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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

Los tres mosqueteros (83 page)

BOOK: Los tres mosqueteros
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De pronto se estremeció, su mirada se fijó en un punto del mar, que desde la terraza en que se encontraba se dominaba completamente; con aquella mirada de águila de marino había reconocido, allí donde otro no hubiera visto más que una gaviota balanceándose sobre las olas, la vela de la balandra que se dirigía a las costas de Francia.

Palideció, se llevó la mano al corazón, que se rompía, y comprendió toda la traición.

—Una última gracia, milord —le dijo al barón.

—¿Cuál? —preguntó éste.

—¿Qué hora es?

El barón sacó su reloj.

—Las nueve menos diez —dijo.

Milady había adelantado su partida una hora y media; desde que oyó el cañonazo que anunciaba el fatal suceso, había dado la orden de levar el ancla.

El barco bogaba bajo un cielo azul a gran distancia de la costa.

—Dios lo ha querido —dijo Felton con la resignación del fanático, pero sin poder, sin embargo, separar los ojos de aquel esquife a bordo del cual creía sin duda distinguir el blanco fantasma de aquella a quien su vida iba a ser sacrificada.

De Winter siguió su mirada, interrogó su sufrimiento y adivinó todo.

—Sé castigado solo primero, miserable —dijo lord de Winter a Felton, que se dejaba arrastrar con los ojos vueltos hacia el mar—; pero lo juro, por la memoria de mi hermano a quien tanto amé, que tu cómplice no se ha salvado.

Felton bajó la cabeza sin pronunciar una palabra.

En cuanto a de Winter, bajó rápidamente la escalera y se dirigió al puerto.

Capítulo LX
En Francia

E
l primer temor del rey de Inglaterra, Carlos I, al enterarse de esta muerte, fue que una noticia terrible desalentase a los rochelleses; trató, dice Richelieu en sus
Memorias
, de ocultársela el mayor tiempo posible, haciendo cerrar los puertos por todo su reino y teniendo especial cuidado de que ningún bajel saliese hasta que el ejército que Buckingham aprestaba hubiera partido, encargándose él mismo, a falta de Buckingham, de supervisar la marcha.

Llevó incluso la severidad de esta orden hasta mantener en Inglaterra al embajador de Dinamarca, que se había despedido, y al embajador ordinario de Holanda, que debía llevar al puerto de Flessingue los navíos de Indias que Carlos I había hecho devolver a las Provincias Unidas.

Mas como pensó dar esta orden sólo cinco horas después del suceso, es decir, a las dos de la tarde, ya habían salido del puerto dos navíos: el uno llevando, como sabemos, a Milady, la cual, sospechando ya el acontecimiento, fue confirmada en su creencia al ver el pabellón negro desplegarse en el mástil del bajel almirante.

En cuanto al segundo navío, más tarde diremos a quién llevaba y cómo partió.

Durante este tiempo, por lo demás, nada nuevo en el campo de La Rochelle; sólo el rey, que se aburría mucho, como siempre, pero quizá aún un poco más en el campamento que en otra parte, resolvió ir de incógnito a pasar las fiestas de San Luis a Saint-Germain, y pidió al cardenal hacerle preparar una escolta de veinte mosqueteros solamente. El cardenal, a quien a veces ganaba el aburrimiento del rey, concedió con gran placer aquel permiso a su real lugarteniente, que prometió estar de regreso hacia el 15 de septiembre.

El señor de Tréville avisado por Su Eminencia, hizo su maletín de grupa, y como, sin saber el motivo, conocía el vivo deseo e incluso la imperiosa necesidad que sus amigos tenían de volver a París, los designó, por supuesto, para formar parte de la escolta.

Los cuatro jóvenes supieron la noticia un cuarto de hora después que el señor de Tréville, porque fueron los primeros a quienes se la comunicó. Fue entonces cuando D’Artagnan apreció el favor que le había otorgado el cardenal al hacerle formar parte por fin de los mosqueteros: sin esta circunstancia, se habría visto obligado a permanecer en el campamento mientras sus compañeros partían.

Más tarde se verá que esta impaciencia de dirigirse a París tenía por causa el peligro que debía correr la señora Bonacieux al encontrarse en el convento de Béthune con Milady, su enemiga mortal. Por eso, como hemos dicho, Aramis había escrito inmediatamente a Marie Michon, aquella costurera de Tours que tan buenos conocimientos tenía, para que obtuviese que la reina diese autorización a la señora Bonacieux de salir del convento y retirarse bien a Lorraine, bien a Bélgica. La respuesta no se había hecho esperar, y ocho o diez días después, Aramis había recibido esta carta:

Mi querido primo:

Aquí va la autorización de mi hermana para retirar a nuestra pequeña criada del convento de Béthune, cuyo aire vos pensáis que es malo para ella. Mi hermana os envía esta autorización con gran placer, porque quiere mucho a esa muchacha, a la que se reserva serle útil más tarde.

Os abrazo,

M
ARIE
M
ICHON
.

A esta carta iba unida una autorización así concebida:

La superiora del convento de Béthune entregará a la persona que le entregue este billete la novicia que entró en su convento bajo mi recomendación y patronazgo.

En el Louvre, el 10 de agosto de 1628.

A
NNE
.

Como se comprenderá, estas relaciones de parentesco entre Aramis y una costurera que llamaba a la reina hermana suya habían amenizado la cháchara de los jóvenes; pero Aramis, después de haberse ruborizado dos o tres veces hasta el blanco de los ojos ante las gruesas bromas de Porthos, había rogado a sus amigos que no volvieran a tocar el tema, declarando que si se le volvía a decir una sola palabra, no imploraría más a su prima como intermediaria en este tipo de asuntos.

No volvió, pues, a tratarse de Marie Michon entre los cuatro mosqueteros, que, por otra parte, teman lo que querían: la orden de sacar a la señora Bonacieux del convento de las Carmelitas de Béthune. Es cierto que esta orden no les serviría de gran cosa mientras estuvieran en el campamento de La Rochelle, es decir, en la otra esquina de Francia; por eso D’Artagnan iba a pedir un permiso al señor de Tréville, confiándole buenamente la importancia de su partida, cuando le fue transmitida esta buena nueva tanto a él como a sus tres compañeros: que el rey iba a partir para París con una escolta de veinte mosqueteros, y que ellos formaban parte de la escolta.

La alegría fue grande. Enviaron a los criados por delante con los equipajes, y partieron el 16 por la mañana.

El cardenal condujo a Su Majestad de Surgères a Mauzé, y allí el rey y su ministro se despidieron uno de otro con grandes demostraciones de amistad.

Sin embargo, el rey, que buscaba distracción, aunque caminando lo más deprisa que le era posible, porque deseaba llagar a París para el 23, se detenía de vez en cuando para cazar la picaza, pasatiempo cuyo gusto le fuera inspirado antaño por De Luynes, y por el que siempre había conservado gran predilección. De los veinte mosqueteros, dieciséis, cuando eso ocurría, se alegraban del descanso; pero otros cuatro maldecían cuanto podían. D’Artagnan, sobre todo, tenía zumbidos perpetuos en las orejas, cosa que Porthos explicaba así:

—Una gran dama me enseñó que eso quiere decir que se habla de vos en alguna parte.

Finalmente, la escolta cruzó París el 23 por la noche; el rey dio las gracias al señor de Tréville, y le permitió distribuir permisos por cuatro días, a condición de que ninguno de los favorecidos apareciese en algún lugar público, so pena de la Bastilla.

Los cuatro primeros permisos otorgados, como se supondrá, fueron para nuestros cuatro amigos. Es más, Athos obtuvo del señor de Tréville seis días en lugar de cuatro e hizo añadir a estos seis días dos noches de más, porque partieron el 24, a las cinco de la mañana, y, por complacencia aún, el señor de Tréville posdató el permiso hasta el 25 por la mañana.

—Dios mío —decía D’Artagnan, que como se sabe nunca dudaba de nada—, me parece que ponemos muchas pegas a una cosa bien simple: en dos días, y reventando dos o tres caballos (poco me importa: tengo dinero), estoy en Béthume, entrego la carta de la reina a la superiora, y dejo al querido tesoro que voy a buscar no en Lorraine, tampoco en Bélgica, sino en París, donde estará mejor oculto, sobre todo mientras el señor cardenal esté en La Rochelle. Luego, una vez de retorno a la campaña, mitad por la protección de su prima, mitad por el favor de lo que personalmente hemos hecho por ella, obtendremos de la reina cuanto queramos. Quedaos, pues, aquí, no os agotéis de fatiga inútilmente: yo y Planchet, es todo cuanto se necesita para una expedición tan simple.

A lo cual Athos respondió tranquilamente.

—También nosotros tenemos dinero; porque aún no he bebido completamente el resto del diamante, y Porthos y Aramis no se lo han comido todo. Reventaremos, por tanto, cuatro caballos mejor que uno. Mas pensad, D’Artagnan —dijo con una voz tan sombría que su acento dio escalofríos al joven—, pensad que Béthune es una villa donde el cardenal ha citado a una mujer que por doquiera que va lleva la desgracia consigo. Si no tuvierais que habéroslas más que con cuatro hombres, D’Artagnan, os dejaría ir solo; tenéis que habéroslas con esa mujer, vayamos los cuatro, y pliega al cielo que con nuestros cuatro criados seamos en número suficiente.

—Me asustáis, Athos —exclamó D’Artagnan—. ¿Qué teméis, pues, Dios mío?

—¡Todo! —respondió Athos.

D’Artagnan examinó los rostros de sus compañeros, que, como el de Athos, llevaban la huella de una inquietud profunda, y continuaron camino al mayor trote que podían los caballos, pero sin añadir una sola palabra.

El 25 por la noche, cuando entraban en Arras, y cuando D’Artagnan acababa de echar pie a tierra en el albergue de la Herse d’Or para beber un vaso de vino un caballero salió del patio de la posta, donde acababa de hacer el relevo tomando a todo galope, y con un caballo fresco, el camino de París. En el momento en que pasaba del portalón a la calle, el viento entreabrió la capa en que estaba envuelto, aunque fuese el mes de agosto, y se llevó su sombrero, que el viajero retuvo con su mano en el momento en que ya había abandonado su cabeza, y lo hundió rápidamente hasta los ojos.

D’Artagnan, que tenía fijos los ojos sobre aquel hombre, palideció y dejó caer su vaso.

—¿Qué os ocurre, señor?… —dijo Planchet—. ¡Eh, eh! Acudid, señores, que mi amo se encuentra mal.

Los tres amigos acudieron y encontraron a D’Artagnan que, en lugar de encontrarse mal, corría hacia su caballo. Lo detuvieron en el umbral.

—¡Eh! ¿Dónde diablos vas? —le gritó Athos.

—¡Es él! —exclamó D’Artagnan, pálido de cólera y con el sudor sobre la frente—. ¡Es él! ¡Dejadme que le siga!

—Pero él, ¿quién? —preguntó Athos.

—El, ese hombre.

—¿Qué hombre?

—Ese hombre maldito, mi genio malo, a quien he visto siempre cuando estaba amenazado por alguna desgracia; el que acompañaba a la horrible mujer cuando la encontré por primera vez, aquel a quien buscaba cuando provoqué a Athos, aquél a quien vi la mañana del día en que la señora Bonacieux fue raptada. ¡El hombre de Meung! ¡Lo he visto, es él! ¡Lo he reconocido cuando el viento ha entreabierto su capa!

—¡Diablos! —dijo Athos pensativo.

—A caballo, señores, a caballo, persigámoslo y lo alcanzaremos.

—Querido —dijo Aramis—, pensad que él va hacia el lado opuesto al que nosotros vamos; que tiene un caballo fresco y que nuestros caballos están fatigados; que, por consiguiente, reventaremos nuestros caballos sin tener siquiera la posibilidad de alcanzarlo. Dejemos al hombre, D’Artagnan, salvemos a la mujer.

—¡Eh, señor! —gritó un mozo de cuadra corriendo tras el desconocido—. ¡Eh, señor, se os ha caído del sombrero este papel! ¡Eh, señor, eh!

—Amigo —dijo D’Artagnan—, media pistola por ese papel.

—Con mucho gusto, señor; aquí lo tenéis.

El mozo de cuadra, encantado del buen día que había hecho, regresó al patio del hostal; D’Artagnan desplegó el papel.

—¿Y bien? —preguntaron sus amigos rodeándolo.

—¡Nada más que una palabra! —dijo D’Artagnan.

—Sí —dijo Aramis—, pero ese nombre es un nombre de villa o de aldea.

—Armentières —leyó Porthos—. Armentières, no conozco eso.

—¡Y ese nombre de villa o de aldea está escrito de su mano! —exclamó Athos.

—Vamos, vamos, guardemos cuidadosamente este papel —dijo D’Artagnan—, quizá no haya perdido mi última pistola. A caballo, amigos míos, a caballo.

Y los cuatro compañeros se lanzaron al galope por la ruta de Béthune.

Capítulo LXI
El convento de las Carmelitas de Béthune

L
os grandes criminales llevan con ellos una especie de predestinación que los hace superar todos los obstáculos, que los hace escapar de todos los peligros, hasta el momento en que la Providencia, cansada, ha marcado por escollo de su fortuna impía.

Así ocurría con Milady; pasó a través de los cruceros de las dos naciones, y arribó a Boulogne sin ningún accidente.

Y si al desembarcar en Portsmouth Milady era una inglesa a quienes las persecuciones de Francia echaban de La Rochelle, al desembarcar en Boulogne, tras dos días de travesía, se hizo pasar por una francesa a quien los ingleses molestaban en Portsmouth, por el odio que habían concebido contra Francia.

Milady tenía por otro lado el más eficaz de los pasaportes: su belleza, su gran aspecto y la generosidad con que repartía las pistolas. Eximida de las formalidades de costumbre por la sonrisa afable y las maneras galantes de un viejo gobernador del puerto que le besó la mano, no se quedó en Boulogne más que el tiempo de poner en la posta una carta concebida en estos términos:

A Su Eminencia Monseñor el Cardenal de Richelieu, en su campamento ante La Rochelle.

Monseñor que Vuestra Eminencia se tranquilice; Su Gracia el duque de Buckingham no partirá hacia Francia.

Boulogne, 25 por la noche.

M
ILADY
***

P. S. Según los deseos de Vuestra Eminencia, me dirijo al convento de las Carmelitas de Béthune, donde esperaré sus órdenes.

Efectivamente, aquella misma noche Milady se puso en camino; la cogió la noche: se detuvo y durmió en un albergue; luego, al día siguiente, a las cinco de la mañana, partió, y tres horas después entró en Béthune.

Se hizo indicar el convento de las Carmelitas, y entró en él al punto.

La superiora vino ante ella: Milady le mostró la orden del cardenal, la abadesa le hizo dar la habitación y servir de desayunar.

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