Los reyes heréticos (32 page)

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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

BOOK: Los reyes heréticos
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La ciudad monasterio continuaba con sus tareas al margen de las inclemencias del tiempo, con sus rituales tan inmutables y predecibles como las propias estaciones. En las salas de estudio y refectorios las chimeneas estaban encendidas, alimentadas con la leña cortada y amontonada durante el verano y otoño. La carne salada y ahumada aparecía en la mesa con más frecuencia, igual que el contenido de las inmensas despensas. Los pescadores más emprendedores abrían agujeros en el mar helado para llevar pescado fresco a la mesa del pontífice y el vicario general de vez en cuando, pero en general Charibon se parecía a un oso hibernando, viviendo de lo que había almacenado en los meses precedentes y gruñendo suavemente en su letargo. Excepto por algún mensajero pontificio lo bastante atrevido (o bien pagado) para enfrentarse a las ventiscas, la ciudad estaba aislada del resto de Normannia, y continuaría de aquel modo durante varias semanas, hasta que las temperaturas descendieran más y endurecieran la nieve, convirtiéndola en una carretera blanca y crujiente apta para los trineos tirados por mulas.

Los lobos bajaban aullando de las montañas, como hacían siempre, y por las noches se oían sus gemidos melancólicos, levantando ecos en la catedral y el claustro. Si el tiempo era muy malo, a veces se aventuraban en las calles de la propia Charibon, haciendo que fuera peligroso recorrerlas solo de noche. Algunos contingentes de las tropas de Almark estacionadas en Charibon tenían que hacer patrullas periódicas por la ciudad para limpiar sus calles de alimañas.

Habían sonado las completas. Se habían cantado las vísperas dos horas antes, los monjes habían terminado su cena y la mayoría se encontraban en sus celdas, disponiéndose a acostarse. Charibon se preparaba para la larga noche invernal, mientras un viento gélido le arrojaba puñados de nieve desde las Címbricas, ahogando los aullidos de los lobos. Las calles de la ciudad estaban desiertas, e incluso los custodios de la catedral se preparaban para el sueño, tras haber apagado las lámparas votivas y cerrado las grandes puertas del principal lugar de culto de Charibon.

Hubo una suave llamada a la puerta de Albrec y éste la abrió, estremeciéndose al contacto del viento frío que hizo su entrada.

—¿Listo, Albrec?

Era Avila, envuelto en capucha y bufanda.

—¿Nadie te ha visto salir?

—Todo el dormitorio tenía la cabeza bajo la manta. Hace una noche muy fría.

—¿Has traído una lámpara? Necesitaremos dos.

—Una muy buena. No la echarán de menos hasta maitines. ¿Estás seguro de que quieres seguir adelante con esto?

—Sí. ¿Y tú?

—No —suspiró Avila—, pero ya estoy metido hasta el cuello. Y además, es terrible vivir consumido por la curiosidad, como con un picor que es imposible rascarse.

—Espero que puedas rascártelo esta noche, Avila. Toma esto. —El pequeño monje entregó a su amigo inceptino un objeto duro, anguloso y pesado.

—¡Un azadón! ¿De dónde lo has robado?

—Llámalo un préstamo, a mayor gloria de Dios. Lo he cogido de los jardines. Vamos; es hora de ponerse en marcha.

Salieron de la celda de Albrec y avanzaron por los amplios corredores de la casa capitular donde éste dormía. Debido a su posición como bibliotecario asistente, poseía su propia celda, mientras que Avila compartía su dormitorio con otros doce clérigos inceptinos, pues sólo hacía tres años que había abandonado el capuchón de novicio.

Cruzaron un patio helado, mientras el fuerte viento hacía revolotear sus hábitos. Pocos minutos después, se encontraron frente a las altas puertas dobles de la biblioteca de San Garaso. Pero Albrec condujo a su amigo al otro lado del edificio bordeado de blanco, pateando la nieve apelotonada con sus pies calzados con sandalias, y deteniéndose ante una puerta trasera medio enterrada. Introdujo su llave en la cerradura y la hizo girar con un chasquido; luego abrió la puerta.

—Por aquí el camino es más discreto —gruñó, pues los goznes estaban muy duros—.

Nadie nos verá entrar ni salir.

Pero Avila estaba observando el suelo a su alrededor.

—Maldita sea, Albrec, ¿y nuestras huellas? Hemos dejado un rastro que puede ver todo el mundo.

—No podemos evitarlo. Con un poco de suerte, habrá nevado por la mañana. Vamos, Avila.

Meneando la cabeza, el alto inceptino siguió a su diminuto amigo hacia la oscuridad de la biblioteca, llena de moho y olor a viejo. Albrec cerró la puerta tras ellos y permanecieron un momento en silencio, impresionados por el silencio de las enormes paredes y los libros expectantes. El viento se había reducido a un mero gemido entre las vigas.

Avila encendió una luz y sus sombras les saltaron encima desde los muros al prender la lámpara. Se quitaron las capuchas y se sacudieron la nieve de los hombros.

—Estamos solos —dijo Albrec.

—¿Cómo lo sabes?

—Conozco este lugar, en invierno y en verano. Noto cuándo la biblioteca está vacía… o todo lo vacía que puede estar, con tantos recuerdos.

—No hables así, Albrec. Ya estoy más nervioso que una liebre en primavera.

—Vamos, pues, y mantente cerca de mí. Y no toques nada.

—De acuerdo, de acuerdo. Guíame, bibliotecario jefe.

Recorrieron las múltiples salas, vestíbulos y corredores de la biblioteca en silencio, mientras las altas estanterías de libros y pergaminos se erguían junto a ellos como murallas.

Luego empezaron a descender por unas escaleras cada vez más estrechas, que a Avila le parecieron construidas en el interior de los mismos muros del edificio. Finalmente, levantaron una trampilla de madera con goznes de hierro que había estado oculta bajo una estera de arpillera. Escalones empinados que descendían hacia una oscuridad completa. Las catacumbas.

Empezaron a bajar, con todo el peso y el tamaño de la biblioteca flotando sobre ellos y a su alrededor como una nube. El hecho de que fuera una noche invernal e infestada de lobos no debería haber significado ninguna diferencia en aquella oscuridad, pero por algún motivo no era así. Una sensación de aislamiento se apoderó de los dos hombres mientras avanzaban a través de los trastos acumulados en las catacumbas y tosían a causa del polvo que levantaban. Eran como dos exploradores que hubieran encontrado las ruinas de una ciudad muerta, y se arrastraran por sus entrañas como gusanos por el vientre de un cadáver.

—¿Cuál es la pared norte? —preguntó Avila.

—La de tu izquierda. Está más húmeda que las demás. Quédate a un lado y no tropieces.

Avanzaron palpando las paredes, levantando la lámpara para observar la obra. Granito cincelado, las propias entrañas de la montaña horadadas y esculpidas como si fueran arcilla.

—Los fimbrios debieron de tardar veinte años en excavar este lugar —jadeó Avila—. Es piedra sólida, y no hay rastro de mortero.

—Los constructores del imperio eran un pueblo extraño —dijo Albrec—. Parecían tener la necesidad de dejar su marca en el mundo. Fueran donde fueran, construían para la posteridad. La mitad de los edificios públicos de los Cinco Reinos se remontan a la Hegemonía fimbria, y nadie ha construido a una escala similar después de ellos. El viejo Gambio dice que fue el orgullo lo que acabó con el imperio, más que ninguna otra cosa. Dios los humilló porque creían que podían gobernar el mundo según les pareciera.

—Y lo consiguieron, durante unos tres siglos —dijo secamente Avila.

—Silencio, Avila. Hemos llegado. —Albrec paseó la lámpara por la pared formada por bloques unidos con mortero en lugar de la piedra sólida del resto de las catacumbas. La luz les mostró la abertura donde había sido hallado el precioso documento de Albrec.

—Enciende la otra lámpara —dijo el pequeño antilino, y metió la mano en la abertura con una ausencia de temor que hizo estremecerse a Avila. Podía haber cualquier cosa en aquel agujero—. Hay una habitación al otro lado, no hay duda. Un espacio muy grande, en cualquier caso.

Avila encontró un barril roto entre los escombros. Lo apoyó sobre un extremo y colocó las dos lámparas sobre él.

—¿Ahora qué? ¿El azadón?

—Sí. Dámelo.

—No, Albrec. Por muy valiente que seas, no tienes constitución para esto. Apártate, y monta guardia.

Avila levantó la pesada herramienta, estudió la pared durante un segundo, y luego blandió el azadón en un arco breve y salvaje contra el escaso mortero del muro.

Un golpe que sonó increíblemente fuerte en sus oídos. Avila hizo una pausa.

—¿Estás seguro de que nadie va a oírnos?

—La biblioteca está desierta, y hay cinco pisos por encima de nosotros. Confía en mí.

—Que confíe en él —dijo Avila en tono de resignación burlona. Y empezó a emplear el azadón en serio.

El antiguo mortero se resquebrajó y acabó por desmoronarse. Avila golpeó la pared hasta que las piedras que la sostenían empezaron a moverse. Las separó con el extremo plano del azadón, y al poco rato consiguió abrir una cavidad de unas seis pulgadas de profundidad por dos pies de anchura. Se detuvo para secarse la frente.

—Albrec, eres la única persona que conozco capaz de hacerme sudar en invierno.

—Vamos, Avila, ¡casi has terminado!

—De acuerdo, de acuerdo, capataz.

Unos cuantos golpes más, y se produjo una avalancha de piedras y polvo que los dejó tosiendo, envueltos en una nube que se revolvía a la luz de las lámparas como una niebla dorada.

Albrec tomó una lámpara y se arrodilló, empujándola hacia el agujero que había aparecido de repente.

—¡Dulces santos, Albrec! —dijo Avila en un susurro horrorizado—. Mira lo que hemos hecho. Nunca podremos volver a tapar ese agujero.

—Amontonaremos escombros delante de él —dijo Albrec con impaciencia, y luego añadió, con una voz repentinamente ronca—: Avila, hemos atravesado la pared. Puedo ver lo que hay al otro lado.

—¿Qué… qué hay?

Pero Albrec ya estaba gateando y se había perdido de vista, desalojando más piedras y polvo con los hombros. Parecía un conejo rechoncho tratando de meterse en una madriguera demasiado pequeña.

Consiguió ponerse en pie. Apenas consciente de las insistentes preguntas de Avila al otro lado de la pared, Albrec se enderezó y levantó la lámpara.

La habitación (pues eso era) tenía el techo muy alto. Como en las catacumbas que acababa de abandonar, las paredes eran de roca sólida. Pero aquella estancia no había sido excavada por la mano del hombre. Había estalactitas descendiendo del techo, y las paredes eran toscas e irregulares. No era una habitación, sino una cueva, comprendió Albrec sorprendido. Una caverna subterránea que había sido descubierta muchos siglos atrás, y que alguien había tapiado en una época más reciente.

Las paredes estaban cubiertas de dibujos.

Algunos eran salvajes y primitivos, representaciones de animales de los que Albrec había oído hablar pero nunca había visto: marmorillos de colmillos curvados y ojos penetrantes, unicornios de cuernos planos, y lobos, algunos de los cuales andaban sobre cuatro patas y otros sobre dos.

Los dibujos eran toscos pero poderosos; las líneas fluidas que delimitaban el contorno de los animales estaban dibujadas con trazos firmes y seguros. Había un naturalismo en ellos que chocaba con las ilustraciones estilizadas de la mayor parte de los manuscritos de la época.

Bajo la temblorosa luz de la lámpara, casi parecía que los animales se estuvieran moviendo en manadas y rebaños, recorriendo las paredes en una migración olvidada.

Albrec captó todo aquello con una sola mirada. Lo que llamó su atención casi al momento, sin embargo, fue algo diferente. Una forma pareció saltar hacia él desde las sombras, y estuvo a punto de soltar la lámpara. Luego trazó el signo del Santo sobre su pecho.

Una estatua, de la altura de un hombre, en la pared opuesta.

Era un lobo con cabeza de hombre, con los brazos levantados y una boca bestial completamente abierta. Detrás de él, sobre la piedra de la pared, alguien había grabado y pintado un pentagrama en el interior de un círculo, de modo que la luz de la lámpara lo hacia resaltar en un vivido relieve. Ante la estatua había un pequeño altar, con la superficie atravesada por un profundo surco. La piedra del altar estaba descolorida, manchada, como por pecados antiguos e imperdonables.

Hubo un chasquido de piedras sueltas que hizo que Albrec emitiera un chillido de miedo, y Avila entró en la habitación, limpiándose el polvo del hábito y con una expresión al mismo tiempo severa y estupefacta.

—Sangre del Santo, Albrec, ¿por qué no me contestabas? —Y luego—: ¡Santo padre de todos! ¿Qué es esto?

—Una capilla —dijo Albrec, con una voz ronca como la de una rana.

—¿Qué?

—Un lugar de culto, Avila. Los hombres hacían sacrificios aquí, en alguna época oscura y perdida.

Avila estaba estudiando la horrible estatua, sosteniendo la lámpara cerca de su hocico.

—Es una obra antigua y primitiva. ¿Cuál de los antiguos dioses debe de ser éste, Albrec? No es el Dios Cornudo, en cualquier caso.

—No estoy seguro de si pretende representar a un dios, pero aquí se ofrecieron sacrificios. Mira el altar.

—Sangre, sí. Por los dientes del infierno, Albrec, ¿qué me dices de esto? —Y Avila sacó de su hábito la daga con el grabado del pentagrama que habían encontrado en su última visita a las catacumbas.

—Un puñal para sacrificios, probablemente. ¿Qué te ha hecho traerlo contigo?

Avila adoptó una expresión irónica.

—Si te digo la verdad, tenía intención de volver a perderlo por aquí. No lo quiero cerca.

—Podría ser importante.

—Y también podría ser peligroso. ¿Y puedes imaginar cómo se lo explicaría al deán de la casa si lo descubrieran?

—De acuerdo, pues. —Albrec movió la lámpara para estudiar los otros rincones de la cueva, sumidos en la oscuridad—. Estamos olvidando para qué hemos venido. Ayúdame a buscar más partes del documento, Avila, y tira esa cosa si no tienes más remedio.

Avila arrojó la daga a un lado y ayudó a Albrec a remover los escombros que cubrían el suelo de la cueva. Parecía que alguien hubiera arrojado allí dentro la mitad del contenido de una biblioteca, abandonándolo para que se pudriera un siglo atrás. Sus pies descansaban sobre restos de manuscritos, y había grandes cantidades de pergaminos medio podridos, amontonados contra las paredes como una marea. Se arrodillaron entre los fragmentos y los acercaron a sus rostros, tratando de distinguir las letras descompuestas y desteñidas a la luz de las lámparas.

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