Read Los tontos mueren Online

Authors: Mario Puzo

Tags: #Novela

Los tontos mueren (10 page)

BOOK: Los tontos mueren
8.24Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

La única gente que conocía y que podía invitar a la boda eran mi hermano, Artie, y algunos compañeros de la Nueva Escuela. Pero había un problema. Yo tenía que explicarle a Vallie que Merlyn no era mi verdadero nombre. O más bien que mi nombre original no era Merlyn. Después de la guerra, cambié, legalmente, de nombre. Tuve que explicarle al juez que era escritor y que quería escribir con aquel nombre. Le puse el ejemplo de Mark Twain. El juez asintió como si conociese a un centenar de escritores que hubiesen hecho lo mismo.

La verdad es que por entonces yo tenía una especie de sentimiento místico respecto a lo de escribir. Quería que fuese algo puro, inmaculado. Temía verme inhibido si alguien sabía algo sobre mí y quién era yo realmente. Quería describir personajes universales. (Mi primer libro era profusamente simbólico.) Yo quería ser dos identidades absolutamente distintas.

A través de las influencias políticas del señor O'Grady conseguí un puesto de empleado del servicio civil federal. Me convertí en oficial administrativo de las unidades de reserva del ejército.

Después de los críos, la vida de matrimonio era aburrida pero aún feliz. Vallie y yo nunca salíamos. En las fiestas cenábamos con su familia o en casa de mi hermano Artie. Cuando yo trabajaba de noche, ella y sus amistades de la casa de apartamentos en que vivíamos se hacían visitas. Tenía muchas amistades. Las noches de los fines de semana visitaba sus apartamentos cuando daban alguna fiesta, y yo me quedaba en el nuestro cuidando a los críos y trabajando en mi libro. Yo no iba nunca. Cuando le tocaba a ella recibir a la gente a mí me resultaba insoportable, y supongo que no lo ocultaba demasiado bien. Vallie se enfadaba. Recuerdo una vez que entré en el dormitorio a ver a los niños y me quedé allí leyendo unas páginas del manuscrito. Vallie dejó a nuestros invitados y fue a buscarme. Nunca olvidaré la expresión ofendida cuando me encontró leyendo, tan evidentemente reacio a volver con ella y con sus amigos.

Fue después de uno de estos pequeños incidentes cuando yo me puse enfermo por primera vez. Desperté a las dos de la madrugada con un dolor insoportable en el estómago y por toda la espalda.

No podía permitirme llamar a un médico, así que al día siguiente fui al Hospital de Veteranos, donde me hicieron toda clase de radiografías y otras pruebas y análisis durante una semana. No pudieron encontrarme nada, pero tuve otro ataque y, basándose simplemente en los síntomas, diagnosticaron una afección de vesícula. Una semana después volví al hospital con otro ataque, y me inyectaron morfina. Tuve que perder dos días de trabajo. Después, una semana antes de Navidad, justo cuando estaba a punto de terminar la faena en mi trabajo nocturno, tuve un ataque tremendo. (No mencioné que trabajaba por las noches en un banco para ganar dinero extra para la Navidad.) El dolor era insoportable, pero creí que podría llegar hasta el Hospital de Veteranos de la Calle Veintitrés. Cogí un taxi que me dejó como a media cuadra de la entrada. Pasaba ya de medianoche. Cuando arrancó el taxi, el dolor me asestó un golpe terrible en el plexo solar. Caí de rodillas en la calle a oscuras. El dolor se me extendió por toda la espalda. Quedé tendido allí, sobre el congelado pavimento. No había un alma, nadie que pudiera ayudarme. La entrada al hospital quedaba a unos treinta metros. Tan paralizado me tenía el dolor que no podía moverme. No tenía miedo siquiera. En realidad, lo que quería era morirme de una vez para que desapareciera el dolor. Me importaban un pito mi mujer, mis hijos y mi hermano. Sólo quería desaparecer. Pensé un instante en el Merlin legendario. Pero yo no era ningún mago. Recuerdo que di una vuelta en el suelo para contener el dolor y que me salí de la acera y caí en el arroyo. El bordillo me sirvió de almohada.

Y entonces pude ver las luces navideñas que decoraban una tienda próxima. El dolor cedió un poco. Allí estaba tumbado pensando que era un puñetero animal. Yo, un artista, con un libro publicado y una crítica en la que se me calificaba de genio, una de las esperanzas de la literatura norteamericana, muriendo como un perro en el arroyo. Y no por culpa mía, desde luego. Sólo porque no tenía dinero en el banco. Sólo porque no había nadie a quien le importase realmente un carajo que yo viviese o no. Ésa era la verdad de todo el asunto. La autocompasión fue casi tan buena como la morfina.

No sé lo que tardé en salir arrastrándome del arroyo. No sé cuánto me llevó arrastrarme hasta la entrada del hospital, pero por fin me vi en un arco de luz. Recuerdo que me colocaron en una silla de ruedas y que me llevaron al puesto de socorro y que contesté a preguntas y luego, mágicamente, estaba en una cama cálida y blanca sintiéndome benditamente soñoliento, sin dolor, y me di cuenta de que me habían administrado morfina.

Cuando me desperté me tomaba el pulso un médico joven. Me había tratado él la otra vez y yo sabía que se llamaba Cohn. Me sonrió y me dijo:

—Han llamado a su mujer, vendrá a verle en cuanto los chicos se vayan a la escuela.

Asentí y dije:

—Supongo que podré esperar hasta Navidad para operarme.

El doctor Cohn se quedó un rato pensativo y luego dijo alegremente:

—Bueno, ha aguantado usted hasta aquí, así que ¿por qué no vamos a esperar hasta Navidad? Lo programaré para el 27. Puede venir usted la noche de Navidad y se lo haremos.

—De acuerdo —dije.

Confiaba en él. Él había hablado con los del hospital para que me trataran como paciente externo. Fue el único que pareció entender cuando dije que no quería que me operasen hasta después de Navidad. Recuerdo que dijo: «No sé lo que pretende hacer, pero estoy con usted». Yo no podía explicar que tenía que seguir con mis dos trabajos hasta Navidad, para que los niños pudiesen tener juguetes y seguir creyendo en Santa Claus. Que yo era totalmente responsable de mi familia y su felicidad, y era lo único que tenía.

Siempre recordaré a aquel joven médico. Parecía el típico médico de cine, salvo que era sencillo y cordial. Me mandó a casa cargado de morfina. Tenía sus razones. Unos cuantos días después de la operación me dijo, y pude darme cuenta de lo feliz que le hacía decírmelo:

—Escuche, es usted muy joven para tener problemas de vesícula y los análisis no indicaban nada. Actuamos basándonos en los síntomas, pero no era más que eso, una cuestión de vesícula. Grandes cálculos. Quiero que sepa que no había nada más. Lo examiné todo detenidamente. Puede usted irse a casa y no preocuparse más. Está usted como nuevo.

Por entonces, no supe qué demonios quería decir. Según mi estilo habitual, sólo caí en la cuenta un año después de que había tenido miedo a encontrar cáncer y por eso no había querido operar antes de Navidad, con sólo una semana de por medio.

6

Les conté a Jordan, Cully y Diane cómo mi hermano, Artie, y mi mujer, Vallie, iban a verme todos los días. Y que Artie me afeitaba y llevaba y traía en coche a Vallie mientras su mujer se ocupaba de mis hijos. Vi que Cully sonreía maliciosamente.

—De acuerdo —dije—. Esa cicatriz que os enseñé era de la operación. No hubo ametralladora. Pero si utilizarais la cabeza, os habríais dado cuenta desde el principio de que de haberme hecho una herida así no habría sobrevivido.

Cully no dejaba de sonreír.

—¿No se te pasó por la cabeza —dijo— que cuando tu hermano y tu mujer salían del hospital podían ir a acostarse antes de volver a casa? ¿La dejaste por eso?

Me eché a reír a carcajadas, y comprendí que tendría que hablarles de Artie.

—Es muy guapo —dije—. Nos parecemos mucho, pero él es mayor.

La verdad es que yo soy una especie de copia al carbón de mi hermano Artie. Sólo que yo tengo la boca demasiado grande. Y las cuencas de los ojos demasiado profundas. Y la nariz muy gorda. Y parezco muy corpulento. Pero tendríais que ver a Artie. Les expliqué que la razón de que me casara con Vallie era que había sido la única de mis novias que no se había enamorado de mi hermano.

Mi hermano Artie es increíblemente guapo, pero de un modo delicado. Tiene los ojos como esos ojos de las estatuas griegas. Recuerdo que cuando ambos éramos solteros, las chicas se enamoraban de él, lloraban por él, amenazaban con matarse por él. Y esto le sacaba de quicio. Porque en realidad él no sabía qué coño pasaba. Él nunca podía apreciar su belleza. Tenía un cierto complejo de ser pequeño y de tener las manos y los pies demasiado pequeños. «Como los de un bebé», dijo una chica reverentemente.

Pero lo que incomodaba a Artie era el poder que tenía sobre las chicas. Era algo que acabó detestando. Ay, cómo me habría encantado a mí. Las chicas nunca se enamoraban de mí así. Cómo me gustaría eso ahora, ese amor puro y absurdo por las cosas externas, un amor nunca ganado por cualidades de bondad de carácter, de inteligencia, de ingenio, de simpatía, de fuerza vital. En suma, cómo me gustaría que me amasen de un modo inmerecido, de forma que nunca tuviese que seguir mereciendo tal amor ni esforzándome para conservarlo. Adoro ese amor igual que adoro el dinero que gano cuando tengo suerte jugando.

Pero Artie se dedicó a ponerse ropa que le sentaba mal. Vestía de modo formal y siempre prendas que no le iban. Intentaba deliberadamente ocultar su belleza. Sólo podía sentirse tranquilo y ser él mismo con gente por la que realmente se preocupaba y con la que se sentía seguro. De otro modo, exhibía una personalidad incolora que mantenía de modo inofensivo a todo el mundo a distancia. Pero aun así seguía teniendo problemas. Por tanto, se casó joven, y fue quizás el único marido fiel de la ciudad de Nueva York.

En su trabajo como químico investigador de la Food & Drug Administration, sus colegas y ayudantes femeninas se enamoraban de él. La mejor amiga de su mujer, y el marido, se ganaron su confianza y fueron muy amigos durante unos cinco años. Artie bajó la guardia, confiaba en ellos. Se mostró tal cual era. La mejor amiga de su mujer se enamoró de él, deshizo su matrimonio y proclamó su amor al mundo, creando un montón de problemas y muchas suspicacias y recelos a la mujer de Artie. Fue la única vez que le vi furioso con ella y su furia era terrible. Ella le acusó de alentar aquel amor obsesivo. Él dijo entonces en el tono más frío en que he oído a un hombre hablar a una mujer: «Si lo crees así, apártate de mí». Lo cual era tan impropio de él, que su mujer estuvo al borde de una crisis nerviosa por los remordimientos. Creo realmente que ella deseaba que él fuese culpable para poder así tenerle atrapado con algo. Porque ella estaba completamente en su poder.

Ella sabía algo de él que yo también sabía, pero muy pocas personas más sabían. Que era incapaz de causar dolor. A nadie ni a nada. Era incapaz de hacer reproches a nadie. Por eso le fastidiaba tanto que las mujeres se enamoraran de él. En mi opinión, era un hombre sensual, y habría podido amar a gran número de mujeres fácilmente y con placer, pero no habría podido soportar los conflictos. De hecho, su mujer decía que lo único que echaba de menos en su relación era no poder reñir de vez en cuando. No es que nunca se pelease con Artie. Al fin y al cabo estaban casados. Pero decía que todas sus peleas eran cuestión de un solo puñetazo. Metafóricamente, claro. Ella luchaba y luchaba y luchaba, y luego él la liquidaba con un frío comentario tan devastador que ella inmediatamente rompía a llorar y se iba.

Pero conmigo mi hermano era distinto; era mayor y me trataba como al hermano pequeño. Y me conocía, podía adivinar lo que yo pensaba mejor que mi mujer. Y nunca se enfadaba conmigo.

Tardé dos semanas en recuperarme de la operación, y en encontrarme lo suficientemente bien como para volver a casa. El último día le dije adiós al doctor Cohn y él me deseó buena suerte.

La enfermera me trajo la ropa y me dijo que tenía que firmar unos papeles antes de poder irme del hospital. Me acompañó a la oficina. En realidad, me parecía muy mal que no hubiese venido nadie para llevarme a casa. Ninguno de mis amigos. Nadie de mi familia. Artie. Desde luego, ellos no sabían que me iba a casa solo. Me sentía como un niño pequeño. Nadie me quería. ¿Acaso era justo que tuviera que volver solo a casa, en el metro, después de tener una operación grave? ¿Y si me sentía débil? ¿Y si me desmayaba? Dios mío, qué mal me sentía. Pero de pronto me eché a reír a carcajadas. Porque en realidad era un cuentista.

La verdad era que Artie había preguntado quién iba a llevarme a casa y yo había dicho que Valerie. Valerie había dicho que vendría al hospital a recogerme y yo le había contestado que no se preocupara, que si no podía venir Artie, cogería un taxi. Así que supuso que yo había hablado con Artie. Mis amigos habían supuesto, claro, que iría a buscarme alguien de mi familia. La cuestión era que yo deseaba, de un modo extraño, tener algo que reprochar a los demás. A todo el mundo.

Salvo que alguien debería haber caído en la cuenta. Yo siempre andaba ufanándome de ser autosuficiente. De no necesitar nunca a nadie para resolver mis asuntos. De poder vivir completamente solo y encerrado en mí mismo. Pero en aquella ocasión quería gozar de un poco de ese excesivo sentimentalismo que el mundo vuelca sobre nosotros tan abundantemente.

Y así, cuando volví al pabellón y me encontré a Artie con mi maleta en la mano, estuve a punto de echarme a llorar. Me sentí de nuevo animado y le di un gran abrazo, una de las pocas veces que lo he hecho. Luego le pregunté, feliz:

—¿Cómo demonios supiste que me iba hoy del hospital?

Artie esbozó una sonrisa triste y cansada.

—Llamé a Valerie, so idiota. Ella me dijo que creía que yo iba a pasar a recogerte, que tú se lo habías dicho.

—Yo no le dije nada de eso —contesté.

—Vamos, vamos —dijo Artie.

Me cogió del brazo y me condujo hacia la salida del pabellón.

—Conozco tu estilo —dijo—. Pero no es justo que hagas esto a la gente que se preocupa por ti. No es justo, no señor.

No dije nada hasta que salimos del hospital y entramos en su coche.

—Le dije a Vallie que quizás vinieses tú —dije—. No quería que ella se molestase.

Artie conducía ya entre el tráfico, así que no podía mirarme. Dijo tranquila y razonablemente:

—No puedes hacer lo que haces con Vallie. Puedes hacerlo conmigo, pero no con Vallie.

Él me conocía mejor que nadie. No tenía que explicarle que me sentía un fracasado de mierda. Mi falta de éxito como artista me había liquidado. La vergüenza que me producía mi incapacidad para mantener dignamente a mi mujer y a mis hijos me había liquidado. No podía pedir a nadie que hiciese nada por mí. No podía, literalmente, soportar tener que pedirle a alguien que fuese a buscarme al hospital para llevarme a casa. Ni siquiera a mi mujer.

BOOK: Los tontos mueren
8.24Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Deadly Waters by Pauline Rowson
Passage by Connie Willis
An Invisible Thread by Laura Schroff and Alex Tresniowski