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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

Los tres mosqueteros (35 page)

BOOK: Los tres mosqueteros
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—Porque eres un cobarde, Planchet.

—Señor, no confundamos la prudencia con la cobardía; la prudencia es una virtud.

—Y tú eres virtuoso, ¿no es así, Planchet?

—Señor, ¿no es aquello el cañón de un mosquete que brilla? ¿Y si bajáramos la cabeza?

—En verdad —murmuró D’Artagnan, a quien las recomendaciones del señor de Tréville volvían a la memoria—, en verdad, este animal terminará por meterme miedo.

Y puso su caballo al trote.

Planchet siguió el movimiento de su amo, exactamente como si hubiera sido su sombra, y se encontró trotando tras él.

—¿Es que vamos a caminar así toda la noche, señor? —preguntó.

—No, Planchet, porque tú has llegado ya.

—¿Cómo que he llegado? ¿Y el señor?

—Yo voy a seguir todavía algunos pasos.

—¿Y el señor me deja aquí solo?

—¿Tienes miedo Planchet?

—No, pero sólo hago observar al señor que la noche será muy fría, que los relentes dan reumatismos y que un lacayo que tiene reumatismos es un triste servidor, sobre todo para un amo alerta como el señor.

—Bueno, si tienes frío, Planchet, entra en una de esas tabernas que ves allá abajo, y me esperas mañana a las seis delante de la puerta.

—Señor, he comido y bebido respetuosamente el escudo que me disteis esta mañana, de suerte que no me queda ni un maldito centavo en caso de que tuviera frío.

—Aquí tienes media pistola. Hasta mañana.

D’Artagnan descendió de su caballo, arrojó la brida en el brazo de Planchet y se alejó rápidamente envolviéndose en su capa.

—¡Dios, qué frío tengo! —exclamó Planchet cuando hubo perdido de vista a su amo y, apremiado como estaba por calentarse, se fue a todo correr a llamar a la puerta de una casa adornada con todos los atributos de una taberna de barrio.

Sin embargo, D’Artagnan, que se había metido por un pequeño atajo, continuaba su camino y llegaba a Saint-Cloud; pero en lugar de seguir la carretera principal, dio la vuelta por detrás del castillo, ganó una especie de calleja muy apartada y pronto se encontró frente al pabellón indicado. Estaba situado en un lugar completamente desierto. Un gran muro, en cuyo ángulo estaba aquel pabellón dominaba un lado de la calleja, y por el otro un seto defendía de los transeúntes un pequeño jardín en cuyo fondo se alzaba una pobre cabaña.

Había llegado a la cita, y como no le habían dicho anunciar su presencia con ninguna señal, esperó.

Ningún ruido se dejaba oír, se hubiera dicho que estaba a cien leguas de la capital. D’Artagnan se pegó al seto después de haber lanzado una ojeada detrás de sí. Por encima de aquel seto, aquel jardín y aquella cabaña, una niebla sombría envolvía en sus pliegues aquella inmensidad en que duerme París, vacía, abierta inmensidad donde brillaban algunos puntos luminosos, estrellas fúnebres de aquel infierno.

Pero para D’Artagnan todos los aspectos revestían una forma feliz, todas las ideas tenían una sonrisa, todas las tinieblas eran diáfanas. La hora de la cita iba a sonar.

En efecto, al cabo de algunos instantes, el campanario de Saint-Cloud dejó caer lentamente diez golpes de su larga lengua mugiente.

Había algo lúgubre en aquella voz de bronce que se lamentaba así en medio de la noche.

Pero cada una de aquellas horas que componían la hora esperada vibraba armoniosamente en el corazón del joven.

Sus ojos estaban fijos en el pequeño pabellón situado en el ángulo del muro, cuyas ventanas estaban todas cerradas con los postigos, salvo una sola del primer piso.

A través de aquella ventana brillaba una luz suave que argentaba el follaje tembloroso de dos o tres tilos que se elevaban formando grupo fuera del parque. Evidentemente, detrás de aquella ventanita, tan graciosamente iluminada, le aguardaba la señora Bonacieux.

Acunado por esta idea, D’Artagnan esperó por su parte media hora sin impaciencia alguna, con los ojos fijos sobre aquella casita de la que D’Artagnan percibía una parte del techo de molduras doradas, atestiguando la elegancia del resto del apartamento.

El campanario de Saint-Cloud hizo sonar las diez y media.

Aquella vez, sin que D’Artagnan comprendiese por qué, un temblor recorrió sus venas. Quizá también el frío comenzaba a apoderarse de él y tornaba por una sensación moral lo que sólo era una sensación completamente física.

Luego le vino la idea de que había leído mal y que la cita era para las once solamente.

Se acercó a la ventana, se situó en un rayo de luz, sacó la carta de su bolsillo y la releyó; no se había equivocado, efectivamente la cita era para las diez.

Volvió a ponerse en su sitio, empezando a inquietarse por aquel silencio y aquella soledad.

Dieron las once.

D’Artagnan comenzó a temer verdaderamente que le hubiera ocurrido algo a la señora Bonacieux.

Dio tres palmadas, señal ordinaria de los enamorados; pero nadie le respondió, ni siquiera el eco.

Entonces pensó con cierto despecho que quizá la joven se había dormido mientras lo esperaba.

Se acercó a la pared y trató de subir, pero la pared estaba recientemente revocada, y D’Artagnan se rompió inútilmente las uñas.

En aquel momento se fijó en los árboles, cuyas hojas la luz continuaba argentando, y como uno de ellos emergía sobre el camino, pensó que desde el centro de sus ramas su mirada podría penetrar en el pabellón.

El árbol era fácil. Además D’Artagnan tenía apenas veinte años, y por lo tanto se acordaba de su oficio de escolar. En un instante estuvo en el centro de las ramas, y por los vidrios transparentes sus ojos se hundieron en el interior del pabellón.

Cosa extraña, que hizo temblar a D’Artagnan de la planta de los pies a la raíz de sus cabellos, aquella suave luz, aquella tranquila lámpara iluminaba una escena de desorden espantoso; uno de los cristales de la ventana estaba roto, la puerta de la habitación había sido hundida y medio rota pendía de sus goznes; una mesa que hubiera debido estar cubierta con una elegante cena yacía por tierra; frascos en añicos, frutas aplastadas tapizaban el piso; todo en aquella habitación daba testimonio de una lucha violenta y desesperada; D’Artagnan creyó incluso reconocer en medio de aquel desorden extraño trozos de vestidos y algunas manchas de sangre maculando el mantel y las cortinas.

Se dio prisa por descender a la calle con una palpitación horrible en el corazón; quería ver si encontraba otras huellas de violencia.

Aquella breve luz suave brillaba siempre en la calma de la noche. D’Artagnan se dio cuenta entonces, cosa que él no había observado al principio, porque nada le empujaba a tal examen, que el suelo, batido aquí, pisoteado allá, presentaba huellas confusas de pasos de hombres y de pies de caballos. Además, las ruedas de un coche, que parecía venir de París, habían cavado en la tierra blanda una profunda huella que no pasaba más allá del pabellón y que volvía hacia París.

Finalmente, prosiguiendo sus búsquedas, D’Artagnan encontró junto al muro un guante de mujer desgarrado. Sin embargo, aquel guante, en todos aquellos puntos en que no había tocado la tierra embarrada, era de una frescura irreprochable. Era uno de esos guantes perfumados que los amantes gustan quitar de una hermosa mano.

A medida que D’Artagnan proseguía sus investigaciones, un sudor más abundante y más helado perlaba su frente, su corazón estaba oprimido por una horrible angustia, su respiración era palpitante; y sin embargo se decía a sí mismo para tranquilizarse que aquel pabellón no tenía nada en común con la señora Bonacieux; que la joven le había dado cita ante aquel pabellón y no en el pabellón, que podía estar retenida en París por su servicio, quizá por los celos de su marido.

Pero todos estos razonamientos eran severamente criticados, destruidos, arrollados por aquel sentimiento de dolor íntimo que, en ciertas ocasiones, se apodera de todo nuestro ser y nos grita, para todo cuanto en nosotros está destinado a oírnos, que una gran desgracia planea sobre nosotros.

Entonces D’Artagnan enloqueció casi: corrió por la carretera, tomó el mismo camino que ya había andado, avanzó hasta la barca e interrogó al barquero.

Hacia las siete de la tarde el barquero había cruzado el río con una mujer envuelta en un mantón negro, que parecía tener el mayor interés en no ser reconocida; pero precisamente debido a esas precauciones que tomaba, el barquero le había prestado una atención mayor, y había visto que la mujer era joven y hermosa.

Entonces, como hoy, había gran cantidad de mujeres jóvenes y hermosas que iban a Saint-Cloud y que tenían interés en no ser vistas, y sin embargo D’Artagnan no dudó un solo instante que no fuera la señora Bonacieux la que el barquero había visto.

D’Artagnan aprovechó la lámpara que brillaba en la cabaña del barquero para volver a leer una vez más el billete de la señora Bonacieux y asegurarse de que no se había engañado, que la cita era en Saint-Cloud y no en otra parte, ante el pabellón del señor D’Estrées y no en otra calle.

Todo ayudaba a probar a D’Artagnan que sus presentimientos no lo engañaban y que una gran desgracia había ocurrido.

Volvió a tomar el camino del castillo a todo correr; le parecía que en su ausencia algo nuevo había podido pasar en el pabellón y que las informaciones lo esperaban allí.

La calleja continuaba desierta, y la misma luz suave y calma salía desde la ventana.

D’Artagnan pensó entonces en aquella casucha muda y ciega, pero que sin duda había visto y que quizá podía hablar.

La puerta de la cerca estaba cerrada, pero saltó por encima del seto, y pese a los ladridos del perro encadenado, se acercó a la cabaña.

A los primeros golpes que dio, no respondió nadie.

Un silencio de muerte reinaba tanto en la cabaña como en el pabellón; no obstante, como aquella cabaña era su último recurso, insistió.

Pronto le pareció oír un ligero ruido interior, ruido temeroso, y que parecía temblar él mismo de ser oído.

Entonces D’Artagnan dejó de golpear y rogó con un acento tan lleno de inquietud y de promesas, de terror y zalamería, que su voz era capaz por naturaleza de tranquilizar al más miedoso. Por fin, un viejo postigo carcomido se abrió, o mejor se entreabrió, y se volvió a cerrar cuando la claridad de una miserable lámpara que ardía en un rincón hubo iluminado el tahalí, el puño de la espada y la empuñadura de las pistolas de D’Artagnan. Sin embargo, por rápido que fuera el movimiento, D’Artagnan había tenido tiempo de vislumbrar una cabeza de anciano.

—¡En nombre del cielo, escuchadme! Yo esperaba a alguien que no viene, me muero de inquietud. ¿No habrá ocurrido alguna desgracia por los alrededores? Hablad.

La ventana volvió a abrirse lentamente, y el mismo rostro apareció de nuevo, sólo que ahora más pálido aún que la primera vez.

D’Artagnan contó ingenuamente su historia, nombres excluidos; dijo cómo tenía una cita con una joven ante aquel pabellón, y cómo, al no verla venir, se había subido al tilo y, a la luz de la lámpara, había visto el desorden de la habitación.

El viejo lo escuchó atentamente, al tiempo que hacía señas de que estaba bien todo aquello; luego, cuando D’Artagnan hubo terminado, movió la cabeza con un aire que no anunciaba nada bueno.

—¿Qué queréis decir? —exclamó D’Artagnan—. ¡En nombre del cielo, explicaos!

—¡Oh, señor —dijo el viejo—, no me pidáis nada! Porque si os dijera lo que he visto, a buen seguro que no me ocurrirá nada bueno.

—¿Habéis visto entonces algo? —repuso D’Artagnan—. En tal caso, en nombre del cielo —continuó, entregándole una pistola—, decid, decid lo que habéis visto, y os doy mi palabra de gentilhombre de que ninguna de vuestras palabras saldrá de mi corazón.

El viejo leyó tanta franqueza y dolor en el rostro de D’Artagnan que le hizo seña de escuchar y le dijo en voz baja:

—Serían las nueve poco más o menos, había oído yo algún ruido en la calle y quería saber qué podía ser, cuando al acercarme a mi puerta me di cuenta de que alguien trataba de entrar. Como soy pobre y no tengo miedo a que me roben, fui a abrir y vi a tres hombres a algunos pasos de allí. En la sombra había una carroza con caballos enganchados y caballos de mano. Esos caballos de mano pertenecían evidentemente a los tres hombres que estaban vestidos de caballeros. «Ah, mis buenos señores —exclamé yo—, ¿qué queréis?» «Debes tener una escalera», me dijo aquel que parecía el jefe del séquito. «Sí, señor; una con la que recojo la fruta». «Dánosla, y vuelve a tu casa. Ahí tienes un escudo por la molestia que te causamos. Recuerda solamente que si dices una palabra de lo que vas a ver y de lo que vas a oír (porque mirarás y escucharás pese a las amenazas que te hagamos, estoy seguro), estás perdido». A estas palabras, me lanzó un escudo que yo recogí, y él tomó mi escalera. Efectivamente, después de haber cerrado la puerta del seto tras ellos hice ademán de volver a la casa; pero salí en seguida por la puerta de atrás y deslizándome en la sombra llegué hasta esa mata de saúco, desde cuyo centro podía ver todo sin ser visto. Los tres hombres habían hecho avanzar el coche sin ningún ruido, sacaron de él a un hombrecito grueso, pequeño, de pelo gris, mezquinamente vestido de color oscuro, el cual se subió con precaución a la escalera miró disimuladamente en el interior del cuarto, volvió a bajar a paso de lobo y murmuró en voz baja: «¡Ella es!». Al punto aquel que me había hablado se acercó a la puerta del pabellón, la abrió con una llave que llevaba encima, volvió a cerrar la puerta y desapareció; al mismo tiempo los otros dos subieron a la escalera. El viejo permanecía en la portezuela el cochero sostenía a los caballos del coche y un lacayo los caballos de silla. De pronto resonaron grandes gritos en el pabellón, una mujer corrió a la ventana y la abrió como para precipitarse por ella. Pero tan pronto como se dio cuenta de los dos hombres, retrocedió; los dos hombres se lanzaron tras ella dentro de la habitación. Entonces ya no vi nada más; pero oía ruido de muebles que se rompen. La mujer gritaba y pedía ayuda. Pero pronto sus gritos fueron ahogados; los tres hombres se acercaron a la ventana, llevando a la mujer en sus brazos; dos descendieron por la escalera y la transportaron al coche, donde el viejo entró junto a ella. El que se había quedado en el pabellón volvió a cerrar la ventana, salió un instante después por la puerta y se aseguró de que la mujer estaba en el coche: sus dos compañeros le esperaban ya a caballo, saltó él a su vez a la silla; el lacayo ocupó su puesto junto al cochero; la carroza se alejó al galope escoltada por los tres caballeros, y todo terminó. A partir de ese momento, yo no he visto nada ni he oído nada.

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