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Authors: Andreas Eschbach

Los tejedores de cabellos (12 page)

BOOK: Los tejedores de cabellos
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—Primero los libros, muy bien. Seguidme.

Kremman tomó la bolsa con sus utensilios de trabajo y se dejó llevar por el anciano hacia la bóveda del sótano del ayuntamiento. Mientras, con movimientos cien veces realizados, montaba sus aparatos sobre una gran mesa, contempló silencioso cómo el anciano sacaba una oxidada llave y abría un armario grande y chapado de hierro en el que se guardaban los libros mayores de impuestos.

—Tráeme también los cambios —dispuso Kremman después de que el alcalde le pusiera sobre la mesa el libro mayor sellado.

—Os los haré traer de inmediato —murmuró el hombre.

Kremman sonrió malévolamente mientras el alcalde se escurría hacia la puerta. Había quizá creído que le iba a poder distraer de su tarea con no sé qué historias. Y ahora estaba decepcionado porque no había funcionado.

Los pillaría. En algún momento los pillaba a todos.

Luego se puso a trabajar. Primero había de comprobar si el sello del libro de impuestos de Yahannochia estaba de verdad intacto. Kremman tocó las correas que rodeaban al libro. Estaban intactas. Quedaba el sello en sí. Lo pesó para probarlo en la mano, lo examinó con ojo crítico. Había visto en su vida miles de sellos rotos y recompuestos, y sin embargo éste era un punto en el que se demoraba y no se permitía caer en la rutina. El sello del libro de impuestos era el punto más sensible del sistema. Si alguna vez fueran capaces de falsear un sello sin que él lo supiera, le tendrían cogido. Si se llegaba a saber, esto le costaría la cabeza. Y si no se sabía, entonces podrían chantajearlo hasta el fin de sus días.

El joven que le había abierto la ventana —seguramente el servidor municipal— entró y trajo el libro de cambios de la ciudad. Kremman le señaló con un ademán malhumorado que lo dejara sobre la mesa y cuando se dio cuenta de la curiosidad del otro, le miró con un aire tan envenenado que aquél prefirió desaparecer de nuevo tan rápido como le fuera posible. No necesitaba espectadores aquí.

Con cuidado, Kremman colocó su sello sobre la pieza de cera. Para su alivio, coincidía. Tampoco una meticulosa revisión con una potente lente le permitió encontrar irregularidades.

No se atreverían. No habían olvidado que había sido él quien, siendo un joven recaudador de impuestos, había descubierto en la Ciudad de las Tres Corrientes un falso sello. No habían olvidado con qué dureza había tasado de nuevo a toda la ciudad y les había impuesto una multa adicional, de tal modo que a los ciudadanos se les saltaron las lágrimas.

Quedaba la última prueba. Después de echar un vistazo hacia la puerta para asegurarse de que de verdad no miraba nadie, tomó un pequeño cuchillo en la mano y comenzó a raspar cuidadosamente la imagen del sello. Ése era el secreto que quedaba oculto cuando alguien rompía el sello sin más o lo fundía. Bajo la primera imagen del sello había una segunda que sólo dedos hábiles y experimentados podían hacer visible. Kremman raspó con un cuidado infinito hasta que una diferencia de colores en la cera mostró el límite entre las capas. Sólo una pequeña palanca con el cuchillo que le había costado años aprender, y la capa superior de cera saltó limpiamente. Allí estaba el sello secreto, una señal minúscula que sólo conocían los recaudadores imperiales. Kremman sonrió satisfecho, tomó una vela y fundió completamente el sello con ella. Hizo gotear la cera en una pequeña escudilla de hierro. Cuando todo hubiera pasado, haría con ella un nuevo sello.

Luego abrió el libro. Ese instante le electrizaba desde que podía recordar. Ese instante de poder. En aquel libro estaban inscritas las propiedades de todos los ciudadanos, las riquezas de los ricos y las escasas posesiones de los pobres. En aquel libro, con un simple trazo de pluma, decidía él la escasez o el bienestar de una ciudad entera. Casi con ternura pasó las páginas que crujían bajo el peso de los años y su mirada acarició las marchitas hojas llenas de antiquísimas anotaciones, plenas de cifras, firmas y sellos. Los alcaldes podían llevar sus túnicas de ceremonia para ser vistos y pavonearse ante las gentes: con aquel libro y su derecho a escribir en él, era Kremman quien tenía el verdadero poder en sus manos.

Casi no podía apartarse. Con un suspiro apenas audible, tomó el otro libro en sus manos, el libro de cambios de la ciudad. Éste era bastante más normal, casi vulgar. Se podía ver que cualquiera podía escribir en él. Era una prostituta. Kremman lo hojeó con cierta resistencia y buscó su última anotación. Luego pasó con rapidez las páginas siguientes con los cambios, los nacimientos y las defunciones, los matrimonios, las emigraciones e inmigraciones y los cambios en los estamentos profesionales. No era tanto como él se había temido dado el largo tiempo pasado. Terminaría rápidamente con las tasaciones y luego le quedaría tiempo para algunas pruebas al azar. Quería saber si en aquella tranquila ciudad realmente actuaban todos conforme a derecho.

Con la nariz ligeramente arrugada leyó la última anotación. Habían lapidado hacía poco a su único maestro, al parecer bajo el influjo de un predicador vagabundo. La acusación anotada a posteriori se refería a agnosticismo. A Kremman no le gustaba cuando algún predicador venido de no se sabe dónde hacia el papel de juez. Y en una ciudad sin maestro disminuían a corto o largo plazo los impuestos recaudados, lo mostraba la experiencia una y otra vez.

Reinaba un agradable silencio en la bóveda del sótano. Kremman sólo oía su propio aliento y el rasgueo del cañón de la pluma que corría por el papel mientras formulaba sus listas. La primera lista se la daría después al servidor municipal. Contenía el nombre de todas las personas que eran invitadas al interrogatorio en el ayuntamiento, personas cuyas propiedades o estado familiar habían variado desde la última vez. En la segunda lista anotó los nombres de aquellos a los que él mismo buscaría y tasaría. Un par de nombres provenían del libro de cambios, el estado de las cosas hacía inevitable una tasación personal. El resto de los nombres se los propuso su intuición, su sentido para maquinaciones silenciosas y su sensibilidad instintiva para con los intentos humanos de conservar lo más posible y de dar lo menos posible y de librarse de los deberes reconocidos. Confiaba totalmente en ese instinto y hasta ahora le había ido siempre bien. Leía el índice con los ciudadanos, leía la profesión, la edad y el estado y la última tasación y con algunos nombres sentía algo así como una llamada de alarma interna: estos nombres los apuntaba.

Podía imaginarse bien lo que estaba pasando en la ciudad. Entretanto se habría desplegado la noticia de su llegada hasta la última cabaña y ahora andarían conciliando con el corazón en un puño por si esta vez les tocaba a ellos. Y naturalmente se afanaban en esconder todo lo que era valioso: las joyas, las ropas nuevas, las buenas herramientas, la carne ahumada y las jarras de barro con las salazones. Mientras él estaba allí sentado y escribía sus listas, ellos se vestían con sus ropas más viejas, con trapos grises y sucios, se echaban grasa en las cabellos y porquería en el rostro, frotaban con cenizas las paredes de sus casas y cabañas y echaban estiércol en la habitación para que se llenaran de bichos.

Y él penetraría su mascarada. Creían que con cabellos descuidados y rostros sucios le iban a engañar, pero él miraría en las uñas de sus dedos y vería si tenían callos en las manos y entonces lo sabría. Encontraría cosas bajo la paja de sus lechos, detrás de armarios, bajo las vigas y en los sótanos. No había tantos escondrijos y él los conocía todos. En días en los que estaba de buen humor podría haberlo disfrutado como un reto deportivo. Pero tales días eran raros en él.

Cuando ambas listas estuvieron terminadas, Kremman cerró el libro y llamó al servidor municipal.

—¿Estás familiarizado con el proceso de una recaudación de impuestos? —le preguntó—. Te lo pregunto porque eres muy joven y no te conozco.

—Sí. Es decir, no. Me lo han explicado, pero no nunca lo he…

—Entonces haz lo que te diga. Ésta es una lista con nombres de ciudadanos que mañana voy a tasar. Los he dividido en cuatro grupos: para temprano por la mañana, para tarde por la mañana, por la tarde y temprano por la noche. Tú habrás de preocuparte por que todos aparezcan a su hora. ¿Has entendido?

El joven asintió inseguro. Es de verdad un novato, pensó Kremman con desprecio.

—¿Serás capaz?

—¡Sí, por supuesto! —se apresuró a asegurar el servidor municipal.

—¿Cómo vas a proceder?

Ahí le tenía. Kremman le vio tragar saliva y mirar al suelo de acá para allá, como si fuera a encontrar en él la respuesta, con los ojos desencajados, murmurando algo ininteligible.

—¿Qué has dicho? —se emperró Kremman con una deleitación cruel—. No te he entendido.

—He dicho que no lo sé.

Kremman le examinó como se examina a un repugnante insecto.

—¿Conoces a los ciudadanos de esa lista?

—Sí.

—¿Qué te parecería pasarte hoy por casa de cada uno de ellos y decírselo?

El joven, tenso, asintió pero no se atrevió a mirarle a los ojos.

—Sí. Sí, eso haré.

—¿Cómo te llamas?

—Bumug.

Kremman le alcanzó la lista.

—Te toca por la tarde.

—¿Por la tarde? —Ahora miraba de nuevo al recaudador de impuestos, turbado—. ¿Yo? ¿Qué quiere decir eso?

Kremman sonrió sardónico.

—Tú estás también en la lista, por supuesto, Bumug.

Como siempre, el recaudador imperial de impuestos ocupó el alojamiento municipal para invitados. Cada ciudad que visitaba se encontraba en un conflicto en lo relativo al mobiliario de dicho alojamiento y a la alimentación de dicho huésped. Por un lado, a causa del miedo intentaban que no padeciera incomodidad alguna para no causar su ira. Por el otro lado, no se le quería dar la idea de que se hallaba en una ciudad próspera.

Para su suerte, vencía casi siempre el deseo de sobornarle, también aquí, en Yahannochia. Encontró una habitación limpia, una cama que habría sido digna de un rey y una mesa extremadamente bien provista. Introdujo el libro mayor de impuestos bajo la almohada. Mientras el libro no estuviera sellado, no lo dejaría ni un momento lejos de su vista.

Cuando a la mañana siguiente, con el libro apretado bajo el brazo, entró en el ayuntamiento, había ya una larga cola de resignados personajes esperando. Kremman respiró profundamente y adoptó un paso especialmente duro, decidido, para expulsar cualquier debilidad, cualquier resto de piedad, bonhomía o cualquier otro sentimiento que no fueran dignos de un recaudador de impuestos. Le esperaba un día duro, un día en el que de la mañana a la noche tendría que escuchar historias dignas de lástima y no debía permitirse ni un segundo de descuido, ni un momento de distracción sin traicionar su tarea, su sagrada tarea de recaudar impuestos para el Emperador.

Así marchó junto a la fila de ciudadanos sin dignarse a mirarles más de cerca, tomó asiento en la mesa que estaba preparada, sobre la que alguien ya había colocado útiles de escribir y una jarra de agua, abrió el libro mayor de impuestos y gritó el primer nombre de su lista:

—¡Garubad!

Un hombre fornido, con rostro gastado por los elementos y el cabello gris, se acercó, un dechado de robusta fuerza corporal, totalmente vestido de gastado cuero, y dijo:

—Yo soy.

—¿Eres ganadero?

—Sí.

—¿Qué tipo de ganado crías?

—Ovejas keppo, mayormente. Aparte, tengo algunos búfalos baraq.

Kremman asintió. Todo ello estaba también en su libro. El hombre daba una impresión de ser recto y temeroso de Dios, un caso sencillo.

—¿Cuántas keppos? ¿Cuántos baraques?

—Doce centenas de keppos y siete baraques.

Kremman consultó su libro.

—Eso quiere decir que el número de tus ovejas ha aumentado en la cuarta parte, mientras que el número de baraques se ha quedado igual. Así que elevo tus impuestos en la misma medida. ¿Tienes alguna objeción?

El ganadero agitó la cabeza.

—No. Lo doy para el Emperador.

—Lo tomo para el Emperador —respondió Kremman con la fórmula tradicional y puso la marca correspondiente—. Gracias, puedes irte.

Había sido un buen principio. Al recaudador de impuestos le gustaba cuando un día de tasación comenzaba así. También aquí se dejaba llevar por su instinto, que le decía cuándo debía poner a alguien en su lista de pruebas y cuando debía creerle.

Fue un día atareado, pero pese a todo un día alegre. Por supuesto que hubo los habituales lamentos que rompían el corazón acerca de cosechas perdidas, ganado enfermo, hijos fallecidos y maridos huidos, pero no tan a menudo como de costumbre, e incluso Kremman se creyó algunas de las historias. En un ataque de indulgencia que hasta a él mismo le sorprendió, permitió incluso la devolución de impuestos a una mujer cuyo marido había muerto. Nadie debía decir que los recaudadores no eran humanos. Él simplemente cumplía con su deber, nada más, su deber sagrado, al servicio del Emperador.

Era ya tarde cuando realizó la última anotación a la luz de una lámpara de aceite y despidió la última persona. Miró con satisfacción su nueva lista, que contenía cinco nombres. No necesitaría más que el día siguiente para su prueba al azar y luego sólo le quedaría recontar todas las cifras juntas.

Cuando acababa de cerrar el libro llegó el alcalde embutido en su desmañada túnica de ceremonias.

—Si se me permite recordar otra vez que tenemos a ese sacrílego en las mazmorras y…

—Primero los impuestos —le rechazó Kremman cansado, y se levantó—. Primero los impuestos y luego todo lo demás.

—Por supuesto —asintió el anciano sumiso—. Como vos queráis.

Entró en la primera casa sin anunciarse. Para las pruebas al azar era importante aparecer sin anunciarse, aunque en este sentido no se hacía ilusiones. Su camino a través de los callejones de Yahannochia había sido seguido discretamente por muchos ojos y todo lo que él hacía era de inmediato transportado en susurros.

Pero a aquellos dos los había sorprendido de verdad. Saltaron asustados cuando entró por la puerta. La mujer escondió su rostro y desapareció en otra habitación y el hombre se colocó como casualmente delante del recaudador, de modo que le quitara la vista de la mujer. Kremman sabía por qué. La presencia de una joven mujer en la casa inducía a algunos recaudadores a tasar primero un impuesto dolorosamente alto para luego ofrecer que se rebajaría el impuesto en el caso de que la mujer le regalara sus favores. Kremman, sin embargo, no había hecho eso nunca. Aparte de eso, las autoridades de Yahannochia, con sabia previsión, le habían traído la noche pasada una mujer, una mujer muy joven —conocían sus gustos— y él estaba, en ese sentido, satisfecho.

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