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Authors: Eduardo Mendicutti

Tags: #Drama, #Romántico

Los novios búlgaros (11 page)

BOOK: Los novios búlgaros
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En aquel mismo instante decidí que Kyril tendría su moto. Quizás no serviría para redimirle, ni falta que hacía, pero sí para que yo no me sintiera mezquino. Es demasiado sencillo proclamarse solidario y negar la verdadera ayuda del dinero, con el pretexto de que ese dinero puede ser mal empleado. Con cháchara, pero sin dinero, Rusia puede abocarse al caos, la petroquímica búlgara jamás levantará cabeza, la delincuencia acaba convirtiéndose en un terreno vedado del que es imposible salir, los uros se extinguen sin remedio, el mar Negro se pudre del todo y a los viejos de la residencia les daría un sopetón colectivo en cuanto se repitiera el asalto chillón y alcohólico de nuestros búlgaros.

Al día siguiente, una hora antes de la cita que había concertado con Gildo en la Puerta del Sol, busqué por allí a Kyril. Lo encontré en el salón recreativo del final de Montera, jugando al billar. Me vio entrar pero hizo como que no le importaba lo más mínimo. Era un jugador excelente y logró, después de prepararla con mucha calma y un aparente desdén, una carambola inverosímil.

—Muy bien —dije, en un tono estrictamente amistoso—. Tenemos que hablar, Kyril.

—Yo sólo hablo con amigos.

—De acuerdo. Búscate un amigo mejor que yo.

Di media vuelta y salí de allí muy soliviantado. Kyril me alcanzó cerca de la Gran Vía.

—Espera, hombre. Es que no sé por qué no quieres prestarme el dinero que me falta para la moto. Te lo voy a devolver. En cuanto trabaje dos meses más con el italiano, te lo devuelvo.

—Vamos a casa.

Hacía mucho tiempo que Kyril no estaba allí, en mi casa, que no se preparaba un café con el desparpajo de quien se sabe en su terreno, que no se sentaba a mi lado y me miraba como si su vida entera dependiese de lo que yo hiciera por él.

—¿Dónde tienes el dinero que sacaste del banco?

—Aquí.

Sacó del bolsillo interior de la cazadora un macizo fajo de billetes sujeto con gomas. Más de medio millón.

—¿Lo has llevado encima todo este tiempo?

—Claro.

—Estás loco, Kyril.

—¿Por qué? Es mío. Nadie me lo quita. Falta un poco. Por tu culpa.

Por mi culpa, según él, había utilizado parte del dinero en emborracharse. Por mi culpa se había pegado con un polaco hasta dejarlo medio muerto. Por mi culpa le había sido infiel a Kalina y había follado en casa de Gildo, en el pantano, con una enfermera paticorta y que olía fatal. Todo lo que pasó en Entrepeñas, por supuesto, fue por mi culpa. Habían vuelto por la mañana y a él le dejaron Vasil y Assen en el hostal. No le importaba nada de lo que ocurriese entre Assen, Vasil y Gildo. Pero, si yo no le ayudaba a comprarse la moto, todo lo que a él le pasara a partir de entonces sería por mi culpa.

—De acuerdo —dije—. Tendrás la moto.

A partir de ahí, Kyril se esmeró en su agradecimiento, y después, mientras se duchaba, me confesó, burlón:

—Yo calculaba una semana más.

Era tonto enfadarse; quiero decir, enfadarme conmigo mismo. Eso no impediría que Kyril fuese capaz de tenerlo todo perfectamente calculado.

—¿Y cuánto calcularías, chulo de mierda —le pregunté, sin la menor hostilidad—, si, en vez de pedirme una moto, me hubieras pedido la vida?

—Dos semanas.

Nos reímos. Me empeñé en secarle algo que ya tenía perfectamente seco. Decidí que podía permitirme un pequeño exceso de romanticismo:

—Cabrón: yo daría mi vida por ti.

Nos reímos otra vez. Me aplicó un poco de gratitud y luego, entre risitas guasonas, dijo:

—Yo también daría tu vida por mí.

Nunca me cupo la menor duda.

IX.
Donde la novia se muestra en carne y vídeo

Aquí tengo el
rakía
, una cinta de vídeo con nuestras andanzas de la primera noche que Kalina pasó en Madrid, y todas las letras que he venido pagando de la moto de Kyril, documentos acreditativos del pago por mi parte de dieciocho mil quinientas pesetas al mes, a cargo de mi cuenta corriente en la oficina central de Banesto. Dado que estas letras domiciliadas se pagan solas —quiero decir que te las cargan automáticamente en cuenta sin que fuera preciso, en este caso, que yo hiciera un alarde expreso y periódico de generosidad—, los recibos que he ido acumulando y que conservo me traen ahora el recuerdo de Kyril, como animales de compañía que él me hubiese dejado para que no le olvide y para que me consuelen. Sólo me falta sacarlos cada tarde a la Plaza de España como si fueran caniches.

Con el
rakía
tal vez lograse descansar un poco mi memoria, pero no tengo coraje para quemar la cinta de vídeo en la que Kalina y yo aparecemos muy contentos, o Kyril y yo sorprendidos mientras nos mirábamos fugazmente pero satisfechos por la misión cumplida, nunca los tres a la vez, tampoco ellos dos solos —porque yo pretexté una incurable torpeza para cualquier clase de mecanismo, incluida una inocente videocámara panasonic—, sí algunas imágenes absurdas de las calles y los comercios del centro de Madrid, cuando por la cámara miraba el ojo depredador de Kyril, o planos puntillosos aunque inconexos del restaurante típico de la Cava Baja en el que cenamos aquella primera noche, cuando la cámara obedecía a la mirada suspicaz, pero muy cautelosa, de Kalina. Afortunadamente, en esta cinta no aparecen en ningún momento ellos dos con la moto que yo tuve que terminar de pagar letra a letra, método deplorable por ser propio de economías apuradas, pero que al final decidí utilizar con el peregrino convencimiento de que así retendría a Kyril a mi lado, al menos hasta que el préstamo venciera.

Era una moto imponente, una suzuki de 750 centímetros cúbicos, negra, fuerte como un animal de musculatura metálica y zancada cilindrica, arrogante, poderosa. Debo confesar que las veces que monté en ella, de paquete, con Kyril conduciendo como un energúmeno, me sentí igual que Marianne Faithfull, melena al viento, en sus días de esplendor. Habida cuenta del poco pelo que me va quedando, lo más prodigioso era aquella sensación que yo tenía de arrastrar una larga y compacta cabellera rubia, a ciento treinta por hora, por la noche de Madrid.

—Gracias, hombre. Soy muy feliz —me dijo Kyril, con aquel concepto esquemático y rotundo que él tenía de la felicidad, cuando sacó la moto de la tienda, montó en ella y ensayó su poderío como si se tratase de una yegua bravia a la que él se proponía domesticar.

Como un caballero siempre debe estar de parte de la ley, le advertí:

—Necesitas un casco.

—Después, hombre. Monta. Te llevo a casa.

Monté, me sentí Marianne Faithfull, me llevó a casa, y después no le vi el pelo a Kyril durante tres días.

Me consta que causó sensación. Entre los búlgaros, por supuesto, pero también entre todas las loquibrujas zopencas y de puño encogido que le vieron cabalgar a lomos de aquella máquina despampanante y que se encontraron con que, de repente, ante la avalancha de peticiones de motos que se les echaron encima, no tuvieron más remedio que mostrarse ante sus novios, pretendientes o explotadores búlgaros como realmente eran: pobres, tacañas, tramposas o despreciables. Ellas, como es natural, empezaron a decir que yo había perdido el norte, que por el vicio búlgaro iba camino de terminar mis días en un asilo de la beneficencia, que si una no sabe controlar el picor y lo que el picor arrastra, nenas, mejor encadenarse a la pata de la cama y ofrecerle a la Macarena los sufrimientos. Pero entre la colonia búlgara mi prestigio subió como la espuma y más de uno desearía que Kyril se rompiese la crisma contra un semáforo, para ocupar su puesto en mi corazón a toda velocidad.

Por descontado, al cabo de aquellos tres días de frenesí motorizado, Kyril volvió. Entre otras razones, porque aún quedaba por solucionar una segunda cuestión, básica, antes de que yo invitase a Kalina, mediante carta avalada por la firma de un notario, a venir a Madrid. Esa segunda cuestión era el apartamento que Kyril necesitaba alquilar a su nombre, con dos objetivos fundamentales: uno, la ya señalada comodidad de Kalina; otro, poder empadronarse, presentando el contrato de alquiler, y acumular documentación en apoyo de su solicitud de permiso de residencia. El único problema, como siempre, era el económico. Un problema que, como siempre, yo me encargué de resolver.

Yo conocía unos apartamentos, muy cerca de mi casa, que podían alquilarse por horas, días, semanas o meses. Solía utilizarlos cuando mi acompañante no me parecía muy de fiar —lo que últimamente ocurría con demasiada frecuencia—, y conocía bien a los conserjes del edificio, con los que siempre procuré ser generoso. El edificio no era un modelo de tranquilidad, pero tenía la ventaja de que no exigía fianza ni un mes de alquiler suplementario como garantía, tal y como es habitual en los contratos de arrendamiento. Los apartamentos eran minúsculos y, en consecuencia, caros en relación con los metros cuadrados habitables —dos mil quinientas pesetas diarias—, tenían ese deterioro extraño de las viviendas relativamente nuevas pero utilizadas por muchas personas que van dejándose unas a otras las huellas de sus ruindades o descuidos, y las llamadas telefónicas, realizadas a través de centralita, debían abonarse, en el caso de los alquileres mensuales, todas las semanas; a cambio, en el precio iba incluido el servicio de limpieza, la luz y el agua, e incluso, a poca habilidad que se tuviera, la posibilidad de que la telefonista tomara nota de las llamadas importantes si se producían cuando el inquilino estaba ausente. Kyril y yo echamos cuentas y comprendimos que, si al menos de forma provisional, el apartamento lo ocupaba Kyril con un amigo —o con su primo Dani—, aquel par de habitaciones razonablemente decorosas y confortables, con cocina empotrada y cuarto de baño propio, resultaban más baratas y mejores que la habitación del hostal de mala muerte en que estaban viviendo. Desde luego, con Kalina en Madrid todo sería diferente, pero Kyril decidió que, de momento, sería suficiente también para Kalina y no quiso darle importancia al hecho de que no fuera un lugar respetable.

En la cinta de vídeo está Kalina en ese apartamento, la primera noche, y hay en las imágenes el estupor de una pupila desconfiada, recelosa, como si la propia cámara estuviera contagiada de los melindres de la hija mimada del entrenador búlgaro de halterofilia. Ahí, en el apartamento, sí aparecen juntos Kalina y Kyril, sin duda porque Dani manejaba la cámara y se mostraba atento a los detalles cariñosos: las manos entrelazadas de Kyril y Kalina, los besitos irritantes del uno al otro, los regalos que Kalina había traído de Berlín —incluido un disco, para mí, de música folclórica búlgara—, Kalina probándose el casco desmesurado que por fin habíamos comprado Kyril y yo para cumplir con la ley, un primer plano de la imponente muñeca de Kyril con la pulsera de oro que le regalé en nuestro cumpleaños. En esas tomas rodadas en el interior del apartamento, Kalina y Kyril formaban una pareja autónoma y ortodoxa, una collera de palomos jóvenes que se lanzaban juntos y felices a la aventura de crecer y prosperar en un mundo largamente deseado, un noviazgo irreprochable y redimido en su vulgaridad por las penalidades específicas de la emigración, y del que yo me encontraba ausente, excepto cuando la videocámara se acercaba como un animal deslumbrado a la muñeca o la oreja de Kyril; entonces, ante la imagen elocuente de la pulsera o el pequeño signo del dólar, podía percibirse que en aquel amor intervenía yo, y ahora, mientras repaso la cinta de vídeo con la enfermiza delectación de quien repasa fotografías de su juventud, comprendo que haber sido un intruso imprescindible no me autoriza a ser rencoroso ni a afligirme con remordimientos. A fin de cuentas, tal vez la misión del
rakía
no sea más que liberarme de un cierto mal sabor de boca.

La cinta de vídeo guarda también otras imágenes expresivas: el primer cheque del primer talonario que Kyril tuvo en su vida, tras abrir una cuenta corriente, en una sucursal de Cajamadrid, y que rellenó por importe de un millón de pesetas, siguiendo mis instrucciones sobre cómo extenderlo, para clavarlo después con una chincheta en la pared del mínimo recibidor del apartamento; se proponía no romperlo hasta que no ganara, en efecto, el primer millón. O el pasaporte de Kalina con el visado de entrada expedido en el consulado español en Berlín, y el beso de Kalina a ese pasaporte, antes de entregarlo a la policía junto con la solicitud de refugio político, cuando decidió —con una momentánea irritación por mi parte, que me sentía de repente utilizado, sorprendido en mi buena fe y cómplice de aquella burla a la legalidad— permanecer en España. Eran imágenes que traducían, en cierto modo, la tutela que yo les estaba ofreciendo y que ellos exprimían sin reparar en la turbación o los inconvenientes que ello pudiera producirme, como los recibos mensuales del pago a plazos de la moto —recibos que ahora tengo delante y que contemplo con la mezcla de ternura y grima con que contemplo los caniches que tienen algunos de mis amigos— traducen los gozos y dolores de mi atolondrada generosidad.

La moto fue un vínculo gravoso y satisfactorio a la vez. La documentación estuvo siempre a mi nombre, en buena parte a causa de las numerosas multas que Kyril empezó en seguida a acumular y que hacían cada vez más costosa la transferencia; eso me irritaba, porque jamás hasta entonces había estado en deuda con nadie, y mucho menos con las administraciones fiscales o municipales, pero al mismo tiempo me permitía compartir la arrogante indisciplina y la casi candorosa falta de civismo de Kyril, tan alejadas de mi natural respetuoso y moralmente estreñido. Además, la moto se convirtió en una especie de guía o batuta de mis sentimientos, porque yo la vigilaba constantemente y, cuando la veía aparcada ante el edificio donde vivía Kyril, me embargaba la tranquilidad y urdía en seguida algún pretexto para encontrarme con él —mi casa estaba apenas a doscientos metros—, pero cuando no la veía, a horas en que suponía que debía estar allí, me entraba el desasosiego y la certeza de estar comportándome como un cretino: Kyril se desentendía de mí y disfrutaba de la moto con Kalina o, antes de su llegada, con Dani o con Vasil. Porque Vasil acabó por dejar la casa de Gildo, harto de que el dermatólogo no apreciase en lo que valían sus desplantes y malos tratos de palabra y obra —cuando Vasil le comunicó sin contemplaciones que se largaba, Gildo trató de utilizar como chantaje un cuaderno en el que había ido apuntando todos los favores que le había hecho al muchacho búlgaro, convenientemente valorados hasta una cifra cercana al millón y medio de pesetas—, y aceptó la hospitalidad de Kyril en aquel bullanguero edificio de mala nota. Durante unos meses, antes de que Kyril me permitiese enviar a Kalina la carta de invitación, Kyril y Vasil fueron inseparables.

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