Los niños del agua (24 page)

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Authors: Charles Kingsley

BOOK: Los niños del agua
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Cuando los espíritus aparecieron, se quedaron atónitos viendo cómo sus descendientes habían debilitado su constitución, según las leyes de la señora Hagancontigocomohiciste, llevando una vida muy dura.

Entonces, Tom fue a la isla de la Indiscreción (que algunos llaman el Puerto de los Granujas; pero se equivocan, pues eso está en medio de los Árboles de Bramshill y, hace ya mucho tiempo la policía del condado los cortó). Allí, todo el mundo está más al corriente de los asuntos de sus vecinos que de los suyos. Además, es un lugar muy ruidoso, como era de esperar, teniendo en cuenta que todos los habitantes están ex oficio en el lado equivocado de la cámara del «Parlamento del Hombre y la Federación del Mundo» y que siempre ponen mala cara y gritan que las uvas de las hadas son agrias.

Tom vio arados tirando de caballos, clavos clavando martillos, nidos de pájaros robando niños, libros escribiendo autores, elefantes haciendo de dependientes de cristalerías, monos esquilando a gatos, perros muertos adiestrando a leones vivos, generales de brigada ciegos y arrinconados fungiendo como rectores de las universidades, actores en absoluto arrinconados fungiendo como predicadores populares y, en resumen, a todos los que se ponen a hacer algo que no han aprendido, ya que han fracasado en lo que sí han aprendido o han pretendido aprender.

Allí se encuentra el Panteón de los Grandes Fracasados, desde los constructores de la Torre de Babel a los de las Fuentes de Trafalgar. En este panteón, los políticos hacen discursos sobre las constituciones que tendrían que haber progresado; los conspiradores, sobre las revoluciones que tendrían que haber triunfado; los economistas, sobre los planes que tendrían que haber hecho que todos ganáramos una fortuna, y los profetas, sobre los descubrimientos que tendrían que haber incendiado el Támesis. Los zapateros hacen discursos sobre la ortopedia (sea lo que sea eso) porque no venden zapatos, y los poetas sobre la estética (sea lo que sea eso) porque no pueden vender su poesía. Los filósofos demuestran que si Inglaterra volviera a ser papista, sería el país más libre y rico del mundo; los gacetilleros insultan al
Times
porque no son suficientemente listos como para formar parte de su plantilla y las damas jóvenes pasean con relicarios que llevan el caballo de Carlos I (o de otra persona, cuando se acabe el linaje genuino de los judíos), grabados con la bonita y apropiada leyenda —que realmente es muy popular en ese país y que espero que, en el debido tiempo, aprendas a traducirla y a reflexionar sobre ella— que dice así:

Victrix causa diis placuit, sed victa puellis.

Cuando Tom entró en la ciudad, todos se abalanzaron de golpe sobre él para mostrarle por dónde tenía que ir. O, más bien, para demostrarle que no sabía por dónde tenía que ir, pues a ninguno de ellos se le ocurrió preguntarle qué camino quería tomar.

Uno tiró de él hacia allí, otro lo empujó hacia allá y un tercero gritó:

—Te digo que no debes ir hacia el oeste. Si fueras hacia el oeste, sería tu destrucción.

—Pero no voy hacia el oeste, como puedes ver —replicó Tom.

Y otro: «El este es por aquí, cariño. Te aseguro que el este es por aquí».

—Pero yo no quiero ir hacia el este —dijo Tom.

—Pues vale, pero, en todo caso, vayas donde vayas, te has equivocado de camino —gritaron todos al unísono, lo cual fue lo único en lo que coincidieron.

Entonces, todos apuntaron a la vez a las treinta y dos direcciones de la brújula, hasta tal punto que Tom creyó que se habían juntado todas las señales de Inglaterra y habían empezado a pelearse.

Resulta difícil saber si Tom habría podido escapar de la ciudad, de no haber sido porque el perro se dio cuenta de que iban a despedazar a su dueño y a atajarlo tan bruscamente por el músculo de gastrocnemio que al final les dio algo con qué entretenerse. Mientras se restregaban sus pantorrillas mordidas, Tom y el perro se pusieron a buen recaudo.

En la frontera de la isla descubrió la ciudad de Gotham, donde viven los sabios, los mismos que dragaron la charca porque la luna había caído dentro y que plantaron un seto alrededor del cuco para que fuera primavera durante todo el año. Se los encontró tapiando la puerta de la ciudad porque era tan ancha que los tipos pequeños no podían pasar. Cuando les preguntó por qué, le dijeron que estaban ampliando su liturgia. Entonces prosiguió, pues no era asunto suyo; sólo que no pudo evitar decir que en su país, si la gatita no podía entrar en el mismo agujero que el gato, solía quedarse fuera y maullar.

Pero a esos tipos no los volvió a ver más cuando llegó a la isla de los Asnos de Oro, donde lo único que crece son cardos. Todos sus habitantes fueron convertidos en burros, con unas orejas de casi un metro, por meterse en asuntos que no comprendían, como hizo Lucio en la historia. Tal como le ocurrió a él, tendrán que seguir siendo burros hasta que, gracias a las leyes del desarrollo, los cardos se transformen en rosas. Hasta entonces, deben consolarse con la idea de que cuanto más largas sean sus orejas, más grueso será su pellejo, de modo que si les dan unos buenos azotes no les dolerá.

Después, Tom llegó al gran país de Oirdecir, donde hay ni más ni menos que treinta y tantos reyes, además de media docena de repúblicas (y quizás haya más con la próxima entrega del correo).

Allí se encontró con una profunda, oscura, mortífera y destructiva guerra, librada por los príncipes y los potentados de ese país, tanto religiosos como laicos. ¿Y contra qué crees que luchaban? De una cosa estoy seguro, la cual, a menos que te la dijera, no la averiguarías nunca, como tampoco averiguarías de qué forma luchaban, pues toda su estrategia y arte militar consistía en el seguro y fácil proceso de taparse los oídos, gritar: «¡Ay, no me lo digas!», y luego salir corriendo.

Así que, cuando Tom llegó a ese país, se los encontró a todos —los de clase alta y los de clase baja, hombres, mujeres y niños— corriendo sin parar, noche y día, para salvar la vida y suplicando que no les dijeran nada. Lo que pasa es que, como el país era una isla y tenían aversión al agua (la mayoría eran unos aburridos), daban vueltas y más vueltas a la costa, lo cual (teniendo en cuenta que la circunferencia de la isla era exactamente igual a la del planeta en el que tenemos el honor de vivir) era una ardua tarea, sobre todo para los que tenían negocios por los que preocuparse. Delante de todos, como director de banda y líder, corría un señor esquilando un cerdo, cuyos melódicos gruñidos los conducían eternamente, si no a la conquista, a la fuga. Y la idea de que al menos tendrían la lana del cerdo como compensación a sus esfuerzos alentaba enormemente sus ánimos.

Detrás de ellos, los perseguía noche y día un pobre gigante enjuto, miserable, desgastado y viejo, que merecía que lo mimasen un poco, que le diesen de cenar, que le encontraran una mujer y que le dejasen jugar con los niños. Entonces, a pesar de todo, habría sido un tipejo muy presentable, pues tenía un buen corazón, aunque demasiado contaminado por la inteligencia.

Principalmente, estaba hecho de espinas de pez y pergamino, unidos con cable y resina de Canadá, y desprendía un olor fuerte a licor, aunque nunca bebía nada que no fuera agua; pero, de algún modo, seguro que hacía algo con licores, eso era innegable. Llevaba unas grandes gafas en la nariz, un cazamariposas en una mano y un martillo geológico en la otra. Además, le colgaban bolsillos por todas partes, llenos de cajitas para recoger muestras, y también de frascos, microscopios, telescopios, barómetros, mapas cartográficos, escalpelos, fórceps, cámaras fotográficas y todos los demás avíos para averiguarlo todo sobre todo y aún más. Lo más raro era que no corría hacia delante, sino de espaldas, tan rápido como podía. Todos huían de él, menos Tom, que se mantuvo firme y lo esquivó entre sus piernas. El gigante, al pasar junto a él, miró hacia abajo y, como si estuviera muy complacido y consolado, gritó:

—¿Cómo? ¿Tú quién eres? ¿Tú no huyes como los demás?

Tom se dio cuenta de que tuvo que quitarse las gafas para verlo con claridad.

Luego le contó quién era y, al instante, el gigante sacó un frasco y un corcho para cogerlo como muestra.

Sin embargo, Tom era demasiado sagaz como para que lo pillasen y se escabulló entre sus piernas poniéndose enfrente de él. Así, el gigante no lo podía ver.

—¡No, no, no! —gritó Tom—. No he ido por el mundo, a través del mundo y hasta el puerto de la Madre Carey, además de ser capturado en una red y ser llamado holotúrido y cefalópodo, para acabar siendo embotellado por un viejo gigante como tú.

Cuando el gigante comprendió que Tom había sido un gran viajero, declaró una tregua enseguida, y se quedó tan entusiasmado de encontrar a alguien que le contara lo que aún no sabía, que lo habría obligado a quedarse allí hasta el día de hoy para extraerle su inteligencia.

—¡Ay, qué afortunado eres! —dijo él, finalmente, con gran simplicidad (pues era un gigante al estilo de Dominie Sampson; el más simple, agradable, sincero y amable que haya girado, sin querer, el mundo al revés)—. ¡Ay, qué afortunado eres! ¡Ojalá yo hubiera estado en los sitios en los que tú has estado para ver lo que tú has visto!

—Bueno —le explicó Tom—, si eso es lo que quieres hacer, tendrás que sumergir la cabeza bajo el agua durante unas cuantas horas, como hice yo, y convertirte en un niño del agua, o algún otro tipo de niño, y entonces puede que tengas una oportunidad.

—Convertirme en un niño, ¿no? Si pudiera hacer eso y saber lo que me ocurriría durante una hora, entonces lo sabría todo y me quedaría tranquilo. Pero no puedo, no puedo volver a ser un niño y supongo que, si pudiera, sería inútil, porque entonces no sabría nada acerca de todo lo que me ocurriría. ¡Ay, qué afortunado eres! —insistió el pobre gigante.

—Pero, ¿por qué persigues a toda esta pobre gente? —preguntó Tom, con quien el gigante simpatizaba mucho.

—Querido, son ellos los que me han estado persiguiendo a mí, padres e hijos, durante cientos y cientos de años, lanzándome piedras hasta romperme las gafas cincuenta veces y diciendo que era un turco maligno y con turbante, que había dado una paliza a un veneciano y calumniado al Estado (Dios sabrá lo que quieren decir, porque yo nunca leo poesía). Han estado acechándome una y otra vez, aunque nunca han podido pillarme, porque cada vez que piso el mismo terreno, voy más rápido y me hago más grande. En cambio, lo único que yo quiero es ser amigo suyo y decirles algo que les interesa, como hizo el señor Joseph Ady. Lo raro es que, no sé por qué, oír eso les asusta. Supongo que no soy un hombre de mundo y que no tengo tacto.

—Pero, ¿por qué no te giras y se lo dices?

—Porque no puedo. Verás, yo soy uno de los hijos de Epimeteo y, si quiero avanzar, tengo que ir de espaldas.

—Pero, ¿por qué no te paras y dejas que se te acerquen?

—No, querido, piensa un poco. Si lo hiciera, todas las mariposas y pajaritos pasarían volando por mi lado y entonces no podría atrapar más especies, me oxidaría, me quedaría anticuado y moriría. Y ésa no es mi intención, querido, pues dicen que yo tengo un destino ante mí. Aunque no tengo ni idea de cuál es, ni me importa.

—¿No te importa? —dijo Tom.

—No. Mi lema es: cumple con tu obligación más inmediata y agarra el primer escarabajo que te encuentres. Éste es el lema con el que he prosperado durante unos cuantos cientos de años. Ahora tengo que continuar. Dios mío, mientras he estado hablando contigo se me han escapado al menos nueve especies nuevas.

Entonces el gigante prosiguió, de espaldas, como un elefante en una cristalería, hasta que chocó contra la torre del gran templo de los ídolos (pues en esos países son todos idólatras, por supuesto; si no, no tendrían miedo de los gigantes), la derrumbó entera, de la mitad hacia arriba, y se hizo daño en la región lumbar.

Pero no le importaba, pues tan pronto como tuvo esparcidas las ruinas de la torre entre sus piernas, fue apartando las piedras, echó un vistazo, se quitó las gafas, agarró la lente de aumento de bolsillo y gritó:

—¡Esto es un Oniscus totalmente nuevo y tres extrañas Podurellae! Además, hay una polilla que M. le Roi des Papillons (a pesar de que él, como todos los franceses, es propenso a las inducciones precipitadas) dice que se restringe a los límites de la Corriente Glacial. ¡Esto es importantísimo!

Entonces se sentó en la nave del templo (no siendo un hombre de mundo) para examinar sus Podurellae, por lo que (como era de esperar) el techo se derrumbó entero, aplastó a los ídolos y arrojó a los sacerdotes, que salieron despedidos por las puertas y las ventanas como cuando un hurón entra en una madriguera y los conejos se escapan corriendo.

Sin embargo, ni se inmutó, pues del polvo salió un murciélago y el gigante lo cazó en un periquete.

—¡Dios mío! ¡Esto es aún más importante! Aquí hay una especie afín a la que Macgilliwaukie Brown afirma que sólo se encuentra en los templos budistas del Pequeño Tibet. No obstante, ahora que lo observo, ¡puede que sólo sea una variedad producida por una diferencia en el clima!

De esta manera, después de haber guardado el murciélago en una bolsa, se levantó y prosiguió. Entonces, todo el mundo empezó a correr, aunque con un mal humor terrible, ya que su templo había quedado en ruinas; y todo por tres extrañas especies de Podurellce y un murciélago budista.

«Bueno —pensó Tom—, menuda pelea se ha armado; ambas partes tienen mucho que decirse. Pero esto no es asunto mío.»

Tenía razón, ya que él era un niño del agua y le habían inculcado que sólo tenía que hacer caso a lo que le atañía, virtud que tú nunca tendrás a menos que seas un niño del agua, de tierra o del aire, no importa, y en el caso de que puedas seguir siendo un niño constantemente.

Así pues, el gigante se puso a perseguir a la gente, la gente se puso a perseguir al gigante y, que yo sepa, o que no sepa, en el día de hoy todavía corren. Y seguirán corriendo hasta que él, ellos o todos se conviertan en niños pequeños. Entonces, como dice Shakespeare (y, por lo tanto, tiene que ser verdad):

Jack tendrá a Gill.
Nada irá mal.

El hombre recuperará a su yegua y todo irá bien.

Después, Tom llegó a una isla muy famosa, que, en los días del gran viajero, el Capitán Gulliver, se llamaba isla de Laputa. Sin embargo, la señora Hagancontigocomohiciste le ha cambiado el nombre por el de isla de los Tepoterpos, todo cabeza y nada de cuerpo.

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