Los novios búlgaros (5 page)

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Authors: Eduardo Mendicutti

Tags: #Drama, #Romántico

BOOK: Los novios búlgaros
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Denso, pegajoso, bravio. Nadie tenía interés en probar el
rakía
.

—Bebe un poco, hombre —me pidió Kyril.

El
rakía
era la aportación de Assen a la fiesta. Los búlgaros no le hacían el menor caso al denso, pegajoso, bravio aguardiente búlgaro; bebían güisqui en cantidades pasmosas. Además, Toni, el criado filipino, demostraba una insuperable aversión a servir el
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, aquel brebaje indecoroso e impropio de una casa elegante. Adelardo Taormina, la Mogambo, tonteaba con Vladimir y sugería que, si Vladimir se lo pedía, él estaba dispuesto a cometer la temeridad de tragar aquella pócima, como muestra de entrega y devoción. Petre, mientras tanto, le contaba sus calamidades a Gregorio Patiño, el ruinoso pintor de retratos de sociedad, que le acariciaba temblorosamente las rodillas; cada vez que Gregorio Patiño se movía un poco más de la cuenta, desprendía sonidos inquietantes, como si le estuvieran haciendo la autopsia. Petre no tenía la más remota intención de jugarse los viles dineros obligando al pintor a beber el aguardiente salvaje de Bulgaria. Adelardo Taormina hacía muchos melindres y morisquetas, pero resultaba evidente que utilizaba aquel coqueteo con la bebida, aquel tira y afloja entre la tentación y el horror de beber, como un bostoniano sistema de seducción, todo muy Grace Kelly. Cuando vine a darme cuenta, el único que tenía en la mano un vaso de
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era yo.

—Bebe, hombre.

Kyril me miraba a los ojos como pidiéndome una prueba de amor. Al menos, eso me pareció a mí. De modo que levanté el vaso de
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, insinuando un brindis. Kyril acercó su güisqui a mi
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: estremecedor.

Y ya emprendía yo el camino del coma hepático, cuando Kyril se apiadó de mí. Me sujetó el brazo. Le salió una sonrisa ancha y picara y arrugó los ojos hasta construir un gesto que decía con claridad que de buena me había librado. Me aconsejó que no hiciera locuras; ni siquiera por él. Me moriría. Yo pensé que no sería para tanto, pero decidí que era preferible dar crédito a su alarma: eso me permitía sentirme en la palma salvadora de King Kong. Allí, sobre una mesa de cristal, quedó el vaso de
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, intacto, toda la noche.

Los canapés eran excelentes. Los búlgaros engullían canapés con una voracidad que estaba, sin duda, fuera de lugar, pero la culpa era de Gildo, porque no se le ofrecen exquisitos pero algo evanescentes canapés a muchachos malcomidos y avasalladores. El subsidio de la Cruz Roja, en torno a las treinta mil pesetas mensuales, se lo gastaban todos a las pocas horas de cobrarlo, y además en lo último en que pensaban era en comer decentemente. Los más sensatos pagaban una semana de pensión, y el resto se lo gastaban en las cosas más peregrinas: máquinas fotográficas, gafas de sol de buenas marcas, una pequeña cruz de oro para prendérsela en el lóbulo de la oreja. Todos tenían al menos un pantalón, una camisa y una cazadora o una americana más que presentables y que sólo utilizaban en ocasiones señaladas: por ejemplo, para ir a la fiesta de Gildo. Los menos escrupulosos y altivos acudían a la hora del almuerzo o de la cena a las casas de beneficencia; Kyril prefería ayunar, me dijo, a ponerse en una de aquellas colas menesterosas y apocadas, y le juré que nunca se vería en la necesidad de hacerlo. Pero la casa de Gildo parecía aquella noche, al menos durante el tiempo que los búlgaros dedicaron a engullir canapés, un albergue para jóvenes vagabundos, una dependencia municipal para forasteros sin techo aunque, eso sí, guapos, limpios, saludables a pesar de las privaciones y, para colmo de tanto atractivo, dulcificados —al menos en teoría— por el prestigio del alma eslava y ennoblecidos por el afán de disfrutar, a pesar de tantos sacrificios, las oportunidades que se presentan a los hombres libres. Por eso no tenía nada de extraño que —mientras Toni, el criado filipino, cumplía con suficiente disciplina las funciones de hermana de la caridad— Gregorio Patiño estuviera a punto de desollarle las rodillas a Petre de tanto manoseárselas, y la Tiralíneas encontrara imprescindible acariciarle a Bambi la nuca mientras trataba de explicarle por dónde se iba a Alcalá de Henares, y la Regina no lograba apartar la vista de la ajustada entrepierna de Ivo sin dejar por ello de narrarle sus numerosos y amistosos encuentros con el rey Simeón, y Adelardo Taormina alzaba suavemente, con las yemas de los dedos, la barbilla de Vladimir y murmuraba, asomado al éxtasis, qué rasgos tan ideales los de este muchacho.

—Cuidado —le advirtió Gildo—, porque tiene condilomas.

—¿Condilomas? —Adelardo Taormina, la Mogambo, acusaba en seguida las incomodidades de la selva—. ¿Eso qué es?

—Una venérea, querido. Unos granos horribles y que se contagian muchísimo.

Los dedos de Adelardo Taormina buscaron madera. Había aparecido de repente en el centro de la fiesta el espectro de una enfermedad y, aunque no se tratase al parecer de «la» enfermedad, una amenaza difícil de ignorar presionaba sobre la superficie idílica de la reunión como la mano de un cadáver enterrado bajo una pradera y condenado a salir a la superficie en cualquier momento. Reconozco que pensé: para pretenderse aventurero por la selva, este Adelardo Taormina resulta demasiado aprensivo. Después de todo, los cazatalentos de la Puerta del Sol habíamos decidido convencernos de que todos aquellos muchachos llegaban de tierras incontaminadas, carecían de peligro mortal, sus venas estaban limpias del virus engendrado en las cloacas de Occidente, no venían de Sao Paulo o de San Francisco ni de una comarca nigeriana diezmada por el sida, procedían de países amurallados en los que cualquier práctica de riesgo estaba prohibida por decreto. Era, sin duda, un convencimiento insensato, pero también un modo de recuperar el entusiasmo y la despreocupación de los años paradisíacos, cuando todo cuerpo apetecible era siempre inocente, cuando nadie, por el simple hecho de ofrecer o aceptar ríos de amor o un instante de sexo, se convertía inmediatamente en sospechoso. Todos aquellos muchachos venían de la prehistoria, donde la lujuria era sana o padecía tan sólo males reparables, como sin duda eran los condilomas que Gildo le acababa de adjudicar al bueno de Vladimir, y todo el repertorio de males cutáneos que Gildo repartía sin mesura alguna entre allegados, conocidos, recién llegados y aves de paso. También es cierto que ninguno de aquellos chicos hacía nada que la Organización Mundial de la Salud tuviera clasificado como remotamente arriesgado, pero también es posible que la insistencia de Gildo en practicar a todas horas una dermatología de ambulatorio no hacía sino ocultar la obsesión por el gran mal.

En cualquier caso, Gildo, la Molokai, usaba a destajo la dermatología para marcar su territorio. Le endilgaba a todo el mundo —a los chicos, para reservárselos; a la competencia, para espantarle a los chicos— toda clase de herpes, hongos, sarcomas, eccemas, peligrosos padecimientos de la piel. A Vladimir lo tenía en la recámara, por si Assen no se decidía a aceptar el ofrecimiento de trasladarse a aquel piso lleno de comodidades, con el consiguiente alivio para su sueldo de fregaplatos, de manera que había decidido proporcionarle a Vladimir una buena dosis de condilomas; daba cierta pena comprobar cómo Adelardo Taormina luchaba de repente, con las fuerzas que cabía atribuirle a Grace Kelly, entre la salud y el deseo. Del propio Kyril, que exhibía en los codos pequeñas placas de soriasis, la Molokai aseguraba que padecía un tipo, si no benigno, al menos rebajado, de lepra. Conmigo no le había resultado bien la estratagema —insistía en que Kyril no era su tipo para nada, pero detestaba que yo dejase la promiscuidad y sus riesgos para los demás—, aunque en general tenía bastante éxito y, desde luego, había conseguido amargarle la noche a Adelardo Taormina y chafarle el previsible negocio al pobre Vladimir. Para que Vladimir no se sintiera solo, la Molokai aprovechó un descuido del pintor de retratos de sociedad para decirle a Petre, hermano de Vladimir, que su decrépito galán tenía melanomas por todo el cuerpo, y cuando Petre le preguntó qué eran los melanomas, la Molokai se lo aclaró rotundamente: cáncer. Gildo, la Molokai, tenía un modo muy peculiar de ser hospitalario.

Y el caso es que Gildo había invitado a todo el mundo con el señuelo de que todos, búlgaros y loquihambrientas, podrían emparejarse, tendrían la oportunidad de satisfacer sus respectivas necesidades, llegarían a acuerdos para ser amables los unos con los otros, sin que fuera preciso, además, perder las formas o la autoestima. Porque, bien mirado, la única rareza perceptible, en aquella reunión, era su carácter exclusivamente masculino; exceptuando algún gesto o alguna expresión esporádica por parte del contingente español, el conjunto ofrecía un grado suficiente de masculinidad. La concupiscencia estaba agazapada, salvo leves o momentáneos deslices, y los sobrenombres de los varones capaces de ofrecer protección —la Molokai, la Mogambo, la Regina, la Tiralíneas— pertenecían a una esfera muy privada y marginal, confidencial, casi clandestina. De hecho, ninguno de nosotros sabía cómo le llamaban los demás en las ráfagas de desgarro amanerado o brutal, alegre o malintencionado que tiene, con mayor o menor frecuencia, incluso el más espartano del gremio. El grupo, por tanto, presentaba una superficie nada estridente, una apariencia de normalidad en la que muchachos arregladitos y cordiales aceptaban con risueña expectación, y con la despreocupación que proporciona la complicidad, las atenciones y los tanteos de unos señores solícitos y, en general, bien educados, que podían hacerles más llevadera la emigración. No obstante, es cierto que bajo aquella envoltura apacible y de un mutuo entendimiento muy parecido a la inocencia, se percibían síntomas de ansiedad, de desesperación, de rencor, de remordimientos, síntomas de un mundo hecho añicos, por un lado, y de una rapacidad grandilocuente o doméstica, por otro. Por eso no tuvo nada de extraño que yo recordase —hasta convertirla en curioso motivo de conversación— la visita del apurado y algo turbio consejero comercial de la embajada de Bulgaria, Simenon Iliev.

—Cuidado con ésos —insistía Kyril.

—¿Y tú qué sabes del sector petroquímico, en general, y del búlgaro, en particular? —me preguntó Adelardo Taormina, alarmado quizás por lo que de selvático podía tener el asunto.

—Absolutamente nada. Pero conozco a quien sabe, o puede saber. Es mi trabajo. Poner en contacto a quien tiene un problema con quien se lo puede solucionar.

—Un intermediario —simplificó Gildo.

—Un consultor, querido, un consultor.

El único representante del mundo empresarial en aquel simulacro de orgía Este-Oeste, un consultor a quien de pronto —en uno de mis relativamente frecuentes, aunque siempre fugaces, desplomes anímicos— se le aparecía, pidiendo socorro, una maraña de conflictos humanos y petroquímicos, todos búlgaros: jóvenes ilusiones, hidrocarburos y derivados, familias rotas, derivados halogenados nitrados y nitrosados, afectos mutilados, ácidos orgánicos, amores muertos, alcoholes —entre ellos, barruntaba yo, el destructivo
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—, ingenuas fantasías, aldehidos, proyectos truculentos, acetileno, antecedentes penales, cetonas, estudios y diplomas inútiles, éteres y fenoles, impaciencia… Todo eso, de pronto, me afectaba, y todo necesitaba consejo y, por supuesto, esponsorización.

La esponsorización, el patrocinio, el mecenazgo eran imprescindibles. Resultaba, desde luego, complicado de encontrar para el estudio de reconversión del sector petroquímico, pero allí, en casa de Gildo, teníamos la posibilidad de aplicárselos al sector de jóvenes aventureros y perseguidores de la prosperidad. Había que implicarse. Había que comprometerse con algo concreto y olvidar las solemnidades socioeconómicas. Es verdad que uno corría el riesgo de parecerse a Mia Farrow, adoptando, en lugar de chiquillos vietnamitas, mocetones búlgaros. Pero también es cierto que tal magnanimidad podía —debería— suponer, según la futura Ley de Mecenazgo, ventajas fiscales.

—Ayudar a una de estas criaturas tendría que desgravar —admitió Aldo Neri, la Regina, que ya había llegado a un acuerdo con Ivo—. Como los donativos a Cáritas.

—Desgravará —dije yo, y decidí sobre la marcha darle solemnidad y perfil jurídico a mi compromiso con Kyril—. Por lo que a mí respecta, declaro públicamente que queda constituida la Fundación Daniel Vergara de ayuda a los países del Este, con la institución de la Beca Vergara que, en este mismo instante, se concede a Kyril, en atención a la importancia y el volumen de su curriculum —más de uno fantaseó por un momento sobre el curriculum en cuestión—, y que estará en vigor, la beca, mientras dicho curriculum sea igual de vigoroso, o mientras de común acuerdo no establezcan lo contrario las partes implicadas. Si cumplo, que el porvenir me lo premie, y si no, que me lo demande.

Hubo aplausos. Kyril y yo, muy académicos, nos estrechamos la mano: estas cosas hay que sellarlas con formalidad. Kyril, además, recibió abundantes y sinceras felicitaciones. El vaso de
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seguía intacto sobre la mesita de cristal, como una amenaza. Kyril era feliz: resultaba muy gracioso cómo lo decía, con aquella mezcla de puerilidad y astucia. Ya no sólo contaba con el enclenque mecenazgo de la Cruz Roja, sino con uno mucho más dadivoso y maleable, el de la beca instituida por este espontáneo e imprudente protector de Bulgaria.

Aquella noche, cuando Kyril y su primo Dani me acompañaron a casa, Kyril entró conmigo en el portal y, como hacía siempre, antes de que yo encendiera la luz, me dio un casto y sosegado beso en la mejilla, sin que su primo nos viera, y me dijo, burlón:

—Gracias por la beca, hombre. Ahora tengo que encontrar otra para Dani.

Pero el tiempo nos demostraría que una beca así, un mecenazgo semejante, lo reserva el destino a los más afortunados.

V.
Donde despunta la sombra de la novia

La primera vez que Kyril me habló de Kalina me dijo que era su mujer. Kalina vivía en aquel momento en Berlín, con su padre —un prestigioso entrenador de halterofilia, mimado sin duda por el antiguo régimen búlgaro, que había encontrado trabajo y comodidades en la nueva Alemania— y la nueva familia de su padre: su segunda y jovencísima mujer, pocos años mayor que la propia Kalina, y el niño que acababan de tener. Kyril odiaba al padre de Kalina, porque el padre de Kalina le odiaba a él: Kyril no era en absoluto lo que aquel hombretón, astuto y riguroso como sólo puede serlo un entrenador búlgaro, esperaba para su hija, educada con un esmero que deslumbraba a Kyril casi tanto como un buen coche o una cadena de oro del grosor de una farola del alumbrado público. Kalina era una excelente captura, una niña rubia y redondeada —según la foto que Kyril llevaba en la cartera—, de labios saltones y mullidos, con ese aire de enfurruñamiento que tienen los niños malcriados, peinada y vestida como la típica lolita discotequera de hace diez años, a lo Mandy Smith, y que, encima, había disfrutado y aprovechado las ventajas que le proporcionaron las conexiones oficiales de su padre y las inquietudes intelectuales y artísticas de su madre todavía treintañera, traductora, agente teatral, productora de programas infantiles de televisión y bien relacionada en los círculos culturales de Sofía. Con tales antecedentes, saqué la alarmante conclusión de que Kalina era inevitable.

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