Los tontos mueren (24 page)

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Authors: Mario Puzo

Tags: #Novela

BOOK: Los tontos mueren
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El señor Hiller me llamó por el problema de su hijo, Jeremy. Le dije que no podía hacer nada. Me presionó insistentemente y le dije, en broma, que si su hijo fuera homosexual le harían abandonar la Reserva y no le llamarían para el servicio activo. Hubo una larga pausa al otro lado y luego me dio las gracias y colgó. Y, por supuesto, dos días después Jeremy Hiller vino a verme y rellenó los documentos necesarios para dejar el ejército basándose en que era homosexual. Le dije que aquello figuraría siempre en su expediente. Que quizá más adelante lamentase tener un expediente así. Le vi indeciso, pero al fin dijo:

—Mi padre dice que es mejor eso que morir en una guerra.

Tramité los documentos. Llegó la respuesta de Governors Island, el cuartel general. Llamaban a Hiller; su caso lo resolvería el Consejo regular del Ejército.

Me extrañaba que Eli Hemsi no me hubiese llamado. El hijo del fabricante de ropa, Paul, no había aparecido por la oficina desde que se había dado la noticia del reclutamiento para el servicio activo. Pero el misterio se aclaró cuando recibí por correo documentos de un médico famoso por sus libros y artículos sobre psiquiatría. Los documentos certificaban que Paul Hemsi había recibido tratamiento de electroshock por una afección nerviosa en los últimos tres meses y que no podía integrarse al servicio activo porque sería desastroso para su salud.

Revisé la norma del ejército correspondiente. No había duda, el señor Hemsi había encontrado un modo de burlar al ejército. Debía estar aconsejándole gente más importante que yo. Envié los documentos a Governors Island. Y recibí respuesta, claro. Los documentos volvieron de nuevo a mí y con ellos una orden especial liberando a Paul Hemsi de todas sus obligaciones con el ejército de Estados Unidos. Me pregunté cuánto le habría costado al señor Hemsi.

Procuraba ayudar a todos los que intentaban librarse del reclutamiento acogiéndose a la condición de caso especial. Procuraba que los documentos llegasen al cuartel general de Governors Island y hacía llamadas especiales siguiendo los trámites. En otras palabras, ayudaba lo más posible a todos mis clientes. Pero Frank Alcore hacía exactamente lo contrario.

Su unidad le había reclamado para el servicio activo. Y él consideraba cuestión de honor el hacerlo. No se molestó en absoluto en conseguir que le considerasen un caso especial, pese a que tenía posibilidades por depender de él su mujer, sus hijos y sus padres, ya ancianos. Además, sentía escasas simpatías por los miembros de sus unidades qué intentaban eludir el reclutamiento de un año. Como jefe administrativo de su batallón, como civil y como sargento, recibía todas las peticiones de baja por caso especial. Las trataba con el mayor rigor. Ninguno de sus hombres consiguió eludir el servicio activo, ni siquiera los que tenían causas legítimas. Y muchos de ellos le habían pagado buenos dólares por poder alistarse en el programa de seis meses. Cuando Frank y sus unidades salieron camino de Port Lee había muy mala sangre en el ambiente.

Me tomaban el pelo por no haberme dejado cazar con el programa del ejército de la Reserva. Decían que había sido muy listo. Pero detrás de sus bromas había respeto. Era el único que no me había dejado engatusar por el dinero fácil. Estaba, en cierto modo, orgulloso de mí mismo. De hecho, lo había pensado todo detenidamente años atrás. Las ventajas monetarias no eran lo bastante atractivas como para compensar el pequeño porcentaje de peligro implícito. Había muy pocas probabilidades de un reclutamiento para el servicio activo, pero aun así me había resistido a ingresar. O quizá fui capaz de prever el futuro. Lo cómico era que muchos soldados de la segunda guerra mundial habían caído en la trampa. No se lo creían ellos mismos. Allí estaban, tipos que habían combatido tres o cuatro años en la vieja guerra y que ahora tenían que volver a vestir el uniforme. La mayoría de los veteranos nunca entrarían en combate ni estarían en peligro, claro, pero aun así estaban furiosos. No parecía justo. Sólo a Frank Alcore parecía no importarle.

—He estado aprovechándome —dijo—. Ahora tengo que pagar por ello.

Luego me sonrió y añadió:

—Merlyn, siempre te consideré un imbécil, pero ahora me pareces la mar de listo.

A últimos de aquel mes, cuando todos se iban, compré un regalo a Frank. Era un reloj de pulsera con muchos aparatitos, que indicaba las variaciones de la brújula y otras muchas cosas, además de la hora. Absolutamente a prueba de choques. Me costó doscientos pavos, pero Frank me caía muy bien. Y supongo que me sentía un poco culpable de que tuviera que irse y yo no. El regalo le conmovió y me dio un abrazo afectuoso.

—Siempre puedes empeñarlo si te falla la suerte —dije; y los dos nos reímos.

En los dos meses siguientes, las oficinas quedaron extrañamente vacías y silenciosas. La mitad de las unidades se habían incorporado al servicio activo, según el programa de reclutamiento. El programa de seis meses quedaba suspendido; ya no parecía una buena solución. En lo que se refiere a los sobornos, mi negocio había terminado. No había nada que hacer, así que me dediqué a trabajar en mi novela en la oficina. El comandante casi siempre estaba fuera, y lo mismo el sargento del ejército regular. Y con Frank en el servicio activo, estaba casi siempre solo en la oficina. Uno de esos días, vino un joven y se sentó a mi mesa. Le pregunté qué podía hacer por él. Me preguntó si le recordaba. Le recordaba vagamente. Entonces me dijo su nombre: Murray Nadelson.

—Resolviste mi caso como un favor. Mi mujer tenía cáncer.

Entonces recordé el asunto. La cosa había sucedido casi dos años atrás. Uno de mis satisfechos clientes me había preparado una entrevista con Murray Nadelson. Comimos los tres juntos. El cliente era un tipo listo que trabajaba en Wall Street. Se llamaba Buddy Stove. Una especie de supervendedor habilísimo. Él me explicó el problema: la mujer de Murray Nadelson tenía cáncer. El tratamiento era muy caro y Murray no tenía dinero para pagar su incorporación a la Reserva, tenía un miedo mortal a que le reclutaran por dos años y le mandaran fuera del país. Pregunté por qué no solicitaba una prórroga basándose en la salud de su esposa. Ya lo había intentado pero habían rechazado la solicitud.

Esto no me pareció lógico, pero no insistí. Buddy Stove explicó que uno de los grandes atractivos del programa de servicio activo de seis meses era que se cumplía siempre en Estados Unidos, y así Murray Nadelson podría tener a su mujer viviendo junto a la base de instrucción, fuese cual fuese. También querían que, una vez cumplidos los seis meses, pasase al grupo de control, de modo que no tuviera que acudir a las reuniones. Tenía que estar con su mujer el mayor tiempo posible.

Acepté ayudarle; sí, de acuerdo, podía hacerlo. Entonces, Buddy Stove puso las cartas sobre la mesa. Quería que lo hiciese todo gratis. Su amigo Murray no tenía un céntimo.

Entretanto, Murray, por su parte, no podía mirarme a los ojos. Mantenía la cabeza baja. Supuse que era todo comedia, pero inmediatamente pensé que no podía haber nadie capaz de utilizar a su mujer diciendo que tenía cáncer por una cosa así, sólo por ahorrarse un poco de dinero. Y entonces tuve una visión: ¿Y si algún día se descubría todo el pastel y los periódicos explicaban que había hecho pagar a un tipo cuya esposa tenía cáncer? Parecería el ser más malvado del mundo, no sólo ante la opinión pública sino también ante mí mismo. Así que dije que sí, de acuerdo, y le dije algo a Murray de que esperaba que su mujer se restableciese. Y eso puso punto final a la comida.

El asunto me había fastidiado un poco. Había decidido adoptar la política de incluir en el programa de seis meses a todo el que dijese que no podía disponer de dinero para pagarme. Esto había sucedido bastantes veces. Era un modo de compensar la mala conciencia. Pero la transferencia a un grupo de control y el eludir cinco años y medio de servicio en la Reserva, era algo especial que valía mucho dinero. Era la primera vez que me pedían que lo hiciese gratis. El propio Buddy Stove había pagado quinientos pavos por aquel favor concreto, más los doscientos que le había costado alistarse.

De cualquier modo, hice lo necesario con suavidad y eficacia. Murray Nadelson cumplió los seis meses y luego le hice desaparecer en el grupo de control, donde pasó a ser únicamente un hombre en una lista. ¿Qué demonios hacía entonces Murray Nadelson en mi despacho? Le estreché la mano y esperé.

—Recibí una llamada de Buddy Stove —dijo Murray—. Le han llamado de grupo de control. Necesitan sus servicios en una de las unidades que se ha incorporado al servicio activo.

—Pues mala suerte —dije. No había demasiada simpatía en mi voz. No quería que se hiciese a la idea de que iba a ayudar.

Pero Murray Nadelson me miraba directamente a los ojos como si intentase acumular valor suficiente para decir algo que le resultaba difícil decir. Así, pues, me acomodé en la silla y dije:

—No puedo hacer nada por él.

Nadelson cabeceó.

—Él ya lo sabe.

Luego, hizo una pausa.

—En fin —dijo—. Nunca te agradecí como es debido cuanto hiciste por mí. Fuiste el único que me ayudó. Quería decírtelo. Nunca olvidaré lo que hiciste por mí. Quizás yo pueda ayudarte ahora.

Entonces me sentí muy embarazado. No quería que él me ofreciese dinero después de tanto tiempo. Lo hecho, hecho estaba. Y me complacía la idea de hacer algunas buenas obras de vez en cuando.

—Olvídalo —dije.

Aún sentía recelo. No quería preguntarle por su mujer. Nunca había creído aquella historia. Y me sentía incómodo por su agradecimiento, pues en el fondo todo había sido una cuestión de relaciones públicas.

—Buddy me pidió que viniese a verte —dijo Nadelson—. Quería avisarte de que hay hombres del FBI por todo Fort Lee preguntando a los tipos de tus unidades. Ya sabes, sobre pagar para entrar. Preguntan cosas sobre ti y sobre Frank Alcore. Y parece ser que tu amigo Alcore está metido en un buen lío. Unos veinte hombres han aportado pruebas de que le pagaron. Buddy dice que en un par de meses se reunirá un gran jurado en Nueva York para procesarle. No sabe nada respecto a ti. Quería que te avisara para que tuvieses cuidado en lo que dices o haces. Y me dijo también que si necesitabas un abogado él te proporcionaría uno.

Por un instante, ni siquiera pude verle. El mundo se había oscurecido, literalmente. Sentí una oleada de náuseas que estuvo a punto de hacerme vomitar. Me incorporé en la silla. Tuve frenéticas visiones de la desgracia; mi detención, Vallie horrorizada, su padre furioso, mi hermano Artie avergonzado y decepcionado conmigo. Mi venganza contra la sociedad ya no era una travesura feliz, pero Nadelson esperaba que dijese algo.

—Dios mío —dije—. ¿Y cómo se enteraron? No ha habido ninguna operación desde el reclutamiento. ¿Quién les habrá puesto sobre la pista?

Nadelson se sintió un poco culpable por sus camaradas.

—Lo que pasa es que algunos se han enfadado tanto por el reclutamiento que han enviado cartas anónimas al FBI contando que habían pagado dinero para que los incluyeran en el programa de seis meses. Querían fastidiar a Alcore, le acusaban a él. Algunos estaban furiosos porque les rechazó cuando intentaron eludir el reclutamiento. Y además, en el campamento es muy exigente, y están todos furiosos con él. Por eso quisieron meterle en un lío, y lo han conseguido.

Mi pensamiento volaba. Hacía casi un año que había visto a Cully y le había confiado mi dinero. Entretanto, había acumulado otros quince mil dólares. Además, tenía que trasladarme a mi nueva casa de Long Island muy pronto. El asunto explotaba en el peor momento. Y si el FBI estaba hablando con todo el mundo en Port Lee, hablarían por lo menos con unos cien tipos que me habían dado dinero. ¿Cuántos lo confesarían?

—¿Está seguro Stove de que van a hacer comparecer a Frank ante un gran jurado? —pregunté a Nadelson.

—Ha de ser así —dijo Murray—. A menos que el gobierno lo encubra todo...

—¿Existe tal posibilidad? —pregunté.

Murray Nadelson movió la cabeza.

—No. Pero al parecer Buddy piensa que tú podrás librarte. Toda la gente que ha tratado contigo te considera un buen tipo. Nunca presionaste por el dinero, como Alcore. Nadie quiere meterte a ti en líos. Y Buddy está convenciendo a todos de que no te denuncien.

—Dale las gracias de mi parte —dije.

Nadelson se levantó y me estrechó la mano.

—Yo sólo quiero darte las gracias de nuevo —dijo—. Si necesitaras un testigo que declarara en tu favor, o quisieses que el FBI me interrogara, estoy a tu entera disposición.

Le estreché la mano. Me sentía realmente agradecido.

—¿Puedo hacer yo algo por ti? —dije—. ¿Hay alguna posibilidad de que te recluten?

—No —dijo Nadelson—. Tengo un hijo pequeño, no sé si recuerdas... Y mi mujer murió hace dos meses. No tengo problema en ese sentido.

Nunca olvidaré su expresión cuando dijo esto. Su voz desbordaba un amargo autodesprecio. Y había en su rostro una expresión de odio y vergüenza. Se reprochaba el seguir vivo. Pero nada podía hacer más que seguir el camino que la vida le había trazado. Cuidarse de su hijo, ir a trabajar por la mañana, cumplir la petición de un amigo e ir allí a avisarme y darme las gracias por algo que había hecho por él que le parecía importante en el momento y que ahora en realidad ya nada significaba. Le dije que lamentaba lo de su esposa, que ahora creía plenamente. Me sentí muy mal por haber dudado siquiera de su palabra. Quizás hubiese dejado aquello para lo último porque años atrás, cuando mantenía la cabeza baja mientras Buddy Stove pedía por él, debió darse cuenta de que yo creía que los dos mentían. Era una pequeña venganza, y se lo agradecí.

Pasé una semana inquieto y nervioso hasta que por fin cayó el hacha. Era lunes, y me sorprendió ver entrar en mi oficina al comandante; un lunes, y una hora insólita para él. Me miró de un modo raro al pasar hacia su despacho.

A las diez en punto entraron dos hombres y preguntaron por el comandante. Me di perfecta cuenta de quiénes eran. Correspondían casi exactamente a las novelas y a las películas; atuendo tradicional, traje y corbata, y los típicos e inconfundibles sombreros. El más viejo tendría unos cuarenta y cinco años y un rostro arrugado con expresión de calmoso aburrimiento. El otro se salía un poco de la norma. Era algo más joven y tenía el físico alto y flaco de un hombre que no practica el deporte. Bajo el traje tradicional de abultadas hombreras, había un cuerpo muy delgado. La cara parecía excesivamente delicada aunque resultaba guapo, de un modo cordial y afable. Les pasé a la oficina del comandante. Estuvieron con él unos treinta minutos. Luego salieron y se plantaron ante mi mesa. El más viejo preguntó protocolariamente:

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