Los niños del agua (15 page)

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Authors: Charles Kingsley

BOOK: Los niños del agua
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—¡Bueno! ¡Vaya lío! —exclamó Tom—. Ahora utiliza las garras, rompe las puntas de las púas y entonces saldremos los dos tranquilamente.

—Caramba, eso no se me había ocurrido —confesó la langosta—, ¡y con tanta experiencia como he tenido en la vida!

Verás, la experiencia sirve de muy poco a menos que un hombre, o una langosta, tenga bastante sensatez para utilizarla. Hay un montón de gente, como el viejo Polonio, que ha visto el mundo entero y, a pesar de todo, continúa siendo poco más que un niño.

Pero todavía no se habían deshecho de la mitad de las púas cuando descubrieron una gran nube oscura por encima de ellos; y, mira por dónde, era la nutria.

No veas cómo sonrió a Tom y le enseñó los dientes al reconocerlo. «¡Ja!», le dijo. «Ya te tengo, pequeño sinvergüenza entrometido! ¡Te voy a dar tu merecido por decirle a los salmones dónde estaba!». Y se puso a dar vueltas alrededor de la nasa para entrar.

Tom se sintió terriblemente asustado y todavía más cuando la nutria encontró el agujero de arriba y se embutió por él: era toda ojos y dientes. Pero antes de que introdujera la cabeza, la valiente señora langosta la agarró por la nariz y la sujetó.

Y allí estaban los tres, dentro de la nasa, dando vueltas y vueltas, apretujados. La langosta arañó a la nutria, la nutria arañó a la langosta y las dos exprimieron y manosearon al pobre Tom hasta que no le quedó aliento en el cuerpo. No sé lo que le habría ocurrido si al final no se hubiera colado por encima de la espalda de la nutria y se hubiera puesto a salvo saliendo por el agujero.

Al escapar, se puso requetecontento. Pero no iba a abandonar a la amiga que lo había salvado. Así que, tan pronto como vio que la cola de la langosta apuntaba hacia arriba, la sujetó y tiró de ella con todas sus fuerzas.

Pero la langosta no se soltaba.

—Ven —dijo Tom—. ¿No ves que está muerta?

Y así era; estaba ahogada y muerta. Ése fue el fin de la malvada nutria. Pero la langosta no se soltaba.

—¡Ven, boba, no seas cabezota —gritó Tom—; si no, el pescador te cogerá!

Y era verdad, pues Tom notó que alguien allí arriba empezaba a recoger la nasa.

Sin embargo, la langosta no se soltaba. Tom observó cómo se la llevaban hasta la embarcación y pensó que estaba perdida. Pero cuando la señora langosta vio al pescador, dio un coletazo tan furioso y tremendo que se escabulló de sus manos, se escapó de la nasa y se metió en el mar a buen recaudo. No obstante, se dejó allí su garra nudosa, pues, a pesar de todo, a su estúpida cabeza no se le ocurrió soltarse. De modo que, como método más sencillo, al sacudirse soltó la garra. Eso era absurdo, pero debes tener en cuenta que la langosta era una langosta irlandesa y que se crió en la isla Magee, en la boca de la Bahía de Belfast.

Tom preguntó a la langosta por qué no se le había ocurrido soltarse. Y ella contestó con determinación que entre las langostas era una cuestión de honor. Y así es, como descubrió una vez el alcalde de Plymouth a un alto precio (hace ochocientos o novecientos años, claro, pues si hubiera sucedido recientemente se hubiese considerado un asunto privado).

Un día, el alcalde se cansó tanto de estar sentado en una silla dura, de llevar una gran toga de piel, con una cadena de oro alrededor del cuello, escuchando a un policía tras otro venir y canturrear: «¿Qué quiere que hagamos con el marinero bebido tan temprano, a estas horas de la mañana?»; y contestándoles exactamente de la misma manera: «Ponedlo en la chupeta hasta que esté sobrio, a estas horas de la mañana», que, cuando hubo terminado, dio un brinco y se puso a jugar a saltar al potro con el secretario del ayuntamiento hasta que le estallaron los botones. Luego almorzó hasta que le estallaron algunos botones más y entonces anunció: «Hoy hay marea baja de primavera; esta tarde saldré a dar gambetas».

Bueno, no se refería a dar las gambetas que se comen al ajillo. Fue el comandante de artillería de Valetta el que solía divertirse pescándolas y el que dejó colgada una nota en uno de los bastiones: «Aquí nadie puede pescar gambas salvo yo». Lo cual edificó sobremanera a los guardiamarinas del puerto y a los malteses de las escaleras de Nix Mangiare. Pero lo único que el alcalde quería decir era que pasaría la tarde divirtiéndose como cualquier niño y pescando langostas con un gancho de acero.

De modo que se fue a Mewstone a coger langostas y, cuando estuvo delante de una determinada grieta en las rocas, se sintió tan excitado que, en lugar de meter el gancho, metió la mano. La señora langosta estaba en casa, así que le pilló el dedo y lo sujetó.

—¡Ay! —gritó el alcalde, y tiró tan fuerte como pudo. Pero cuanto más tiraba, la langosta más lo pellizcaba, de modo que se vio forzado a quedarse quieto.

Entonces trató de meter el gancho con la otra mano, pero el agujero era demasiado estrecho.

Luego volvió a tirar, pero no podía soportar el dolor.

Después gritó y se desgañitó para pedir ayuda, pero no había nadie más cerca que los buques de guerra en la parte de dentro del rompeolas.

A continuación empezó a ponerse un poco pálido, pues la marea subía y la langosta seguía sujetándolo.

Luego se puso blanco, pues la marea le llegaba hasta las rodillas y la langosta seguía sujetándolo.

Entonces pensó en cortarse el dedo, pero necesitaba dos cosas para hacerlo: coraje y un cuchillo, y no tenía ninguna de las dos cosas.

Inmediatamente se puso amarillo, pues la marea le llegaba hasta la cintura y la langosta seguía sujetándolo.

Seguidamente pensó en todas las cosas malas que había hecho: toda la arena que había puesto en la azucarera, las hojas de endrino en el té, el agua en la melaza y la sal en el tabaco (porque su hermano era cervecero y un hombre tiene que ayudar a sus parientes).

Luego se puso azul, pues la marea le llegaba hasta el pecho y la langosta seguía sujetándolo.

Después, no lo dudo, se arrepintió totalmente de todas las cosas malas que había hecho y que ya he mencionado, y prometió enmendar su vida, como hacen demasiadas personas cuando ya no les queda vida que enmendar y por eso creen haber hecho un trato muy barato. Pero la vieja hada de la vara de abedul pronto los desengaña.

Y finalmente se puso de todos los colores a la vez y los ojos se le quedaron en blanco, pues el agua le llegaba hasta la barbilla y la langosta seguía sujetándolo.

Entonces apareció el bote de un buque de guerra por detrás de Mewstone y sus tripulantes se fijaron en la cabeza que sobresalía por encima del agua. Uno dijo que era un barril de brandy; otro, que era un coco; el tercero, que era una boya suelta y el último, que era un nadador negro, por lo que estaba decidido a dispararle, y esto no habría sido muy agradable para el alcalde. Sin embargo, justo en ese momento les llegó tal alarido procedente de un gran agujero situado en la parte media de la cabeza, que el guardiamarina encargado acertó a comprender lo que era y ordenó que se acercaran tan rápido como pudiesen. Así que, de un modo u otro, los marineros sacaron a la langosta, liberaron al alcalde y lo llevaron hasta la costa en la barbacana. Nunca volvió a pescar langostas y esperemos que no pusiera más sal en el tabaco, ni siquiera para vender la cerveza de su hermano.

Ésta es la historia del alcalde de Plymouth, que tiene dos ventajas: la primera, que es totalmente cierta; y la segunda, que no tiene moraleja (como dice la gente que debería ocurrir con todas las buenas historias). Precisamente no hay ninguna parte de este libro que la tenga porque, verás, es un cuento de hadas.

Entonces, a Tom le sucedió una cosa maravillosa, ya que no habían pasado ni cinco minutos desde que dejó a la langosta, cuando se encontró con un niño del agua. Un niño del agua vivaz y real, sentado en la arena blanca, muy atareado, junto al borde de una roca. Cuando vio a Tom, levantó la mirada un instante y luego gritó: «Anda, tú no eres uno de los nuestros. ¡Eres nuevo! ¡Oh, qué maravilla!».

Y corrió hacia Tom y Tom corrió hacia él, y se abrazaron y se besaron durante mucho rato sin saber por qué. Pero no querían hacer presentaciones bajo el agua.

Finalmente, Tom exclamó:

—Jo, ¿dónde habéis estado todo este tiempo? ¡Os he estado buscando durante tantos días y me he sentido tan solo!

—Hemos estado aquí días y días. Hay cientos de nosotros en las rocas. ¿Cómo es que no nos has visto u oído cuando cantamos y retozamos todas las noches antes de irnos a casa?

Tom volvió a mirar al niño y entonces afirmó:

—¡Pero qué maravilla! He visto seres exactamente iguales que tú una y otra vez, pero creía que eran conchas o criaturas de mar. Nunca pensé que erais niños del agua como yo.

Y bien, qué cosa más rara, ¿no? Tan rara, realmente, que sin duda querrás saber lo que sucedió y por qué Tom no pudo encontrar a un niño del agua hasta que hubo sacado a la langosta de la nasa. Si vuelves a leer esta historia nueve veces y luego piensas por ti mismo, averiguarás por qué. No es bueno que a los niños se les tenga que decir todo y que nunca se vean forzados a usar su inteligencia. Porque entonces no aprenderían más de lo que aprenden en el famoso centro aburguesado del doctor Dulcimer, creado para los miembros haraganes de la aristocracia joven, donde los maestros se aprenden las lecciones de memoria y los niños los escuchan —lo cual ahorra un montón de problemas por el momento.

—Venga —propuso el niño—, ven a echarme una mano. Si no, no habré terminado antes de que mis hermanos y hermanas lleguen, y ya es hora de irse a casa.

—¿Cómo quieres que te ayude?

—Se trata de esta pobre roca pequeñita y querida. Una gran piedra tosca cayó dando tumbos en la última tormenta, se le desprendió la punta entera y se le desenclavijaron todas las flores. Ahora tengo que volver a plantarle algas, coralina y anémonas, y la voy a convertir en el jardincillo de roca más hermoso de toda la costa.

Así que no pararon de trabajar en la roca: la sembraron, allanaron la arena a su alrededor y se lo pasaron en grande hasta que la marea empezó a subir. Entonces, Tom oyó que los demás niños se acercaban riendo, cantando, gritando y desgañitándose. El ruido que hacían era igual que el murmullo del agua y, entonces, se dio cuenta de que había estado viendo y oyendo a los niños durante todo el tiempo, sólo que no los había reconocido porque sus ojos y oídos no estaban abiertos.

Vinieron docenas y docenas, algunos más grandes que Tom y otros más pequeños. Todos llevaban unos vestiditos de baño blancos preciosos. Cuando supieron que era nuevo, lo abrazaron y lo besaron; luego lo pusieron en el medio y bailaron a su alrededor, sobre la arena. Nunca nadie se ha sentido tan feliz como el pobrecillo Tom en aquel momento.

—Bueno —gritaron todos a la vez—, tenemos que irnos a casa; si no, la marea nos dejará secos. Ya hemos remendado todas las algas rotas, hemos arreglado todos los remansos rocosos, hemos vuelto a plantar todas las conchas en la arena y nadie sabrá por dónde pasó la tormenta la semana pasada, arrollándolo todo.

Por este motivo los remansos rocosos siempre están tan bonitos y limpios, porque los niños del agua vienen desde la costa después de cada tormenta para ordenarlos, desenmarañarlos y volverlos a dejar como les corresponde.

Sólo donde los hombres lo tiran todo, puesto que son muy sucios y permiten que las cloacas vayan a parar al mar en lugar de poner los desechos en los campos como pequeñas almas prudentes y razonables; o donde tiran las cabezas de los arenques, las lijas muertas o cualquier otro residuo; o donde, de alguna manera, dejan la limpia costa hecha un desastre... allí los niños del agua no van, a veces durante cientos de años (pues no pueden soportar en absoluto que el aire apeste o sea desagradable), y dejan que las anémonas y los cangrejos lo limpien todo hasta que el pulcro mar cubra la suciedad con suave lodo y arena limpia. Entonces los niños del agua empiezan a plantar neguillas, buccinos y pepinos de mar, y vuelven a hacer un jardín bonito y vivaz, siempre y cuando la suciedad del hombre haya sido eliminada. Supongo que ésa es la razón por la que no hay niños del agua en ningún lugar con riego de los que he visto.

¿Y dónde está la casa de los niños del agua? En la isla de hadas de San Brandán.

¿No has oído nunca hablar del bendito San Brandán, que predicaba a los salvajes irlandeses en la muy y muy salvaje costa de Kerry? Lo hacían él y cinco ermitaños más, hasta que se cansaron y quisieron reposar. Pues los salvajes irlandeses no los escuchaban, ni se confesaban, ni acudían a misa, sino que preferían destilar whisky ilegalmente, bailar clpater o 'pee, golpearse unos a otros en la cabeza con cachiporras, dispararse desde detrás de los diques de turba, robarse el ganado y quemar las casas de los demás. Por eso San Brandán y sus amigos se cansaron de ellos, porque no aprendían de ningún modo a ser unos cristianos pacíficos.

Así que San Brandán fue hasta la punta del Viejo Dunmore y miró por encima del canal de mareas, que rugía alrededor de las Blasquets, hacia el final del mundo entero y la lejanía del océano, y suspiró: «¡Ay, si tuviera alas como una paloma!». Y a lo lejos, delante del sol poniente, vislumbró un mar azul de hadas y unas islas doradas, y dijo: «Ésas son las islas de los benditos». Entonces, él y sus amigos zarparon en una balandra de pesca y se fueron navegando y navegando hacia el oeste, y ya nunca se supo nada de ellos. Sin embargo, las personas que no lo escucharon se transformaron en gorilas, y gorilas son hasta el día de hoy.

Cuando San Brandán y los ermitaños llegaron a la isla de las hadas, se la encontraron enmalezada con cedros y repleta de pájaros preciosos. Entonces, el santo se sentó debajo de los cedros y empezó a hablar a todos los pájaros del aire. A éstos les gustaron tanto sus sermones que se lo contaron a los peces del mar, que vinieron para oír hablar a San Brandán. Los peces se lo contaron a los niños del agua, que viven en las cuevas que hay debajo de las islas, y cada domingo venían a cientos, de modo que San Brandán creó una pequeña escuela muy maja de catequesis para los domingos. Allí enseñó a los niños del agua durante cientos de años, hasta que los ojos le empezaron a fallar y la barba le creció tanto que no se atrevía a andar por miedo a pisársela y caerse. Al final, él y los cinco ermitaños se durmieron profundamente bajo la sombra de los cedros y allí siguen durmiendo por el momento. Entonces, las hadas acogieron a los niños del agua y ellas mismas les dieron las lecciones.

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