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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

Los tres mosqueteros (16 page)

BOOK: Los tres mosqueteros
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—Pero si os digo que soy la dueña de la casa, señores; os digo que soy la señora Bonacieux; los digo que pertenezco a la reina! —gritaba la desgraciada mujer.

—¡La señora Bonacieux! —murmuró D’Artagnan—. ¿Seré lo bastante afortunado para haber encontrado lo que todo el mundo busca?

—Precisamente a vos estábamos esperando —dijeron los interrogadores.

La voz se volvió más y más ahogada: un movimiento tumultuoso hizo resonar el artesonado. La víctima se resistía tanto como una mujer puede resistir a cuatro hombres.

—Perdón, señores, per… —murmuró la voz, que no hizo oír más que sonidos inarticulados.

—La amordazan, van a llevársela —exclamó D’Artagnan irguiéndose como movido por un resorte—. Mi espada; bueno, está a mi lado. ¡Planchet!

—¿Señor?

—Corre a buscar a Athos, Porthos y Aramis. Uno de los tres estará probablemente en su casa, quizá ya hayan vuelto los tres. Que cojan las armas, que vengan, que acudan. ¡Ah!, ahora que me acuerdo, Athos está con el señor de Tréville.

—Pero ¿dónde vais, señor, dónde vais?

—Bajo por la ventana —exclamó D’Artagnan— para llegar antes; tú, vuelve a poner las baldosas, barre el suelo, sal por la puerta y corre donde te digo.

—¡Oh, señor, señor, vais a mataros! —exclamó Planchet.

—¡Cállate, imbécil! —dijo D’Artagnan.

Y aferrándose con la mano al reborde de su ventana, se dejó caer desde el primer piso, que afortunadamente no era elevado, sin hacerse ningún rasguño.

Al punto se fue a llamar a la puerta murmurando:

—Voy a dejarme coger yo también en la ratonera, y pobres de los gatos que ataquen a semejante ratón.

Apenas la aldaba hubo resonado bajo la mano del joven cuando el tumulto cesó, unos pasos se acercaron, se abrió la puerta y D’Artagnan, con la espada desnuda, se abalanzó en la vivienda de maese Bonacieux, cuya puerta, movida sin duda por algún resorte, volvió a cerrarse tras él.

Entonces, quienes habitaban aún la desgraciada casa de Bonacieux y los vecinos más próximos oyeron grandes gritos pataleos, entrechocar de espaldas y un ruido prolongado de muebles. Luego, un momento después, aquellos que sorprendidos por aquel ruido habían salido a las ventanas para conocer la causa, pudieron ver cómo la puerta se abría y no salir a cuatro hombres vestidos de negro, sino volar como cuervos espantados, dejando por tierra y en las esquinas de las mesas plumas de sus alas, es decir, jirones de sus vestidos y trozos de sus capas.

D’Artagnan fue vencedor sin mucho trabajo, hay que decirlo, porque sólo uno de los aguaciles estaba armado y aún se defendió por guardar las formas. Es cierto que los otros tres habían tratado de matar al joven con las sillas, los taburetes y las vasijas; pero dos o tres rasguños hechos por la tizona del gascón les habían asustado. Diez minutos habían bastado a su derrota, y D’Artagnan se había hecho dueño del campo de batalla.

Los vecinos, que habían abierto las ventanas con la sangre fría peculiar de los habitantes de París en aquellos tiempos de tumultos y de riñas perpetuas, las volvieron a cerrar cuando hubieron visto huir a los cuatro hombres negros: su instinto les decía que por el momento todo estaba acabado.

Además se hacía tarde, y entonces, como hoy, se acostaban temprano en el barrio de Luxemburgo.

D’Artagnan, solo con la señora Bonacieux, se volvió hacia ella: la pobre mujer estaba derribada sobre un butacón y semidesvestida. D’Artagnan la examinó de una ojeada rápida.

Era una encantadora mujer de veinticinco a veintiséis años, morena con ojos azules, con una nariz ligeramente respingona, dientes admirables, un tinte marmóreo de rosa y de ópalo. Hasta ahí llegaban los signos que podían hacerla confundir con una gran dama. Las manos eran blancas, pero sin finura: los pies no anunciaban a la mujer de calidad. Afortunadamente, D’Artagnan no se hallaba preocupado todavía por estos detalles.

Mientras D’Artagnan examinaba a la señora Bonacieux y estaba a sus pies, como hemos dicho, vio en el suelo un fino pañuelo de batista, que recogió según su costumbre, y en una de cuyas esquinas reconoció la misma inicial que había visto en el pañuelo que le había obligado a batirse con Aramis.

Desde aquel momento, D’Artagnan desconfiaba de los pañuelos blasonados; por eso, sin decir nada, volvió a poner el que había recogido en el bolsillo de la señora Bonacieux.

En aquel instante, la señora Bonacieux recobraba el sentido. Abrió los ojos, miró con terror en torno suyo, vio que la habitación estaba vacía y que estaba sola con su liberador. Le tendió al punto las manos sonriendo. La señora Bonacieux tenía la sonrisa más encantadora del mundo.

—¡Ah, señor! —dijo ella—. Sois vos quien me habéis salvado; permitidme que os dé las gracias.

—Señora —dijo D’Artagnan—, no he hecho más que lo que todo gentilhombre hubiera hecho en mi lugar; no me debéis, pues, ningún agradecimiento.

—Claro que sí, señor, claro que sí, y espero probaros que no habéis prestado un servicio a una ingrata. Pero ¿qué querían de mí esos hombres, a los que al principio he tomado por ladrones, y por qué el señor Bonacieux no está aquí?

—Señora, esos hombres eran mucho más peligrosos de lo que pudiera serlo los ladrones, porque son agentes del señor cardenal, y en cuánto a vuestro marido, el señor Bónacieux no está aquí porque ayer vinieron a prenderlo para conducirlo a la Bastilla.

—¡Mi marido en la Bastilla! —exclamó la señora Bonacieux—. ¡Oh, Dios mío! ¿Qué ha hecho? ¡Pobre querido mío, él, la inocencia misma!

Y alguna cosa como una sonrisa apuntaba sobre el rostro aún todo asustado de la joven.

—¿Qué ha hecho, señora? —dijo D’Artagnan—. Creo que su único crimen es tener a la vez la dicha y la desgracia de ser vuestro marido.

—Pero, señor, sabéis entonces…

—Sé que habéis sido raptada, señora.

—¿Y por quién? ¿Lo sabéis? ¡Oh, si lo sabéis, decídmelo!

—Por un hombre de cuarenta a cuarenta y cinco años, de pelo negro, de tez morena, con una cicatriz en la sien izquierda.

—¡Eso es, eso es! Pero ¿y su nombre?

—¡Ah, su nombre! Es lo que yo ignoro.

—¿Y… mi marido sabía que había sido raptada?

—Había sido advertido por una carta que le había escrito el raptor mismo.

—¿Y sospecha —preguntó la señora Bonacieux con apuro— la causa de este suceso?

—Lo atribuía, según creo, a una causa política.

—Yo al principio dudé, y ahora pienso como él. ¿Así es que mi querido Bonacieux no ha sospechado ni un solo instante de mí…?

—¡Lejos de ello, señora, estaba muy orgulloso de vuestra sabiduría y sobre todo de vuestro amor!

Una segunda sonrisa casi imperceptible afloró a los labios rosados de la hermosa joven.

—Pero —prosiguió D’Artagnan— ¿cómo habéis huido?

—He aprovechado un momento en que me han dejado sola, y como desde esta mañana sabía a qué atenerme sobre mi rapto, con la ayuda de mis sábanas he bajado por la ventana; entonces, como creía aquí a mi marido, he acudido corriendo.

—¿Para poneros bajo su protección?

—¡Oh! No, pobre hombre, yo sabía de sobra que él era incapaz de defenderme; pero como podía servirnos para otra cosa, quería prevenirle.

—¿De qué?

—¡Oh! Ese no es mi secreto, no puedo por tanto decíroslo.

—Y además —dijo D’Artagnan— (perdón, señora, si, como guardia que soy, os llamo a la prudencia), además creo que no estamos aquí en lugar oportuno para hacer confidencias. Los hombres que he puesto en fuga van a volver con ayuda; si nos encuentran aquí, estamos perdidos. Yo he hecho avisar a tres de mis amigos, pero ¡quién sabe si los habrán encontrado en sus casas!

—Sí, sí, tenéis razón —exclamó la señora Bonacieux asustada—; huyamos, corramos.

Tras estas palabras, pasó su brazo bajo el de D’Artagnan y lo apretó vivamente.

—Pero ¿adónde huir? —dijo D’Artagnan—. ¿Adónde correr?

—Lo primero, alejémonos de esta casa, después ya veremos.

Y la joven y el joven, sin molestarse en cerrar la puerta, descendieron rápidamente por la calle des Fossoyeurs, se adentraron por la calle des Fossés-Monsieur-le-Prince y no se detuvieron hasta la plaza Saint-Sulpice.

—¿Y ahora qué vamos a hacer —preguntó D’Artagnan— y adónde queréis que os conduzca?

—Me resulta muy difícil responderos, os lo confieso —dijo la señora Bonacieux—; mi intención era hacer avisar al señor de La Porte por medio de mi marido, a fin de que el señor de La Porte pudiera decirnos precisamente lo que había pasado en el Louvre desde hacía tres días, y si había peligro para mí en presentarme.

—Pero yo —dijo D’Artagnan— puedo avisar al señor de La Porte.

—Sin duda; sólo que hay un obstáculo, y es que al señor Bonacieux lo conocen en el Louvre y le dejarían pasar, mientras que a vos no os conocen y os cerrarán la puerta.

—¡Ah, bah! —dijo D’Artagnan—. Vos tenéis en algún postigo del Louvre un conserje que os es adicto, y que gracias a una contraseña…

La señora Bonacieux miró fijamente al joven.

—¿Y si os diera esa contraseña —dijo ella— la olvidaríais tan pronto como la hubierais utilizado?

—¡Palabra de honor, a fe de gentilhombre! —dijo D’Artagnan con un acento en cuya verdad nadie podía equivocarse.

—Bueno, os creo: tenéis aspecto de joven valiente y por otra parte vuestra fortuna está quizá al cabo de vuestra dedicación.

—Haré sin promesa y por conciencia todo cuanto pueda para servir al rey y ser agradable a la reina —dijo D’Artagnan—; disponed, pues, de mí como de un amigo.

—¿Y a mí dónde me meteréis durante ese tiempo?

—¿No tenéis una persona a cuya casa pueda el señor de La Porte venir a buscaros?

—No, no quiero fiarme de nadie.

—Esperad —dijo D’Artagnan—, estamos a la puerta de Athos. Sí, ésta es.

—¿Quién es Athos?

—Uno de mis amigos.

—¿Y si está en casa y me ve?

—No está, y me llevaré la llave después de haberos hecho entrar en su habitación.

—¿Y si vuelve?

—No volverá; además se le dirá que he traído una mujer, y que esa mujer está en su casa.

—Pero eso me comprometerá mucho, ¿no lo sabéis?

—¡Qué os importa! Nadie os conoce; además, nos hallamos en una situación de pasar por alto algunas conveniencias.

—Entonces vamos a casa de vuestro amigo. ¿Dónde vive?

—En la calle Férou, a dos pasos de aquí.

—Vamos.

Y los dos reemprendieron su carrera. Como había previsto D’Artagnan, Athos no estaba en su casa; tomó la llave, que tenían la costumbre de darle como a un amigo de la casa, subió la escalera e introdujo a la señora Bonacieux en la pequeña habitación cuya descripción ya hemos hecho.

—Estáis en vuestra casa —dijo él—, tened cuidado, cerrad las ventanas por dentro y no abráis a nadie, a menos que oigáis dar tres golpes así, mirad —y golpeó tres veces: dos golpes cercanos uno al otro y bastante fuerte, y un golpe más distante y más ligero.

—Está bien —dijo la señora Bonacieux—; ahora me toca a mí daros mis instrucciones.

—Escucho.

—Presentaros en el portillo del Louvre por el lado de la calle de l’Echelle y preguntad por Germain.

—Está bien. ¿Y después?

—Os preguntará qué queréis, y entonces vos le responderéis con estas dos palabras: Tours y Bruxelles. Al punto se pondrá a vuestras órdenes.

—¿Y qué le ordenaré yo?

—Ir a buscar al señor de La Porte, el ayuda de cámara de la reina.

—¿Y cuando haya ido a buscarle y el señor de La Porte haya venido?

—Me lo enviaréis.

—Está bien, pero ¿cómo os volveré a ver?

—¿Os importa mucho volverme a ver?

—Por supuesto.

—Pues bien, dejadme a mí ese cuidado, y estad tranquilo.

—Cuento con vuestra palabra.

—Contad con ella.

D’Artagnan saludó a la señora Bonacieux lanzándole la mirada más amorosa que le fue posible concentrar sobre su encantadora personita, y, mientras bajaba la escalera, oyó la puerta cerrarse tras él con doble vuelta de llave. En dos saltos estuvo en el Louvre; cuando entraba en el postigo de l’Echelle sonaban las diez. Todos los acontecimientos que acabamos de contar habían sucedido en media hora.

Todo se cumplió como lo había anunciado la señora Bonacieux. A la consigna convenida, Germain se inclinó; diez minutos después, La Porte estaba en la portería; en dos palabras, D’Artagnan le puso al corriente y le indicó dónde estaba la señora Bonacieux. La Porte se aseguró por dos veces la exactitud de las señas, y partió corriendo. Sin embargo, apenas hubo dado diez pasos cuando volvió.

—Joven —le dijo a D’Artagnan—, un consejo.

—¿Cuál?

—Podríais ser molestado por lo que acaba de pasar.

—¿Lo creéis?

—Sí.

—¿Tenéis algún amigo cuya péndola se retrase?

—¿Para…?

—Id a verle para que pueda testimoniar que estabais en su casa a las nueve y media. En justicia, esto se llama una coartada.

D’Artagnan encontró prudente el consejo; puso pies en polvorosa, llegó a casa del señor de Tréville; pero en lugar de pasar al salón con todo el mundo, pidió entrar en el gabinete. Como D’Artagnan era uno de los habituales del palacio, no hubo ninguna dificultad para acceder a su demanda; y fueron a avisar al señor de Tréville que su joven compatriota, teniendo algo importante que decide, solicitaba una audiencia particular. Cinco minutos después, el señor de Tréville preguntaba a D’Artagnan qué podía hacer por él y cuál era el motivo de su visita a una hora tan avanzada.

—¡Perdón, señor! —dijo D’Artagnan, que había aprovechado el momento en que se había quedado solo para retrasar el reloj tres cuartos de hora—. He pensado que como no eran más que las nueve y veinticinco minutos, aún había tiempo para presentarme en vuestra casa.

—¡Las nueve y veinticinco minutos! —exclamó el señor de Tréville mirando su péndola—. ¡Pero es imposible!

—Ya lo veis, señor —dijo D’Artagnan—, eso lo testimonia.

—Es exacto —dijo el señor de Tréville—, habría creído que era más tarde. Pero veamos, ¿qué queréis?

Entonces D’Artagnan le hizo al señor de Tréville una larga historia sobre la reina. Le expuso los temores que había concebido respecto a Su Majestad; le contó que había oído decir los proyectos del cardenal respecto a Buckingham, y todo ello con una tranquilidad y un aplomo del que el señor de Tréville fue tanto mejor la víctima cuanto que, como ya hemos dicho, él mismo había notado algo nuevo entre el cardenal, el rey y la reina.

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