Al día siguiente, los dos muchachos estaban muy cansados y comprendieron que dormirían como troncos cuando llegara la noche. Por la tarde hablaron de los estudios matemáticos que tan completa y quizá perjudicialmente habían absorbido a Gilman, y especularon acerca de su conexión con la antigua magia y con el folklore, cosa que parecía oscuramente probable. Hablaron de la bruja Keziah Mason, y Elwood convino en que Gilman tenía buenas razones científicas para pensar que la vieja podía haber tropezado casualmente con conocimientos extraños e importantes. Los cultos secretos a que se entregaban estas hechiceras guardaban y transmitían frecuentemente secretos sorprendentes desde antiguas y olvidadas épocas; y no era de ninguna manera imposible que Kezhiah hubiera dominado el arte de atravesar los muros dimensionales. La tradición subraya la inutilidad de las barreras materiales para detener los movimientos de una bruja, y ¿quién puede decir qué hay en el fondo de las antiguas leyendas que hablan de viajes a lomos de una escoba a través de la noche?
Faltaba por ver si un estudiante moderno podía adquirir poderes similares tan sólo mediante investigaciones matemáticas. Conseguirlo, según Gilman, podía conducir a situaciones peligrosas e inconcebibles, pues ¿quién podría predecir las condiciones imperantes en una dimensión adyacente pero normalmente inalcanzable? Por otra parte, las posibilidades pintorescas eran enormes. El tiempo podía no existir en ciertas franjas del espacio, y al entrar y permanecer en ellas se podría conservar la vida y la edad indefinidamente, sin padecer jamás metabolismo o deterioro orgánico, excepto en cantidades insignificantes y como resultado de las visitas al propio planeta o a otros similares. Por ejemplo, se podría pasar a una dimensión sin tiempo y volver de ella tan joven como antes en un período remoto de la historia de la Tierra.
Resultaba imposible conjeturar si alguien había intentado conseguirlo. Las leyendas son vagas y ambiguas, y en épocas históricas todas las tentativas de cruzar espacios prohibidos parecen estar mezcladas a extrañas y terribles alianzas con seres y mensajeros del exterior. Existía la figura inmemorial del delegado o mensajero de poderes ocultos y terribles, el «Hombre Negro» de los aquelarres y el «Niarlathotep» del Necronomicón. Existía también el desconcertante problema de los mensajeros inferiores o intermediarios, esos seres semianimales y extraños híbridos que la leyenda nos presenta como familiares de las hechiceras. Cuando Gilman y Elwood se fueron a acostar, demasiado cansados para continuar hablando, oyeron a Joe Mazurewicz entrar tambaleándose en la casa, medio borracho, y se estremecieron al oír los tonos angustiados de sus plegarias.
Aquella noche Gilman volvió a ver la luz violeta. Oyó en sueños rascar y mordisquear al otro lado de la pared, y le pareció que alguien trataba torpemente de abrir la puerta. Y entonces vio a la bruja y al pequeño ser peludo avanzando hacia él por la alfombra. El rostro de la hechicera estaba iluminado por una inhumana exultación y el pequeño monstruo de colmillos amarillentos dejaba oír su apagada risita burlona mientras señalaba la forma de Elwood, profundamente dormido en el diván del extremo opuesto de la habitación. El temor le paralizó y le impidió gritar. Como en otra ocasión, la horrenda bruja agarró a Gilman por los hombros, lo sacó de la cama de un tirón y lo dejó flotando. De nuevo, una infinidad de abismos rugientes pasaron ante él como un rayo, pero al cabo de unos instantes le pareció encontrarse en un callejón oscuro, fangoso, desconocido y hediondo con paredes de casas viejas y medio podridas alzándose en torno suyo por todos lados.
Delante de él estaba el hombre negro de flotantes vestiduras que había visto en el espacio poblado de picos de su otro sueño, en tanto que la hechicera, más cerca de él, le hacía señales y muecas imperiosas para que se acercara. Brown Jenkin se estaba restregando con una especie de cariño juguetón contra los tobillos del hombre negro ocultos en gran parte por el barro. A la derecha había una puerta abierta que el hombre negro señaló silenciosamente. La bruja echó a andar sin que se borrase su mueca, arrastrando a Gilman por las mangas del pijama. Subieron una escalera que crujía amenazadoramente y sobre la cual la hechicera parecía proyectar una tenue luz violácea, y finalmente se detuvieron ante una puerta que se abría en un rellano. La hechicera anduvo en el picaporte y abrió la puerta, indicando a Gilman que aguardara y desapareciendo en el interior.
El oído hipersensible del muchacho captó un espeluznante grito ahogado, y pasados unos momentos, la bruja salió de la habitación llevando una pequeña forma inerte que tendió a Gilman como ordenándole que lo cogiera. La vista de este bulto y la expresión de su rostro rompieron el encanto. Aún demasiado aturdido para gritar, se precipitó imprudentemente por la ruidosa escalera hasta llegar al barro de la calle, deteniéndose sólo cuando le encontró y le sofocó el hombre negro que allí aguardaba. Poco antes de perder el sentido, oyó la aguda risita del pequeño monstruo de afilados colmillos, semejante a una rata deforme.
La mañana del día 29, Gilman se despertó sumido en una vorágine de horror. En el mismo instante en que abrió los ojos se dio cuenta de que algo horrible había ocurrido, pues se encontraba en su vieja buhardilla de paredes y techo inclinados, tendido sobre la cama deshecha. Le dolía el cuello inexplicablemente, y cuando con un gran esfuerzo se sentó en la cama, vio con espanto que tenía los pies y la parte baja del pijama manchados de barro seco. A pesar de lo nebuloso de sus recuerdos, supo que había estado andando dormido. Elwood debía haber estado demasiado profundamente dormido para oírle y detenerle. Vio sobre el suelo confusas pisadas y manchas de barro, que, curiosamente, no llegaban hasta la puerta. Cuanto más las miraba, más extrañas le parecían, pues, además de las que reconoció como suyas había unas marcas más pequeñas, casi redondas, como las que podían dejar las patas de una silla o de una mesa, con la salvedad de que la mayoría estaban partidas por la mitad. También había curiosos rastros de barro dejados por ratas que partían de un nuevo agujero de la pared y a él volvían. Un total asombro y el miedo a la locura atormentaban a Gilman cuando se encaminó hasta la puerta tambaleándose, y vio que al otro lado no había huellas. Cuanto más recordaba su horrible sueño, más terror sentía, y los lúgubres rezos de Mazurewicz dos pisos más abajo acrecentaron su desesperación. Bajó a la habitación de Elwood, le despertó y comenzó a contarle lo sucedido, pero Elwood no podía imaginar lo que había ocurrido. ¿Dónde podía haber estado Gilman? ¿Cómo había regresado a su cuarto sin dejar huellas en el pasillo? ¿Cómo se habían mezclado las manchas de barro con aspecto de huellas de muebles con las suyas en la buhardilla? Eran preguntas que no tenían respuesta. Luego estaban aquellas oscuras marcas lívidas del cuello, como si hubiera tratado de ahorcarse. Se las tocó con las manos, pero vio que no se ajustaban a ellas ni siquiera aproximadamente. Mientras hablaban, entró Desrochers para decirle que habían oído un tremendo estrépito en el piso de arriba a altas horas de la noche. No, nadie había subido la escalera después de las doce, aunque poco antes había oído pasos apagados en la buhardilla, y también otros que bajaban cautelosamente y que habían despertado sus sospechas. Añadió que era una época del año muy mala para Arkham. Sería mejor que Gilman llevara siempre el crucifijo que Joe Mazurewicz le había dado. Ni siquiera durante el día se estaba seguro; después del amanecer se habían oído unos ruidos extraños, especialmente el grito agudo de un niño, rápidamente sofocado.
Gilman asistió a clase mecánicamente aquella mañana, pero le fue imposible concentrarse en los estudios. Se sentía poseído de un indecible temor y de una especie de expectación y parecía estar aguardando algún golpe demoledor. A mediodía almorzó en el University Spa, y cogió un periódico del asiento de al lado mientras esperaba el postre. Pero no llegó a comerlo nunca, pues una noticia de la primera página del periódico le dejó sin fuerzas y con la mirada desvariada y sólo fue capaz de pagar la cuenta y volver a la habitación de Elwood con pasos vacilantes.
La noche anterior se había producido un extraño secuestro en Ornes Gangway; un niño de dos años, hijo de una obrera llamada Anastasia Wolejko que trabajaba en una lavandería había desaparecido sin dejar rastro. La madre, al parecer, temía tal acontecimiento desde hacía algún tiempo, pero los motivos que aducía para explicar sus temores fueron tan grotescos que nadie los tomó en serio. Dijo que había visto a Brown Jenkin rondando su casa de vez en cuando desde principios de marzo, y que sabía, por sus muecas y risas, que su pequeño Ladislas estaba señalado para el sacrificio en el aquelarre de la Noche de Walpurgis. Había pedido a su vecina, Mary Czanek, que durmiera en su cuarto y tratara de proteger al niño, pero Mary no se había atrevido. No pudo recurrir a la policía, porque no creían en tales cosas. Todos los años se llevaban a algún niño de esta forma, desde que ella podía recordar. Y su amigo Pete Stowacki no había querido ayudarla, porque deseaba librarse del niño.
Pero lo que más impresionó a Gilman fueron las declaraciones de un par de trasnochadores que pasaron caminando por la entrada del callejón poco después de medianoche. Reconocieron que estaban bebidos, pero ambos aseguraron haber visto a tres personas vestidas de manera estrafalaria entrando en el callejón. Una de ellas, según dijeron, era un negro gigantesco envuelto en una túnica, la otra una vieja andrajosa y el tercero un muchacho blanco con su ropa de dormir. La vieja arrastraba al muchacho, y una rata mansa iba restregándose contra los tobillos del negro y hundiéndose en el barro de color oscuro.
Gilman permaneció sentado toda la tarde sumido en estupor, y Elwood, que ya había leído los periódicos y conjeturado ideas terribles con lo que allí se decía, así le encontró cuando llegó a casa. Esta vez no podían dudar de que algo muy grave había ocurrido y los estaba amenazando. Entre los fantasmas de las pesadillas y las realidades del mundo objetivo se estaba cristalizando una monstruosa e inconcebible relación, y solamente una intensísima vigilancia podría evitar acontecimientos todavía más horrorosos. Gilman tenía que consultar a un psiquiatra, antes o después, pero no precisamente ahora cuando todos los periódicos se ocupaban del rapto.
Lo que había sucedido era muy enigmático, y por el momento tanto Gilman como Elwood suponían en voz baja las cosas más descabelladas. ¿Acaso Gilman había conseguido inconscientemente un éxito mayor del que suponía, con sus estudios sobre el espacio y sus dimensiones? ¿Había salido realmente de nuestro entorno terrestre, para llegar a lugares no adivinados e inimaginables? ¿En dónde había estado, si es que había estado en algún sitio, aquellas noches de demoníaco extrañamiento? Los abismos en penumbra resonando con sonidos terribles, la loma verde, la terraza abrasadora, la atracción de las estrellas, el negro torbellino final, el hombre negro, el callejón embarrado y la escalera, la vieja bruja y el horror peludo de afilados colmillos, los grupos de burbujas y el pequeño poliedro, el extraño tostado de su piel, la herida de la muñeca, la imagen inexplicada, los pies manchados de barro, las señales en el cuello, las leyendas y temores de los extranjeros supersticiosos…, ¿qué significaba todo aquello? ¿Hasta qué punto podían aplicarse a un caso semejante las leyes de la cordura?
Ninguno de los dos pudo conciliar el sueño aquella noche, pero al día siguiente no fueron a clase y estuvieron dormitando durante horas. Eso fue el 30 de abril; con el crepúsculo llegaría la diabólica hora del aquelarre que todos los extranjeros y los viejos supersticiosos temían. Mazurewicz regresó a casa a las seis de la tarde con la noticia de que la gente susurraba en el molino que el aquelarre tendría lugar en el oscuro barranco al otro lado de Meadow Hill, donde se levanta la antigua piedra blanca, en un paraje extrañamente desprovisto de toda vegetación. Algunos habían informado a la policía aconsejando que buscaran allí al desaparecido niño de la Wolejko, aunque no creían que se hiciera nada. Joe insistió en que el joven estudiante no dejara de llevar el crucifijo que colgaba de la cadena de níquel, y Gilman le obedeció para complacerle dejando que le pendiera por debajo de la camisa.
Avanzada la noche, los dos muchachos estaban sentados medio dormidos en sus sillas, arrullados por los rezos del mecánico de telares en el piso de abajo. Gilman escuchaba a la par que cabeceaba, y sus oídos, sobrenaturalmente agudizados, parecían esforzarse en captar algún sutil y temido murmullo casi apagado por los ruidos de la vieja casa. Recuerdos malsanos de cosas leídas en el Necronomicón y en el Libro Negro brotaron en su mente, y se encontró balanceándose ajustando los movimientos a execrables ritmos supuestamente pertenecientes a las más grotescas ceremonias del aquelarre, cuyo origen se decía se remontaba a un tiempo y a un espacio ajenos a los nuestros.
Al cabo se dio cuenta de que estaba tratando de escuchar los infernales cánticos de los celebrantes en el distante y tenebroso valle. ¿Cómo sabía él tanto acerca de la cuestión? ¿Cómo conocía la hora en que Nahab y su acólito iban a aparecer con la rebosante vasija que seguiría al gallo y a la cabra negros? Vio que Elwood se había quedado dormido y trató de llamarle para que despertara. Pero algo le cerró la garganta. No era dueño de sí mismo. ¿Acaso habría firmado en el libro del hombre negro después de todo?
Y, entonces, su febril y anormal sentido del oído captó las lejanas notas llegadas en alas del viento. A través de millas de colinas, de prados y de callejones, llegaron hasta él, y las reconoció pese a todo. La hoguera ya estaría encendida y los danzarines dispuestos a iniciar el baile. ¿Cómo evitar el marchar hacia allí? ¿En qué red había caído? Las matemáticas, las leyendas, la casa, la vieja Keziah, Brown Jenkin… y ahora advirtió que había un agujero recién abierto por las ratas en la pared cerca de su diván. Por encima de los distantes cánticos y de las más cercanas preces de Mazurewicz oyó otro ruido: el sonido de algo que escarbaba furtivamente, pero con decisión, en la pared. Temió que fuera a fallar la luz eléctrica. Y entonces vio la colmilluda y barbada carita asomando por el agujero de las ratas, la maldita cara que acabó por darse cuenta de que se parecía sorprendente y burlonamente a la de la hechicera, y oyó el rumor de alguien que andaba en la puerta. Estallaron ante él los abismos oscuros y llenos de gritos, y se sintió inerme en la presa informe de las agrupaciones iridiscentes de burbujas. Ante él, corría velozmente el pequeño poliedro caleidoscópico y en todo el vacío envuelto en turbulencia se percibió un aumento y una aceleración de la vaga configuración tónica que parecía presagiar un clímax indecible e inaguantable. Le pareció saber lo que iba a ocurrir: la monstruosa explosión del ritmo de Walpurgis, en cuyo cósmico timbre se concentrarían todos los torbellinos primitivos y postreros del espacio-tiempo que yacen más allá de las masas de materia y algunas veces trascienden en medidas reverberaciones y penetran levemente todos los niveles de entidad dando un espantable significado en todos los mundos a ciertos temidos períodos.