En tanto los sueños se iban haciendo atroces. En la fase preliminar más ligera la vieja malvada se le aparecía claramente, y Gilman comprendió que era la que le había atemorizado en los barrios pobres. La encorvada espalda, la nariz ganchuda y la barbilla llena de arrugas eran inconfundibles, y sus ropas pardas e informes eran las que él recordaba. La cara de la vieja tenía una expresión de horrible malevolencia y exultación, y cuando Gilman despertaba podía recordar una voz cascada que persuadía y amenazaba. Gilman tenía que conocer al Hombre Negro e ir con ellos hasta el trono de Azatoth, en el mismo centro del Caos esencial. Esto era lo que decía la bruja. Tendría que firmar en el libro de Azatoth con su propia sangre y adoptar un nuevo nombre secreto, ahora que sus investigaciones independientes habían llegado tan lejos. Lo que le impedía ir con ella y Brown Jenkin y el otro al trono del Caos, en torno del cual tocan las agudas flautas descuidadamente, era porque había visto el nombre «Azatoth» en el Necronomicón, y sabia que correspondía a un mal primordial demasiado horrible para ser descrito.
La vieja se materializaba siempre cerca del rincón donde se unían la pared inclinada y el techo descendente. Parecía cristalizarse en un punto más cercano al techo que al suelo, y cada noche se acercaba un poco más y era más visible antes de que el sueño se desvaneciera. También Brown Jenkin estaba un poco más cerca del final, y sus colmillos amarillentos relucían odiosamente en la fosforescencia sobrenatural de color violeta. Su repulsiva risita de tono agudo resonaba continuamente en la cabeza de Gilman, y por la mañana recordaba cómo había pronunciado las palabras «Azatoth» y «Nyarlathotep».
En los sueños más profundos todas las cosas eran también más visibles, y Gilman tenía la sensación de que los abismos en penumbra crepuscular que le rodeaban eran los de la cuarta dimensión. Los entes orgánicos, cuyos movimientos parecían inconsecuentes y sin motivo, eran probablemente proyecciones de formas vitales procedentes de nuestro propio planeta, incluidos los seres humanos. Lo que fueran los otros en su propia esfera, o esferas dimensionales, no se atrevía a pensarlo. Dos de las cosas movedizas menos incongruentes, un conjunto bastante grande de iridiscentes burbujas esferoidales alargadas, y un poliedro mucho más pequeño de colores desconocidos y ángulos formados por superficies y que cambiaban a gran velocidad, parecían observarle y seguirle de un lado a otro o flotar delante de él a medida que cambiaba de posición entre gigantescos prismas, laberintos, racimos de cubos y planos, y formas que casi eran edificios; y continuamente los gritos y rugidos se hacían cada vez más estentóreos, como si acercaran algún monstruoso clímax de insoportable intensidad.
En la noche del 19 al 20 de abril sucedió algo nuevo. Gilman estaba moviéndose, medio involuntariamente, por los abismos en penumbra con la masa burbujeante y el pequeño poliedro flotando delante, cuando percibió los ángulos de extraña regularidad que formaban los bordes de unos gigantescos grupos de prismas vecinos. Unos segundos después se hallaba fuera del abismo tembloroso, de pie en una rocosa ladera bañada por una intensa y difusa luz de color verde. Estaba descalzo y en ropa de dormir, y cuando trató de andar encontró que apenas podía levantar los pies. Un torbellino de vapor ocultaba todo menos la pendiente inmediata, y se estremeció al pensar en los sonidos que podían surgir de aquel vapor.
Vio entonces dos formas que se le acercaban arrastrándose con gran dificultad: la vieja y la pequeña cosa peluda. La bruja se puso trabajosamente de rodillas y consiguió cruzar los brazos de singular manera, en tanto que Brown Jenkin señalaba en cierta dirección con una zarpa horriblemente antropoide que levantó con evidente dificultad. Movido por un impulso involuntario, Gilman se arrastró en la dirección señalada por el ángulo que formaban los brazos de la bruja y la diminuta garra del diabólico engendro, y antes de dar tres pasos arrastrando los pies se encontró nuevamente en los ensombrecidos abismos. Bullían a su alrededor formas geométricas, y cayó vertiginosa e interminablemente, para acabar despertando en su lecho, en la buhardilla demencialmente inclinada de la vieja casa embrujada.
Por la mañana se sintió sin fuerzas para nada, y no asistió a ninguna de las clases. Alguna desconocida atracción dirigía su vista en una dirección al parecer incongruente, pues no podía evitar el mirar fijamente a cierto punto vacío del suelo. Según fue avanzando el día, su mirada sin vista cambió de situación, y para mediodía había dominado el impulso de contemplar el vacío. A eso de las dos salió a comer, y mientras recorría las angostas callejuelas de la ciudad se encontró girando siempre hacia el sudeste. Con gran esfuerzo se detuvo en una cafetería de Church Street, y después del almuerzo sintió el misterioso impulso con mayor intensidad.
Tendría que consultar a un especialista de los nervios después de todo, pues tal vez aquello estuviera relacionado con su sonambulismo, pero mientras tanto podría intentar al menos romper por sí mismo el morboso encantamiento. Indudablemente, era aún capaz de resistir el misterioso impulso, de modo que se dirigió deliberadamente y muy decidido hacia el norte por Garrison Street. Cuando llegó al puente que cruza el Miskatonic le corría un sudor frío, y se agarró a la barandilla de hierro mientras contemplaba el islote de mala fama, cuyas regulares ringleras de antiguas piedras en pie parecían cavilar sombríamente en medio del sol de la tarde.
Y algo le sobresaltó entonces. Pues había un ser vivo claramente visible en el desolado islote, y al volver a mirar se dio cuenta de que era la extraña vieja cuyo siniestro aspecto tanto le había impresionado en sus sueños. También se movían las altas hierbas cerca de ella, como si algún otro ser vivo se estuviese arrastrando por el suelo. Cuando la vieja empezó a volverse hacia él, Gilman huyó precipitadamente del puente y se refugió en el laberinto de callejas del muelle. Aunque el islote estaba a buena distancia, sintió que un maleficio monstruoso e invencible podía brotar de la sardónica mirada de aquella figura encorvada y vieja vestida de marrón.
La atracción hacia el sudeste todavía continuaba, y Gilman tuvo que hacer un gran esfuerzo para arrastrarse hasta la vieja casa y subir las desvencijadas escaleras. Estuvo varias horas sentado, silencioso y enajenado, mientras su mirada se iba volviendo paulatinamente hacia el Oeste. A eso de las seis, su aguzado oído oyó las dolientes plegarias de Joe Mazurewicz dos pisos más abajo; cogió desesperado el sombrero y salió a la calle dorada por el atardecer, dejando que el impulso que lo empujaba hacia el Sudeste lo llevara adonde quisiera. Una hora más tarde la oscuridad le encontró en los campos abiertos que se extendían más allá de Hangmas Brook, mientras las estrellas primaverales parpadeaban sobre su cabeza. El fuerte impulso de andar se estaba transformando gradualmente en anhelo de lanzarse místicamente al espacio, y entonces, repentinamente, supo de dónde procedía la fortísima atracción.
Era del cielo. Un punto definido entre las estrellas ejercía dominio sobre él y lo llamaba. Al parecer era un punto situado en algún lugar entre la Hidra y el Navío Argos, y comprendió que hacia él se había sentido impulsado desde que despertó poco después de amanecer. Por la mañana había estado debajo de él, y ahora se encontraba aproximadamente hacia el sur, pero deslizándose hacia el oeste. ¿Qué significaba esta novedad? ¿Se estaba volviendo loco? ¿Cuánto duraría? Afianzándose en su resolución, dio la vuelta y se encaminó una vez más hacia la siniestra casa.
Mazurewicz le estaba aguardando en la puerta y parecía ansioso y reticente a la vez por susurrarle alguna nueva historia supersticiosa. Se trataba de la luz maléfica. Joe había participado en los festejos de la noche anterior era el Día del Patriota en Massachussetts, regresando a casa después de medianoche. Al mirar hacia arriba desde afuera, le pareció al principio que la ventana de Gilman estaba a oscuras, pero luego vio en el interior el tenue resplandor de color violeta. Quería advertirle sobre ese resplandor, ya que en Arkham todos sabían que era la luz embrujada que rodeaba a Brown Jenkin y al fantasma de la propia bruja. No lo había mencionado antes, pero ahora tenía que decirlo, porque significaba que Keziah y su familiar de largos colmillos andaban detrás del joven. Algunas veces, Paul Chovnski, Dombrowski, el casero, y él habían creído ver el resplandor filtrándose por entre las rendijas del clausurado desván, encima de la habitación que ocupaba el señor, pero los tres habían acordado no hablar del asunto. Sin embargo, más le valdría al señor buscar habitación en algún otro lugar y pedir un crucifijo a algún buen sacerdote como el padre Iwanicki.
Mientras charlaba el buen hombre, Gilman sintió que un pánico desconocido le aferraba la garganta. Sabía que Joe debía estar medio borracho al regresar a casa la noche antes, pero la mención de una luz violácea en la ventana de la buhardilla tenía una espantosa importancia. Aquella era la clase de luz que envolvía siempre a la vieja y al pequeño ser peludo en los sueños más ligeros y claros que precedían a su hundimiento en abismos desconocidos, y la idea de que una persona despierta pudiera ver la soñada luminosidad resultaba inconcebible. Sin embargo, ¿de dónde había sacado aquel hombre tan extraña idea? ¿Acaso no se había limitado él a vagar dormido por la casa, sino que también había hablado? No, Joe dijo que no. Pero tendría que averiguarlo. Tal vez Frank Elwood pudiera decirle algo, aunque le molestaba mucho preguntarle.
Fiebre…, sueños insensatos…, sonambulismo…, ilusión de ruidos…, atracción hacia un punto del cielo…, y ahora la sospecha de decir dormido cosas de loco… Tenía que dejar de estudiar, ver a un psiquiatra y procurar dominarse. Cuando subió al segundo piso se detuvo ante la puerta de Elwood, pero vio que el otro estudiante había salido. Siguió subiendo a disgusto hasta su habitación, y en ella se sentó a oscuras. Su mirada continuaba sintiéndose atraída hacia el sur, pero también se encontró aguzando el oído para captar algún ruido en el clausurado desván de arriba, y medio imaginando que una maléfica luminosidad violácea se filtraba a través de una rendija muy pequeña del techo inclinado y bajo.
Aquella noche, mientras Gilman dormía, la luz violeta cayó sobre él con inusitada intensidad, y la bruja y el pequeño ser peludo se acercaron más que nunca y se mofaron de él con agudos chillidos inhumanos y diabólicas muecas. Gilman se alegró de hundirse en los abismos crepusculares, aunque la persecución de aquel grupo de burbujas iridiscentes y del pequeño y caleidoscópico poliedro resultaba amenazadora e irritante. Luego sobrevino un cambio, cuando vastas superficies convergentes de una sustancia de aspecto escurridizo aparecieron encima y debajo de él, cambio que culminó con una llamarada de delirio y un resplandor de luz desconocida y extraña, en la cual se mezclaban demencial e inextricablemente el amarillo, el carmesí y el índigo.
Estaba medio tumbado en una alta azotea de fantástica balaustrada que dominaba una infinita selva de exóticos e increíbles picos, superficies planas equilibradas, cúpulas, minaretes, discos horizontales en equilibrio sobre pináculos e innumerables formas aún más descabelladas, unas de piedra, otras de metal, que relucían magníficamente en medio de la compuesta y casi cegadora luz que sobre todo ello derramaba un cielo polícromo. Mirando hacia arriba vio tres discos prodigiosos de fuego, todos ellos de diferente color situados a distinta altura por encima de un curvado horizonte, infinitamente lejano, de bajas montañas. Detrás de él se elevaban filas de terrazas más altas hasta donde alcanzaba la vista. La ciudad se extendía a sus pies hasta donde alcanzaba la vista, y Gilman deseó que ningún sonido brotara de ella.
El suelo del cual se levantó fácilmente era de una piedra veteada y bruñida que no pudo identificar, y las baldosas estaban cortadas en formas caprichosas, que más que asimétricas le parecieron estar basadas en alguna simetría irracional, cuyas leyes era incapaz de entender. La balaustrada le llegaba hasta el pecho y estaba delicada y fantásticamente forjada, y a lo largo del barandal se veían intercaladas, de trecho en trecho, pequeñas figuras de grotesca concepción y exquisita talla. Las figuras lo mismo que la balaustrada parecían ser de un metal brillante, cuyo color no se podía adivinar en el caos de mezclados fulgores, y cuya naturaleza invalidaba todas las conjeturas. Representaban algún objeto acanalado en forma de barril y con delgados brazos horizontales que salían como radios de rueda de un anillo central y con abultamientos o bulbos que salían de la cabeza y de la base. Cada uno de estos bulbos era el eje de un sistema de cinco brazos, largos, planos, rematados en triángulos dispuestos alrededor del eje, como los brazos de una estrella de mar, casi horizontales, pero ligeramente curvados desde el barril central. La base del bulbo inferior se fundía en el largo barandal con un punto de contacto tan delicado que varias figuras se habían roto y desprendido. Medían éstas alrededor de cuatro pulgadas y media de altura, Y los aguzados brazos tenían un diámetro máximo de unas dos pulgadas y media.
Cuando Gilman se levantó, las losas le dieron una sensación de calor en los pies. Estaba completamente solo, y lo primero que hizo fue acercarse a la balaustrada y contemplar con vértigo la infinita y ciclópea ciudad que se extendía a casi dos mil pies por debajo de la terraza. Mientras escuchaba, le pareció que una rítmica confusión de tenues sonidos musicales que recorrían una amplia escala diatónica ascendía desde las estrechas calles de abajo, y deseó poder ver a los habitantes del lugar. Al cabo de un rato se le nubló la vista, y hubiera caído al suelo de no haberse agarrado instintivamente a la reluciente balaustrada. Su mano derecha fue a dar en una de las figuras que sobresalían, y el contacto pareció infundirle cierta fortaleza. Sin embargo, la presión era excesiva para la exótica delicadeza de aquel objeto metálico, y la figura erizada se le rompió en la mano. Aún medio mareado, continuó apretándola mientras su otra mano se agarraba a un espacio vacío en la lisa balaustrada.
Pero ahora sus oídos hipersensibles captaron algo a sus espaldas, y Gilman volvió la cabeza y miró a través de la horizontal terraza. Vio cinco figuras que se acercaban silenciosamente, aunque sus Movimientos no eran furtivos; dos de ellas eran la vieja y el animalejo peludo y de afilados colmillos. Las otras tres fueron las que le redujeron a la inconsciencia, pues eran representaciones vivas, de unos ocho pies de altura, de las equinodérmicas figuras de la balaustrada, que avanzaban valiéndose de las vibraciones de los brazos inferiores de estrella de mar que agitaban como una araña mueve las patas…