Los Reyes Sacerdotes de Gor (12 page)

BOOK: Los Reyes Sacerdotes de Gor
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Cierta vez pregunté a Misk por qué el silabario de los Reyes Sacerdotes no se simplificaba, y contestó:

—Si lo hiciéramos, tendríamos que renunciar a ciertos signos, y no podemos soportar esa perspectiva porque todos son muy bellos.

Bajo los puntos olorosos de cada portal frente a los cuales pasábamos Mul-Al-Ka, Mul-Ba-Ta y yo había, quizás para beneficio de los seres humanos o de otras especies, una imagen estilizada de una forma de criatura.

Pero en ninguna de las puertas vi la imagen estilizada de un ser humano.

Por el corredor venía hacia nosotros, caminando con paso mesurado, una joven humana que tendría quizá unos dieciocho años, la cabeza afeitada y vestida con la misma túnica plástica de un mul.

—No le cierren el paso —dijo uno de mis guías.

Me aparté a un costado.

Casi sin mirarnos, y sosteniendo dos cuerdas olorosas en sus manos, la joven pasó entre nosotros.

—¿Quién es? —pregunté.

—Una mul —dijo uno de los esclavos.

—Por supuesto —observé.

—Entonces, ¿por qué preguntas?

Descubrí que deseaba profundamente que él fuera el individuo sintetizado.

—Es una mensajera —explicó el otro—, que lleva cuerdas olorosas entre distintos portales del Salón de Procesamiento.

—Oh —dijo el primer esclavo—. De modo que esas cosas le interesan.

—Es nuevo en los túneles —explicó el segundo esclavo.

Experimentaba cierta curiosidad. Miré de reojo al primer esclavo:

—Tenía hermosas piernas, ¿verdad? —dije.

Pareció desconcertado. —Sí —admitió—, muy fuertes.

—Era atractiva —dije al segundo.

—¿Atractiva?

—Sí.

—Sí —confirmó—, una muchacha sana.

—¿Quizá es compañera de alguien? —pregunté.

—No —aclaró el primer esclavo.

—¿Cómo lo sabes?

—No está en las cajas de crianza.

No sé por qué, esas respuestas lacónicas y la aceptación lisa y llana de las normas impuestas por la regla de los Reyes Sacerdotes me enfureció.

—Me gustaría saber cómo se sentiría en mis brazos —dije.

Los dos hombres me miraron y se miraron entre sí.

—Uno no debe pensar en esas cosas —dijo uno.

—¿Por qué no?

—Está prohibido.

—Pero seguramente ustedes se lo han preguntado.

Uno de los hombres me dirigió una sonrisa. —Sí —confesó—, a veces me lo he preguntado.

—También yo —dijo el otro.

Entonces, los tres nos volvimos para mirar a la joven, que ya era apenas un punto azul bajo los bulbos de energía del corredor.

—¿Por qué corre ahora? —pregunté.

—Los tiempos entre dos portales están medidos —dijo el primer esclavo—, y si se demora queda registrado.

—Sí —dijo el otro—, cinco notas en el registro y la destruyen.

—¿Una nota en el registro es una especie de marca?

—Sí —afirmó el primer esclavo—. La inscriben en la cinta olorosa de cada uno, y también, en forma de olor, en la túnica.

—La túnica —explicó el otro— tiene mucha información, y gracias a ella los Reyes Sacerdotes pueden identificarnos.

—En efecto —continuó el primer esclavo—. De lo contrario, creerían que todos somos iguales.

—Bien —dije, sin apartar los ojos del corredor—, había imaginado que los poderosos Reyes Sacerdotes tendrían un modo más rápido de transportar mensajes.

—Por supuesto —respondió el primer esclavo—, pero no es el modo mejor, porque los muls son muy baratos, y se los reemplaza fácilmente.

—En estas cosas la velocidad —dijo uno— interesa poco a los Reyes Sacerdotes.

—Sí —agregó el otro—, son muy pacientes.

—¿Y por qué no ofrecen a esa joven un aparato de transporte? —pregunté.

—No es más que una mul —explicó el primer esclavo.

—Pero es una mul muy sana —dijo uno.

—Sí —confirmó el otro—, y tiene piernas fuertes.

No habíamos avanzado mucho cuando nos cruzamos con un animal largo y sin ojos, con forma de gusano, provisto de una pequeña boca roja, que avanzaba por el corredor.

Ninguno de mis dos guías prestó atención al animal.

Yo mismo, después de mi experiencia con el artrópodo al que había visto sobre la plataforma, y con la bestia chata que atravesaba la plaza en un disco de transporte, comenzaba a acostumbrarme a encontrar criaturas extrañas en el Nido de los Reyes Sacerdotes.

—¿Qué es? —pregunté.

—Un matok —dijo uno de los esclavos.

—Sí —confirmó el otro— pertenece al Nido.

—Pero creía que yo era un matok —dije.

—Lo eres —afirmó uno de los esclavos.

—¿Y cómo lo llaman? —pregunté.

—Oh, es un gusano resbaladizo.

—¿Qué hace?

—Funcionaba en el Nido —dijo uno de los esclavos— como un elemento de eliminación de los residuos, pero hace muchos miles de años que ya no cumple esa función.

—Sin embargo, permanece en el Nido.

—Los Reyes Sacerdotes —dijo uno de los esclavos— son tolerantes.

—Sí —agregó el otro—, y quieren a esos animales, y respetan la tradición.

—El gusano resbaladizo tiene su lugar en el Nido —dijo el otro.

—¿Cómo vive? —pregunté.

—Aprovecha los restos de las presas dejados por el Escarabajo de Oro —dijo el primer esclavo.

—¿A quién mata el Escarabajo de Oro? —pregunté.

—A los Reyes Sacerdotes —dijo el segundo esclavo.

Sin duda habría insistido con otras preguntas, pero entonces llegamos a un alto portal de acero.

Elevé los ojos, y vi bajo el cuadrado de puntos olorosos la figura estilizada de un ser humano.

—Aquí es —dijo uno de mis compañeros—. Aquí te procesarán.

—Te esperaremos —dijo el otro.

14. LA CÁMARA SECRETA DE MISK

Los brazos del artefacto de metal se apoderaron de mí y me encontré sostenido a varios metros sobre el nivel del suelo.

Detrás, el panel se había cerrado nuevamente.

Estaba en una habitación bastante grande, sombría y revestida de plástico. En un extremo había varios discos de metal fijados a la pared, y a bastante altura sobre ésta un escudo transparente. Contemplándome antisépticamente a través de este escudo, vi el rostro de un Rey Sacerdote.

—Ojalá te bañes en el estiércol de los gusanos resbaladizos —le dije. Abrigaba la esperanza de que tuviera un traductor.

Dos placas metálicas circulares aplicadas a la pared, bajo el escudo, se elevaron y de pronto emergieron largos brazos de metal, buscando mi cuerpo.

Durante un instante consideré la posibilidad de evitar el contacto, pero después comprendí que no tenía modo de escapar de la habitación en la cual me encontraba.

Los brazos de metal se cerraron sobre mí y me levaron.

El Rey Sacerdote que estaba detrás del escudo aparentemente no tomó nota de mi observación. Quizá no tuviera traductor.

Mientras me debatía, irritado, otros elementos manipulados por el Rey Sacerdote emergieron de la pared y avanzaron hacia mí.

Uno de ellos me quitó delicadamente las ropas, e incluso cortó las ligaduras de mis sandalias. Otro introdujo en mi garganta una píldora grande y fea.

—¡Que tus antenas se empapen de grasa! —grité a mi torturador.

Las antenas se irguieron, y después se enroscaron un poco en las puntas.

El hecho me agradó. Aparentemente, tenía traductor.

Estaba ideando el próximo insulto cuando los dos brazos que me sostenían me llevaron sobre un recipiente de metal con doble fondo; el superior formado por angostas barras que constituían un ancho tejido, y el interior formado sencillamente por una bandeja de plástico blanco.

Los apéndices de metal que me sostenían se abrieron de pronto y caí en el recipiente.

Me incorporé enseguida, pero encima se había cerrado la tapa de la caja.

Quise forzar las barras, pero no me sentía bien, y me dejé caer sobre el fondo.

Ya no me interesaba insultar a los Reyes Sacerdotes.

Recuerdo que miré hacia arriba y vi cómo se enroscaban sus antenas.

Pasaron unos dos o tres minutos y la píldora hizo su efecto; y esos minutos no los recuerdo con placer.

Finalmente, la bandeja de plástico se retiró de la caja y desapareció rápidamente por un panel bajo y ancho abierto en la pared de la izquierda.

Me agradó su partida.

Después, todo el recipiente, que corría sobre un riel, comenzó a avanzar hacia una abertura que se abrió en la pared de la derecha.

En el trayecto, la caja se vio sumergida sucesivamente en diferentes soluciones a distintas temperaturas y densidades, y algunos líquidos, quizá porque aún me sentía bastante mal, me parecieron muy desagradables.

Finalmente, jadeando y escupiendo, fui lavado y enjuagado varias veces, la caja comenzó a desplazarse lenta y compasivamente entre aberturas por las cuales brotaban golpes de aire caliente; y más tarde desfiló entre dos filas de grifos por donde brotaban anchos rayos, algunos visibles porque eran amarillos, rojos y verde intenso.

Después me enteraría de que esos rayos, que atravesaban mi cuerpo sin hacerle el más mínimo daño, estaban sincronizados con la fisiología metabólica de distintos organismos que pueden infectar a los Reyes Sacerdotes. También sabía que el último caso en que uno de esos organismos había aparecido se remontaba a cuatro mil años antes. Durante las semanas siguientes en el Nido a veces pude ver a muls enfermos. Los organismos que los afectan al parecer son inofensivos para los Reyes Sacerdotes, y por lo tanto se les permite sobrevivir. Por supuesto, se los considera matoks, es decir, están en el Nido, pero no pertenecen a él, y por lo tanto se los tolera con ecuanimidad.

Me sentí bastante mal cuando, ataviado con una túnica de plástico rojo, me reuní con los dos esclavos que me esperaban en el corredor, frente a la puerta.

—Tienes mucho mejor aspecto —dijo uno de ellos.

—Te dejaron los hilos que crecen en tu cabeza —dijo el otro.

—Cabellos —dije, apoyándome en el marco del portal.

—Qué extraño —comentó uno de ellos—. Los únicos crecimientos fibrosos permitidos a los muls son las pestañas de los párpados.

—Pero es un matok —dijo uno.

—Muy cierto —confirmó el otro.

Me alegré de que la túnica que me habían puesto no tuviese el color púrpura de los Ubares, porque eso habría proclamado que yo era esclavo de los Reyes Sacerdotes.

—Quizá si te aplicas —dijo uno—, puedas llegar a ser un mul.

—Sí —observó el otro—, y en ese caso no sólo estarás en el Nido, sino que serás del Nido.

Me recosté sobre el marco del portal, los ojos cerrados, y varias veces respiré hondo.

—Te asignaron habitaciones —dijo uno de los dos esclavos— en un cajón de la cámara de Misk. Y te llevaremos allí.

—Te llevaremos allí —dijo el segundo esclavo.

Los miré con ojos inexpresivos. —¿Un cajón? —pregunté.

—Es muy cómodo —dijo uno de los esclavos—, con hongos y agua.

Cerré de nuevo los ojos. Sentí que me tomaban suavemente de los brazos, y los acompañé por el corredor.

—Te sentirás mucho mejor —dijo uno de ellos— cuando hayas comido algunos hongos.

—Sí —confirmó el otro.

No es difícil acostumbrarse a los hongos de los muls, porque casi no tienen sabor; es una sustancia muy blanda, blancuzca y fibrosa, de aspecto vegetal. En realidad, se los ingiere con la misma falta de atención con que normalmente se respira.

Los muls comen cuatro veces al día. En la primera comida, los hongos aparecen molidos y mezclados con agua, y forman una especie de pasta; en la segunda la sustancia está dividida en cubos de unos cinco centímetros de lado; en la tercera, se mezclan con píldoras muls, y se sirven como un plato frío. Es indudable que las píldoras son un complemento dietético. En la última comida, los hongos forman una especie de torta ancha y chata, condimentada con algunos granos de sal.

Según me dijo Misk, y le creo, a veces los muls se matan entre sí por un puñado de sal.

Según he podido comprobar, el hongo de los muls no es muy distinto del que se cría en condiciones ideales con esporas especialmente seleccionadas y que sirven para alimentar a los propios Reyes Sacerdotes. Quizás sea un poco menos tosco que el hongo de los muls. Misk se mostró muy fastidiado cuando me dio a probar un poco y yo no pude percibir ninguna diferencia. Por mi parte, también me irrité mucho cuando más tarde descubrí que la principal diferencia entre el hongo de elevada calidad y el de los muls es simplemente el olor.

Cuanto más tiempo permanecía en el Nido, más se agudizaba mi sentido del olfato. Misk me entregó un traductor, y yo pronunciaba frases en goreano frente al aparato, y después esperaba la traducción al lenguaje de los Reyes Sacerdotes; de este modo, después de un tiempo pude identificar muchos olores significativos. El primer olor que llegué a reconocer fue el nombre de Misk, lo cual le complació mucho.

Una de las cosas que hice fue pasar el traductor sobre la túnica de plástico rojo que me habían entregado, y escuchar la información registrada en ella. No había gran cosa, salvo mi nombre, mi ciudad, que yo era un matok bajo la supervisión de Misk, que no tenía antecedentes registrados y que podía ser peligroso.

Sonreí ante esta última observación.

Ni siquiera tenía espada, y estaba seguro de que en un combate con los Reyes Sacerdotes sería vencido en pocos instantes por sus fieras mandíbulas y los salientes afilados de sus patas delanteras.

El cajón que debía ocupar en la cámara de Misk no era tan desagradable como había pensado al principio.

Más aún, me pareció mucho más lujoso que la propia cama de Misk, cuyos únicos adornos eran la artesa de los alimentos y numerosos compartimentos, esferas, llaves y enchufes instalados en una pared. Los Reyes Sacerdotes duermen y comen de pie, y se acuestan quizá únicamente para morir.

Pero la desnudez de la cámara de Misk en realidad era aparente, y ofrecía esa característica sólo a un organismo como el mío, orientado visualmente. En realidad, las paredes, el techo y el suelo estaban cubiertos con sistemas de olores, algo que para un Rey Sacerdote debía ser profundamente bello. En efecto, Misk me informó que los sistemas de olor en su cámara habían sido concebidos por algunos de los principales artistas del Nido.

Mi cajón era un cubo de plástico transparente, de unos ocho pies cuadrados, con orificios de ventilación y puertas deslizables de plástico. La puerta no tenía cerradura, y por lo tanto podía entrar y salir a voluntad.

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