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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

Los tres mosqueteros (86 page)

BOOK: Los tres mosqueteros
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—Ya os he contado los acontecimientos, tenéis buena memoria, repetid las cosas tal como os las he dicho, un papel se pierde.

—Tenéis razón; basta con saber dónde encontraros, para que no vaya a recorrer inútilmente por los alrededores.

—Es cierto, esperad.

—¿Tenéis un mapa?

—¡Oh! Conozco esta región de maravilla.

—¿Vos? ¿Cuándo habéis venido aquí?

—Fui criada aquí.

—¿De verdad?

—Siempre sirve de algo, como veis, haber sido criada en alguna parte.

—Entonces me esperáis…

—Dejadme pensar un instante; claro, mirad, en Armentières.

—¿Qué es Armentières?

—Una pequeña aldea junto al Lys; no tendré más que cruzar el río y estoy en un país extranjero.

—¡De maravilla! Pero que quede claro que no atravesaréis el río más que en caso de peligro.

—Por supuesto.

—Y en ese caso, ¿cómo sabré dónde estáis?

—¿Necesitáis a vuestro lacayo?

—No.

—¿Es un hombre seguro?

—A toda prueba.

—Dádmelo; nadie lo conoce, lo dejo en el lugar del que me voy y él os lleva adonde estoy.

—¿Y decís que me esperáis en Armentières?

—En Armentières —respondió Milady.

—Escribidme ese nombre en un trozo de papel, no vaya a ser que lo olvide; un nombre de aldea no es comprometedor, ¿no es así?

—¿Quién sabe? No importa —dijo Milady escribiendo el nombre en media hoja de papel—, me comprometo.

—¡Bien! —dijo Rochefort cogiendo de las manos de Milady el papel, que plegó y metió en el forro de su sombrero—. Por otra parte, tranquilizaos; voy a hacer como los niños, y en caso de que pierda ese papel, repetiré el nombre durante todo el camino. Y ahora, ¿eso es todo?

—Creo que sí.

—Intentaremos recordar: Buckingham, muerto o gravemente herido; vuestra conversación con el cardenal, oída por los cuatro mosqueteros; lord de Winter avisado de vuestra llegada a Portsmouth; D’Artagnan y Athos, a la Bastilla; Aramis, amante de la señora de Chevreuse; Porthos, un asno; la señora Bonacieux, vuelta a encontrar; enviaros la silla lo antes posible; poner mi lacayo a vuestra disposición; hacer de vos una víctima del cardenal para que la abadesa no sospeche; Armentières, a orillas del Lys. ¿Es eso?

—Realmente, mi querido caballero, sois un milagro de memoria. A propósito, añadid una cosa.

—¿Cuál?

—He visto bosques muy bonitos que deben lindar con el jardín del convento, decid que me está permitido pasear por esos bosques. ¿Quién sabe? Quizá tenga necesidad de salir por una puerta de atrás.

—Pensáis en todo.

—Y vos, vos olvidáis una cosa.

—¿Cuál?

—Preguntarme si necesito dinero.

—Tenéis razón, ¿cuánto queréis?

—Todo el oro que tengáis.

—Tengo aproximadamente quinientas pistolas.

—Yo tengo otro tanto; con mil pistolas se hace frente a todo; vaciad vuestros bolsillos.

—Aquí están, condesa.

—Bien, mi querido conde. ¿Cuándo partís?

—Dentro de una hora: el tiempo de tomar un bocado, durante el cual enviaré a buscar un caballo de posta.

—¡De maravilla! ¡Adiós, caballero!

—Adiós, condesa.

—Recomendadme al cardenal —dijo Milady.

—Recomendadme a Satán —replicó Rochefort.

Milady y Rochefort cambiaron una sonrisa y se separaron.

Una hora después, Rochefort partió a galope tendido en su caballo; cinco horas más tarde pasaba por Arras. Nuestros lectores ya saben cómo había sido reconocido por D’Artagnan, y cómo este reconocimiento, inspirando temores a los cuatro mosqueteros, habían dado nueva actividad a su viaje.

Capítulo LXIII
Gota de agua

A
penas había salido Rochefort, volvió a entrar la señora Bonacieux. Encontró a Milady con el rostro risueño.

—Y bien —dijo la joven— lo que vos temíais ha llegado, por tanto; esta noche o mañana el cardenal os envía a recoger.

—¿Quién os ha dicho eso, niña mía? —preguntó Milady.

—Lo he oído de la boca misma del mensajero.

—Venid a sentaros aquí a mi lado —dijo Milady.

—Ya estoy aquí.

—Esperad que me asegure de si alguien nos escucha.

—¿Por qué todas estas precauciones?

—Ahora vais a saberlo. Milady se levantó y fue a la puerta la abrió, miró en el corredor y volvió a sentarse junto a la señora Bonacieux.

—Entonces —dijo ella—, ha interpretado bien su papel.

—¿Quién?

—El que se ha presentado a la abadesa como enviado del cardenal.

—¿Era entonces un papel que representaba?

—Sí, niña mía.

—Ese hombre no es entonces…

—Ese hombre —dijo Milady bajando la voz— es mi hermano.

—¡Vuestro hermano! —exclamó la señora Bonacieux.

—Pues sí, sólo vos sabéis este secreto, niña mía; si lo confiáis a alguien, sea el que sea, estaré perdida, y quizá vos también.

—¡Oh, Dios mío!

—Escuchad, lo que pasa es esto: mi hermano, que venía en mi ayuda para sacarme de aquí a la fuerza si era preciso, se ha encontrado con el emisario del cardenal que venía a buscarme; lo ha seguido. Al llegar a un lugar del camino solitario y apartado, ha sacado la espada conminando al mensajero a entregarle los papeles de que era portador; el mensajero ha querido defenderse, mi hermano lo ha matado.

—¡Oh! —exclamó la señora Bonacieux temblando.

—Era el único medio, pensad en ello. Entonces mi hermano ha resuelto sustituir la fuerza por la astucia: ha cogido los papeles y se ha presentado aquí como el emisario mismo del cardenal, y dentro de una hora o dos, un coche debe venir a recogerme de parte de Su Eminencia.

—Comprendo; ese coche es vuestro hermano quien os lo envía.

—Exacto; pero eso no es todo: esa carta que habéis recibido y que creéis de la señora de Chevreuse…

—¿Qué?

—Es falsa.

—¿Cómo?

—Sí, falsa: es una trampa para que no hagáis resistencia cuando vengan a buscaros.

—Pero si vendrá D’Artagnan.

—Desengañaos, D’Artagnan y sus amigos están retenidos en al asedio de La Rochelle.

—¿Cómo sabéis eso?

—Mi hermano ha encontrado a los emisarios del cardenal con traje de mosqueteros. Os habrían llamado a la puerta, vos habríais creído que se trataba de amigos os raptaban y os llevaban a París.

—¡Oh, Dios mío! Mi cabeza se pierde en medio de este caos de iniquidades. Siento que si esto durase —continuó la señora Bonacieux llevando sus manos a su frente— me volvería loca.

—Esperad.

—¿Qué?

—Oigo el paso de un caballo, es el de mi hermano que se marcha; quiero decirle el último adiós, venid.

Milady abrió la ventana e hizo señas a la señora Bonacieux de reunirse con ella. La joven fue allí.

Rochefort pasaba al galope.

—¡Adiós, hermano! —exclamó Milady.

El caballero alzó la cabeza, vio a las dos jóvenes y, mientras seguía corriendo, hizo a Milady una seña amistosa con la mano.

—¡Este buen Georges! —dijo ella volviendo a cerrar la ventana con una expresión de rostro llena de afecto y melancolía.

Y volvió a sentarse en su sitio, como si se sumiera en reflexiones completamente personales.

—Querida señora —dijo la señora Bonacieux—, perdón por interrumpiros, pero ¿qué me aconsejáis hacer? ¡Dios mío! Vos tenéis más experiencia que yo; hablad, os escucho.

—En primer lugar —dijo Milady—, puede que yo me equivoque y que D’Artagnan y sus amigos vengan realmente en vuestra ayuda.

—¡Oh, hubiera sido demasiado hermoso! —exclamó la señora Bonacieux—. Y tanta felicidad no está hecha para mí.

—Entonces, atended; será simplemente una cuestión de tiempo, una especie de carrera para saber quién llegará primero. Si son vuestros amigos los que los aventajan en rapidez, estaréis salvada; si son los satélites del cardenal, estaréis perdida.

—¡Oh sí, perdida sin remisión! ¿Qué hacer entonces? ¿Qué hacer?

—Habría un medio muy simple, muy natural…

—¿Cuál? Decid.

—Sería esperar oculta en los alrededores y aseguraros de quiénes son los hombres que vienen a buscaros.

—Pero ¿dónde esperar?

—¡Oh, eso sí que no es un problema! Yo misma me detendré y me ocultaré a algunas leguas de aquí, a la espera de que mi hermano venga a reunirse conmigo; pues bien, os llevo conmigo, nos escondemos y esperamos juntas.

—Pero no me dejarán partir, aquí estoy casi prisionera.

—Como creen que yo me marcho por orden del cardenal, no creerán que estéis deseosa de seguirme.

—¿Y?

—Pues lo siguiente: el coche está en la puerta, vos me despedís, subís al estribo para estrecharme en vuestros brazos por última vez; el criado de mi hermano que viene a recogerme está avisado, hace una señal al postillón y partimos al galope.

—Pero D’Artagnan, D’Artagnan, ¿sí viene?

—¿No hemos de saberlo?

—¿Cómo?

—Nada más fácil. Hacemos regresar a Béthune a ese criado de mi hermano, del cual, ya os lo he dicho, podemos fiarnos; se disfraza y se aloja frente al convento; si son los emisarios del cardenal los que vienen, no se mueve; si es el señor D’Artagnan y sus amigos, los lleva adonde estamos nosotras.

—Entonces, ¿los conoce?

—Claro, ha visto al señor D’Artagnan en mi casa.

—¡Oh, sí, sí, tenéis razón! De esta forma todo va de la mejor manera posible; pero no nos alejemos de aquí.

—A siete a ocho leguas todo lo más, nos situamos junto a la frontera, por ejemplo, y a la primera alerta, salimos de Francia.

—Y hasta entonces, ¿qué hacer?

—Esperar.

—Pero ¿y si llegan?

—El coche de mi hermano llegará antes que ellos.

—¿Si estoy lejos de vos cuando vengan a recogernos, comiendo o cenando, por ejemplo?

—Haced una cosa.

—¿Cuál?

—Decid a vuestra buena superiora que para dejarnos lo menos posible le pedís permiso de compartir mi comida.

—¿Lo permitirá?

—¿Qué inconveniente hay en eso?

—¡Oh, muy bien de esta forma no nos dejaremos un instante!

—Pues bien, bajad a su cuarto para hacerle saber vuestra petición; siento mi cabeza pesada, voy a dar una vuelta por el jardín.

—Id, pero ¿dónde os volveré a encontrar?

—Aquí, dentro de una hora.

—Aquí, dentro de una hora. ¡Oh, cuán buena sois! Os lo agradezco. ¿Cómo no interesarme de vos? Aunque no fuerais hermosa y encanta ora, ¿no sois la amiga de uno de mis mejores amigos?

—Querido D’Artagnan. ¡Oh, cómo os lo agradecerá!

—Eso espero. Vamos, todo está convenido, bajemos.

—¿Vais al jardín?

—Sí.

—Seguid este corredor, una escalerita os conduce allí.

—¡De maravilla! ¡Gracias!

Y las dos mujeres se separaron cambiando una encantadora sonrisa. Milady había dicho la verdad, tenía la cabeza pesada porque sus proyectos mal clasificados entrechocaban como en un caos. Necesitaba estar sola para poner un poco de orden en sus pensamientos. Veía vagamente en el futuro; pero le hacía falta un poco de silencio y de quietud para dar a todas sus ideas, aún confusas, una forma nítida, un plan fijo.

Lo más acuciante era raptar a la señora Bonacieux, ponerla en lugar seguro y allí, llegado el caso, hacer de ella un rehén. Milady comenzaba a temer el resultado de aquel duelo terrible en que sus enemigos ponían tanta perseverancia como ella encarnizamiento.

Por otra parte, sentía, como se siente venir una tormenta, que aquel resultado estaba cercano y no podía dejar de ser terrible.

Lo principal para ella, como hemos dicho, era por tanto tener en sus manos a la señora Bonacieux. La señora Bonacieux era la vida de D’Artagnan; era más que su vida, era la de la mujer que él amaba; era, en caso de mala suerte, un medio de tratar y obtener con toda seguridad buenas condiciones.

Ahora bien, este punto estaba fijado: la señora Bonacieux, sin desconfianza, la seguía; una vez oculta con ella en Armentières, era fácil hacerle creer que D’Artagnan no había venido a Béthune. Dentro de quince días como máximo, Rochefort estaría de vuelta; durante esos quince días, por otra parte, pensaría sobre lo que tenía que hacer para vengarse de los cuatro amigos. No se aburriría, gracias a Dios, porque tendría el pasatiempo más dulce que los sucesos pueden conceder a una mujer de su carácter: una buena venganza que perfeccionar.

Al tiempo que pensaba, ponía los ojos a su alrededor y clasificaba en su cabeza la topografía del jardín. Milady era como un general que prevé juntas la victoria y la derrota, y que está preparado, según las alternativas de la batalla, para ir hacia adelante o batirse en retirada.

Al cabo de una hora oyó una voz dulce que la llamaba: era la señora Bonacieux. La buena abadesa había consentido naturalmente en todo y, para empezar, iban a cenar juntas.

—Al llegar al patio, oyeron el ruido de un coche que se detenía en la puerta.

—¿Oís? —dijo ella.

—Sí, el rodar de un coche.

—Es el que mi hermano nos envía.

—¡Oh, Dios mío!

—¡Vamos, valor!

Llamaron a la puerta del convento, Milady no se había engañado.

—Subid a vuestra habitación —le dijo a la señora Bonacieux—, tendréis algunas joyas que desearéis llevaros.

—Tengo sus cartas —dijo ella.

—Pues bien, id a buscarlas y venid a reuniros conmigo a mi cuarto, cenaremos de prisa; quizá viajemos una parte de la noche, hay que tomar fuerzas.

—¡Gran Dios! —dijo la señora Bonacieux llevándose la mano al pecho—. El corazón me ahoga, no puedo caminar.

—¡Valor, vamos, valor! Pensad que dentro de un cuarto de hora estaréis salvada, y pensad que lo que vais a hacer, lo hacéis por él.

—¡Oh sí, todo por él! Me habéis devuelto mi valor con una sola palabra; id, yo me reuniré con vos.

Milady subió rápidamente a su cuarto, encontró allí al lacayo de Rochefort y le dio sus instrucciones.

Debía esperar a la puerta; si por casualidad aparecían los mosqueteros, el coche partía al galope, daba la vuelta al convento e iba a esperar a Milady a una pequeña aldea situada al otro lado del bosque. En este caso, Milady cruzaba el jardín y ganaba la aldea a pie; ya lo había dicho, Milady conocía de maravilla esta parte de Francia.

Si los mosqueteros no aparecían, las cosas marcharían como estaba convenido: la señora Bonacieux subía al coche so pretexto de decirle adiós y Milady raptaba a la señora Bonacieux.

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