor Maurer, no haga fracasar un recuerdo noble. Me gusta disfrutar de la ciudad y sus fantasmas, pero hago un esfuerzo por conceder a los fantasmas todo el protagonismo y no al hecho de que yo esté viviendo en el mismo sitio en el que confluyen historias tan significativas.

The Master
, la novela, sigue abierta por la misma página. La lectora de
Brooklyn
se ha esfumado y yo salgo del tren de mis pensamientos sobresaltada, porque las puertas se han abierto en Times Square y sólo he reparado en ello cuando he visto que la mayoría de los pasajeros se bajan aquí, en el núcleo de tantos transbordos. Por suerte, me da tiempo a salir y maldigo mi tozudo despiste mientras camino hacia el andén de la línea 1.

Esta mañana salíamos del Gramercy Tavern, el restaurante que aparece todos los años en la guía Zagat como uno de los favoritos de los neoyorquinos y que yo votaría también si pudiera. Razones, a los neoyorquinos y a mí, no nos faltan: se come bien, es precioso, decorado en maderas nobles y adornado con los arreglos florales ¡más espectaculares de la ciudad!

Al pasar del gélido aire acondicionado a la sauna callejera le he dicho a Antonio: «Escúchame esto que digo: nunca, nunca, nunca en mi vida he sentido tanto calor. Prefiero el invierno.» Y me ha dicho: «Te lo recordaré, te lo recordaré el próximo invierno.» Me lo recordará. Esto es como salir de una sauna y no encontrar alivio en el exterior. Todo es ardiente, incluso el aire que de vez en cuando debiera aliviarte en las esquinas. La información meteorológica, tan visitada y requerida por unos habitantes que saben que el clima es fluctuante y tramposo, anunció ayer una ola de calor extrema que no se producía desde 1957: unos 39 grados aumentados por un agotador nivel de humedad. La ropa se moja, se pega al cuerpo y lo que podría ser un alivio, entrar en un restaurante, acaba convirtiéndose, al menos para mí, en una tortura, porque el sudor se enfría bruscamente con el brutal aire acondicionado, provoca escalofríos, mareos y, en ocasiones, dolor de garganta y de cabeza. Prefiero el frío. En el apartamento no tenemos aire acondicionado. O sí lo tenemos, en el sótano, pero deberíamos llamar al súper del edificio para que enganchara las máquinas a las ventanas y es un lío. Luego hay que volver a llamarlo en cuanto empieza el otoño porque esos viejos aparatos acoplados en los alféizares de las ventanas se ajustan gracias a unas persianillas de metacrilato por las que entra el aire frío. No cabe la posibilidad de empotrar unas máquinas más modernas: habría que pedir permiso al edificio. Otro lío. Lo dicho, en esta ciudad de parches hay que atenerse a lo que hay.

Hemos descubierto el ventilador del techo. Cuando llegamos estaba ahí, grande y amenazante, encima de la cama. Siempre habíamos temido que si le exigíamos demasiada velocidad acabaría descolgándose y seccionándonos las extremidades mientras dormíamos. Pero la temperatura nos ha obligado a correr el riesgo y ahora dormimos con el runrún de su aleteo. No hay manera de salir de este calor. Por la noche, las temperaturas se mantienen casi al mismo nivel y andamos por la casa como personajes de las obras agobiantes de Tennessee Williams, aunque expresamos de manera menos poética nuestros tormentos.

Con la esperanza de hallar un consuelo a esta tortura salimos cuando el sol se ha marchado y tomamos el metro hasta la calle 14 para rumiar nuestra desesperación por el Highline. El Highline es un parque diseñado sobre lo que fueron las vías del tren elevado de Nueva York, que comenzó a funcionar en los años treinta para evitarles a los ciudadanos de la isla el peligro y la molestia de los trenes de carga. Dejó de funcionar en los años ochenta, pero los vecinos lucharon porque la estructura del tren elevado no se demoliera.

Creo que es la intervención más poética que he visto de una zona en desuso. Los diseñadores mantuvieron las antiguas vías y sembraron a un lado y a otro plantas que parecen salvajes, con el intento de que recuerden a la naturaleza que invade y crece espontáneamente entre el acero cuando un tramo de raíles deja de soportar el paso de los trenes. Hemos visto nacer este parque elevado en 2009, y ahora, queremos pasear por la zona que han ampliado. El inicio está en la pequeña calle Gansevoort, donde aún se puede ver el letrero del desaparecido Café Florent, y acaba en la calle 30. Cuando subimos por las escaleras de acceso al Highline nos encontramos con un espectáculo curioso: un grupo de personas han instalado allí sus telescopios y con bebidas y bocadillos, como si hubieran acudido a un espectáculo, esperan la aparición de una estrella. Es un espectáculo. Como lo es toda esa gente que está tumbada en las hamacas de madera mirando al cielo, como lo son los que se mojan los pies en una especie de pediluvio que alivia del calor, o todos esos paseantes que sin alzar la voz van caminando por este parque estrecho abrigado por juncos y florecillas campestres. Nada perturba, no hay bicis, que alteran la tranquilidad del paseante, ni perros, ni niños porque no son horas, no hay espacio por el que puedan discurrir los corredores, ni espacio para el patinaje, ni para las cien mil extravagantes formas de quemar energía que tienen los neoyorquinos. Los coches quedan por debajo de nuestros pies. Sólo hay un pasaje tan estrecho o tan ancho como para que hace treinta años circulara un tren haciendo temblar violentamente esta sólida estructura de acero, y no hay más remedio que andar a paso lento, guardando una respetuosa distancia del que va por delante, sin pretensiones de adelantarlo. Nos sumimos en una especie de paseo onírico, elevados como estamos del asfalto, protegidos, a un lado y a otro, por plantas que parecen haber estado ahí desde siempre, desde antes de que el Ayuntamiento y la asociación de amigos del viejo Highline se pusieran a la tarea de recaudar fondos para construir algo hermoso sobre las ruinas industriales.

La maravilla, después de todo, es que este extraño parque haya conseguido atraer a los paseantes a un lugar donde ni pueden comprar ni pueden hacer deporte. Se trata de un espacio de paseo lento y de meditación, en el que las horas más asombrosas son las del atardecer, por algo estamos de cara al oeste, y la noche, porque caminamos sobre una ciudad vestida de luces y andamos por un camino iluminado sutilmente para no alterar la paz que se respira. Nunca un parque tan reciente cosechó tanto entusiasmo. De la mañana a la noche, de los ejecutivos que toman el sándwich y un respiro a mediodía al recreo nocturno de los astrónomos aficionados el Highline es usado y paseado a todas horas. En invierno se respira el frío helador del Hudson y en verano, como ahora, hay una sensualidad cremosa que unta los cuerpos y abrillanta las caras. La belleza de la ciudad se ha inclinado hacia el oeste haciendo posible caminar de norte a sur de la isla siguiendo el curso del río o incluso optando un buen rato por este paseo volante que permite mirar la ciudad con aquella perspectiva antigua que teníamos de niños cuando en feria nos subían al coche de una noria.

BOOK: Lugares que no quiero compartir con nadie
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