Los tontos mueren (48 page)

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Authors: Mario Puzo

Tags: #Novela

BOOK: Los tontos mueren
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En fin. Llegó el momento de volver a Nueva York para ocuparme de asuntos familiares, y luego, cuando volví a California, nos citamos la primera noche después de mi vuelta. Estaba tan nervioso que, camino del hotel, en el coche de alquiler, me salté un semáforo en rojo y me dio un golpe otro coche. No me hice daño, pero tuve que conseguir un coche nuevo y supongo que fue una impresión un tanto fuerte. La cosa es que cuando llamé a Janelle, se sorprendió. Ella había interpretado mal las cosas. Creía que era a la noche siguiente. Me enfadé muchísimo. Casi había muerto por poder verla y me salía con aquello. Pero me mostré educado y correcto.

Le dije que tenía cosas que hacer a la noche siguiente, pero que la llamaría en aquella semana, más adelante, cuando supiese que iba a estar libre. Ella no tenía ni idea de que yo estuviese enfadado y charlamos un rato. No la llamé, claro. Cinco días después, me llamó ella. Éstas fueron sus primeras palabras:

—Oye, pedazo de cabrón, creí que te gustaba de verdad. Y ahora me sales con este desplante de Don Juan y no me llamas. ¿Por qué demonios no diste la cara y me dijiste que ya no te gustaba?

—Escucha —dije—. La falsa eres tú. Sabías perfectamente que estábamos citados aquella noche. Cancelaste la cita porque tenías algo mejor que hacer.

Entonces, ella dijo muy tranquila y convincentemente:

—O yo interpreté mal, o cometiste tú el error.

—Eres una perfecta mentirosa —le dije.

Me resultaba increíble que yo pudiese sentir aquella cólera infantil. Pero quizás fuese algo más. Había confiado en ella. Había pensado que era un ser magnífico. Me había salido con uno de los trucos femeninos más viejos. Lo sabía porque, antes de casarme, me había pasado lo mismo cuando las chicas rompían de aquel modo sus compromisos conmigo. Y nunca había considerado gran cosa a aquellas chicas.

No había duda. Aquello había terminado y en realidad me daba igual. Pero dos noches después, ella me llamó.

Nos saludamos y luego dijo:

—Creí que realmente te gustaba.

Y sin pensarlo, dije:

—Querida, lo siento.

No sé por qué dije «querida». Nunca uso esa palabra. Pero eso la suavizó.

—Quiero verte —dijo.

—Ven —dije.

Se echó a reír.

—¿Ahora?

Era la una de la madrugada.

—Claro —dije.

Se echó a reír de nuevo.

—De acuerdo —dijo.

Unos veinte minutos después estaba allí. Yo tenía preparada una botella de champán. Charlamos, y luego dije:

—¿Quieres que nos acostemos?

Dijo que sí.

¿Por qué es tan difícil describir algo totalmente gozoso? Fue la relación sexual más inocente del mundo y fue magnífica. No me había sentido tan feliz desde que era niño y en verano jugaba a la pelota todo el día. Y comprendí que podía perdonar cualquier cosa a Janelle cuando estaba con ella y no perdonarle nada cuando estaba lejos de ella.

Le había dicho en una ocasión antes que la amaba, y ella me había dicho que no dijese aquello, que sabía que no lo decía en serio. Yo no estaba seguro de ser sincero, así que le dije que bueno, de acuerdo. No lo dije entonces. Pero en algún momento de la noche los dos nos despertamos e hicimos el amor y ella dijo muy seria en la oscuridad:

—Te quiero.

Dios mío. Es tan condenadamente cursi todo el asunto. Está tan lleno de palabrería que lo utilizan para hacerte comprar un nuevo tipo de crema de afeitar o volar en unas líneas aéreas concretas. Pero, ¿por qué es tan eficaz, pese a todo? A partir de entonces, todo cambió. El acto sexual se convirtió en algo especial. Yo jamás había, literalmente, visto a otra mujer. Y me bastaba sólo el mirarla para sentirme excitado. Cuando iba a recibirme al avión, la acorralaba detrás de los coches en el aparcamiento para tocarle los pechos y las piernas y besarla veinte veces antes de tomar el coche para ir al hotel.

No podía esperar. En una ocasión, cuando ella protestaba entre risas, le hablé de los osos polares. De cómo un oso polar macho sólo podía reaccionar al olor de una hembra concreta y, a veces, tenía que vagar a lo largo de quinientos kilómetros cuadrados de hielo ártico para poder joderla. Y que por eso había tan pocos osos polares. Esto la sorprendió, y luego cayó en la cuenta de que estaba tomándole el pelo y me dio un puñetazo. Pero le dije que ése era realmente el efecto que ella ejercía en mí. Que no era amor ni que ella fuese terriblemente guapa y lista y todo lo que yo había soñado siempre en una mujer desde niño. No era eso en absoluto. Yo no me dejaba arrastrar por la palabrería cursi del amor y demás. Era sencillamente que ella tenía el efluvio adecuado; su cuerpo emitía el aroma que me correspondía a mí. Era muy simple y no había por qué hacer alarde de ello. Lo estupendo fue que ella lo entendió. Sabía que no estaba tomándole el pelo. Que estaba rebelándome contra mi rendición a ella y contra el tópico del amor romántico. Así que se limitó a abrazarme y dijo:

—De acuerdo, de acuerdo.

Y cuando yo dije: «Así que no te bañes demasiado», ella se limitó a abrazarme de nuevo y a repetir: «De acuerdo».

Porque realmente era lo último que yo podía desear. Estaba casado y era feliz en mi matrimonio. Amaba a mi mujer más que a nadie en el mundo y cuando empecé a serle infiel aún me gustaba más que ninguna otra mujer que hubiera conocido. Así que entonces, por primera vez, empecé a sentirme culpable con ambas. Las historias de amor siempre me habían irritado.

En fin, nosotros éramos más complicados que los osos polares. Y el truco de mi cuento de hadas, que no le aclaré a Janelle, era que la hembra del oso polar no tenía el mismo problema que el macho. Y luego, por supuesto, cometí las estupideces que suele cometer la gente cuando está enamorada. Pregunté taimadamente cosas de ella. ¿Daba citas a productores y a actores para conseguir papeles? ¿Tenía otras aventuras? ¿Tenía otro novio? En otras palabras, ¿era promiscua y andaba jodiendo con muchos otros sin darle importancia? Es curioso que uno haga las cosas que hace cuando está enamorado de una mujer. Nunca las harías con un tipo que te agradase. Con él siempre confiarías en tu propio juicio, en tu propia impresión. Con las mujeres siempre desconfías. Hay algo realmente asqueroso en lo de estar enamorado.

Y si hubiese encontrado algo sospechoso relacionado con ella, no me habría enamorado. A qué cosas nos empujaba el estúpido romanticismo. No es extraño que muchas mujeres odien hoy a los hombres. Mi única excusa era que había sido un ermitaño que me había pasado muchos años escribiendo y que, para empezar, nunca había sido nada experto en cuestión de mujeres. En fin, no pude encontrar nada escandaloso en su conducta. No iba a fiestas, no estaba relacionada con ningún actor. En realidad, siendo una chica que había aparecido y trabajado en películas bastantes veces, se sabía muy poco de ella. No iba con ninguno de los grupos del mundo del cine ni a ninguno de los bares y restaurantes a los que iba todo el mundo. No aparecía nunca en las columnas de chismorreo. Era, en suma, la chica del sueño de un ermitaño serio. Incluso le gustaba leer. ¿Qué más podía desear yo?

Al preguntar, descubrí, para mi sorpresa, que Doran Rudd se había criado con ella en un pueblecito de Tennessee. Él me explicó que era la chica más honrada de Hollywood. Me dijo también que no perdiese el tiempo, que nunca conseguiría acostarme con ella. Esto me encantó. Le pregunté su opinión y me dijo que era la mejor mujer que había conocido en su vida. Mucho después, y fue Janelle quien me lo dijo, me enteré de que habían sido amantes, habían vivido juntos, y había sido Doran quien la había llevado a Hollywood.

En fin, era muy independiente. En una ocasión intenté pagarle la gasolina cuando dábamos una vuelta en su coche. Se echó a reír, y se negó. No le preocupaba cómo vistiese yo y le agradaba el que a mí no me importase cómo vestía ella, íbamos al cine, ambos con vaqueros y jersey, e incluso comíamos en alguno de los lugares de moda que nos quedaban de paso. Teníamos suficiente prestigio para poder permitírnoslo. Todo funcionaba perfectamente. La relación sexual resultaba magnífica, tan buena como cuando eres un muchacho, y con inocentes estimulaciones previas, que eran más eróticas que cualquier sesión porno.

Hablamos a veces de que se comprase ropa interior de fantasía, pero nunca llegamos a hacerlo. Un par de veces, intentamos utilizar los espejos para captar todas las imágenes, pero ella era muy miope y demasiado vanidosa para ponerse gafas. En una ocasión, incluso leímos juntos un libro sobre sexo anal. Nos excitó mucho y ella dijo que de acuerdo. Trabajamos con mucho cuidado, pero no teníamos vaselina. Así que usamos su crema de belleza. Fue realmente divertido porque la frialdad de la crema daba una extraña sensación, como si hubiese bajado la temperatura. En cuanto a ella, la crema no funcionó y se quejaba mucho. En fin, lo dejamos. No era para nosotros. Nosotros éramos demasiado normales. Riendo como niños, nos bañamos. El libro insistía mucho en la necesidad de lavarse después de la copulación anal. Acabamos concluyendo con que no necesitábamos ninguna ayuda. Era sencillamente estupendo. Y así, vivimos felices después de eso. Hasta que nos hicimos enemigos.

Durante la época feliz ella me contó, como una rubia Sherezade, la historia de su vida. Y así, yo vivía no dos sino tres vidas. Mi vida familiar en Nueva York con mi mujer y mis hijos. Mi vida con Janelle en Los Angeles, y la vida de Janelle antes de conocernos. Utilizaba los reactores que cruzaban el país como alfombras mágicas. Nunca había sido tan feliz en toda mi vida. Trabajar en el cine era, como apostar o jugar, relajante. Por fin había encontrado el
quid
de lo que debía ser la vida. Y nunca en mi vida había sido yo tan encantador. Mi mujer estaba feliz. Janelle estaba feliz. Mis hijos estaban felices.

Artie no sabía lo que estaba pasando, pero una noche en que cenábamos juntos, dijo de pronto:

—Sabes, por primera vez en mi vida ya no me preocupo por ti.

—¿Cuándo empezó eso? —dije, pensando que era por mi éxito con el libro y por el hecho de que trabajase en el cine.

—Justo ahora —dijo Artie—. Justo en este momento.

Inmediatamente, me puse alerta.

—¿Qué significa eso exactamente? —pregunté.

Artie se lo pensó un poco.

—Nunca eras realmente feliz —dijo—. Siempre eras un cabrón amargado. No tenías amigos de verdad. Lo único que hacías era leer libros y escribir libros. No podías soportar las fiestas, ni las películas ni la música ni nada. Ni siquiera podías soportar que nuestras familias cenaran juntas en los días de fiesta. Dios mío, ni siquiera disfrutabas nunca de tus hijos.

Esto me sorprendió y me ofendió. No era cierto. Quizás así lo pareciese, pero en realidad no era cierto. Sentí una desagradable sensación en el estómago. Si Artie pensaba aquello de mí, ¿qué pensarían otras personas? Sentí aquella sensación familiar de desolación.

—Eso no es verdad —dije.

Artie me sonrió:

—Claro que no. Sólo quiero decir que ahora eres más abierto con otras personas además de conmigo. Valerie dice que ahora resulta muchísimo más cómodo vivir contigo.

También esto me irritó. Mi mujer debía haberse quejado durante todos aquellos años, sin que yo lo supiera. Jamás me hizo reproches, pero en aquel momento me di cuenta de que nunca la había hecho realmente feliz, al menos después de los primeros años de nuestro matrimonio.

—Bueno, ahora por lo menos es feliz —dije.

Artie asintió. Y yo pensé que todo aquello era completamente estúpido, que había tenido que serle infiel a mi mujer para hacerla feliz. Y de pronto comprendí que amaba a Valerie en aquel momento más de lo que la hubiese amado nunca. Y esto me hizo reír. Era todo muy razonable, y estaba en los libros de texto que yo había estado leyendo. Porque en cuanto me vi en la posición clásica de marido infiel empecé naturalmente a leer toda la literatura relacionada con el tema.

—¿A Valerie no le importa que yo vaya tanto a California? —pregunté.

Artie se encogió de hombros.

—Creo que le gusta. Ya sabes que yo estoy acostumbrado a ti, pero de todos modos tu carácter es como para sacar de quicio a cualquiera.

Esto también me irritó, pero nunca podía llegar a enfadarme de veras con mi hermano.

—Eso es magnífico —dije—. Mañana me voy a California para seguir trabajando en el guión de la película.

Artie sonrió. Él comprendía cuáles eran mis sentimientos.

—Mientras sigas volviendo —dijo—. No podemos vivir sin ti.

Nunca decía cosas tan sentimentales, pero se había dado cuenta de que había herido mis sentimientos. Aún me trataba como a un niño.

—Vete a la mierda —dije, pero me sentía de nuevo contento.

Parece increíble que sólo veinticuatro horas después estuviese a casi cinco mil kilómetros de distancia solo con Janelle, en la cama, y escuchando la historia de su vida.

Una de las primeras cosas que me contó fue que ella y Doran Rudd eran viejos amigos, que habían crecido en el mismo pueblo sureño de Johnson City, Tennessee, y que, por último, se habían hecho amantes y se habían trasladado a California, donde ella se había convertido en actriz y Doran en agente.

30

Cuando Janelle se fue a California con Doran Rudd, tenía un problema: su hijo. Con sólo tres años era demasiado pequeño para poder llevárselo. Lo dejó con su ex marido. En California Janelle vivió con Doran. Éste le prometió introducirla en el cine y le consiguió algunos pequeños papeles, o creyó conseguírselos. En realidad, él estableció los contactos y el encanto y el ingenio de Janelle hicieron el resto. Durante ese tiempo, ella le fue fiel, pero él evidentemente la engañaba con la primera que se ponía a tiro. De hecho, en una ocasión intentó convencerla para que se acostase con otro hombre y con él al mismo tiempo. A ella le repugnó la idea. No por cuestión moral, sino porque ya era bastante malo sentirse utilizada por un hombre como objeto sexual y la idea de dos hombres aprovechándose de su cuerpo le resultaba repugnante. Entonces, decía ella, era demasiado poco refinada para darse cuenta de que tendría ocasión de ver a dos hombres haciendo el amor juntos. Si lo hubiese comprendido, quizás lo hubiese considerado... aunque sólo fuese por ver cómo le daban a Doran por el culo, pues se lo merecía de sobra.

Ella estaba convencida de que el clima de California era el principal responsable de lo que había sido su vida. La gente era extraña, solía decirle a Merlyn cuando le contaba historias. Y se veía claramente que a ella le encantaba que fuese extraña por mucho daño que le hubiesen hecho.

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