Read Los muros de Jericó Online
Authors: Jorge Molist
Karen aparcó su coche a unos veinte metros de una de las entradas del Mall; no parecía que la siguieran pero invirtió un par de minutos en observar los coches que llegaban.
Todo estaba bien. Entró en el centro comercial a través de Bloomingdale's, mezclándose con la gente que, en abundancia, concurría en los pasillos y, dirigiéndose al paseo central del Mall, anduvo entre tiendas y público. El escaparate de una boutique de modas ofrecía un reflejo que permitía ver a su espalda. No vio nada anormal. Luego entró en una librería y, a la vez que revisaba las últimas novedades, estudió a la gente a través del escaparate. Todo bien. Salió con paso rápido y llegando a Macy's, en el extremo opuesto del centro comercial, cruzó la tienda hasta la salida al aparcamiento.
A unos cuarenta metros, en el lugar acordado, distinguió el coche de Jaime, que al verla puso el motor en marcha y arrancó justo cuando Karen entraba.
—Hola —saludó él—. De agente secreto estás aún más guapa.
Salieron por la calle opuesta a la de llegada, y mirando hacia atrás Karen comprobó que ningún coche los seguía. A unos veinte metros Jaime se detuvo en un semáforo rojo, y ella, pasándole los brazos alrededor del cuello, le besó en la boca.
—Ser agente secreto es muy excitante —le dijo.
Tomaron la Ventura Freeway y luego la San Diego, mientras ella le contaba el susto del parking; al salir por Sepulveda Boulevard cruzaron el puente por encima de la autovía para subir por la serpenteante Rimerton, que les condujo a Mulholland Drive.
—Hoy conocerás la entrada secreta de Montsegur —anunció Karen con tono de misterio.
—¿Cómo? ¿Tenéis pasadizos secretos?
—Sí señor —proclamó con tono triunfal—, como en los castillos de verdad.
Continuaron por la carretera bordeada de árboles a través de la lluviosa oscuridad.
—Cuando regreses aquí, asegúrate siempre de que no te sigan.
—Nadie me sigue —confirmó Jaime escrutando las tinieblas a través de los retrovisores—. Si hay alguien ahí atrás, será un murciélago. ¿Crees que la secta tiene murciélagos en nómina?
—Si los tuviera serían vampiros —repuso Karen arrastrando las palabras—. Reduce la marcha. Ve más despacio —dijo al cabo de unos minutos.
—¿No es esta casa? —advirtió Jaime.
El hermoso edificio se adivinaba a la izquierda, casi escondido entre la valla y la vegetación; el jardín parecía discretamente iluminado y había luz en un par de ventanas.
—Sí; reduce pero no te detengas. Fíjate ahora en si hay algún coche aparcado cerca de la casa; indicaría peligro, ya que nosotros siempre aparcamos dentro. Vigila también si ves a alguien en el arcén o entre los árboles.
No vieron coche alguno, y el arcén era demasiado estrecho para que un vehículo pudiera ocultarse fácilmente entre la vegetación. Continuaron por la carretera unos cientos de metros, y llegando a donde no podían ser vistos desde la casa ni desde sus cercanías Karen le hizo entrar en una estrecha vía asfaltada que se abría a su izquierda. Oscuridad delante, oscuridad detrás; nadie les seguía y avanzaron durante unos minutos en una pronunciada pendiente de bajada.
Llegaron a una bifurcación y, girando de nuevo a la izquierda en un camino de tierra, los faros iluminaron una impresionante pared rocosa y una densa vegetación de árboles y matas a la derecha.
—Aparca aquí, entre los árboles.
Jaime detuvo el coche quedando en una posición en la que no era visible desde unos metros antes del camino; un buen escondite. Al apagar las luces se hizo una oscuridad casi total en la noche lluviosa; Jaime puso su mano en la rodilla de Karen y le dijo con voz íntima:
—Me siento romántico, ¿has hecho alguna vez el amor en un BMW?
—¡Cubano lujurioso! —le censuró divertida—. Más respeto. Estás al pie de Montsegur, el monte sagrado cátaro; aquí se reúnen los Buenos Hombres y Mujeres. Y ellos hacen voto de castidad.
—Pero tú no lo has hecho aún, ¿verdad?
—No hagas preguntas tontas. Salgamos, nos están esperando.
—Bueno —aceptó Jaime con tono resignado—. Al menos lo del monte sagrado es más creativo que alegar dolor de cabeza.
—Sígueme —ordenó Karen abriendo su maletín y sacando una linterna.
Anduvo hasta la pared rocosa y luego siguió unos metros por un pasillo entre un muro de piedra y otro de vegetación. Al poco Karen apartó unas matas a su izquierda, y entre la fronda su linterna descubrió un arco de piedra con aspecto de entrada de una cueva; se trataba de un camuflaje perfecto.
Karen se introdujo con decisión y, topándose en el interior, unos tres metros, con una puerta metálica, buscó en la pared un pequeño cuadro de números levemente iluminados. Tecleó un código y un suave pitido indicó que el sistema de protección había sido desactivado; introdujo una llave en la cerradura de seguridad y la puerta metálica se abrió suavemente. Penetraron en un estrecho pasillo al fondo del cual se hallaba una escalera metálica de caracol.
—Este pasadizo es a la vez entrada secreta y vía de escape —le explicó en voz baja—. Dado el papel que vas a desempeñar en el grupo, hoy Dubois te dará un juego de llaves; debes aprenderte los códigos de entrada. El primer código es sólo de acceso, el siguiente es una alarma para avisar a los de la casa si se presenta una visita imprevista.
Sin esperar respuesta, empezó a subir por la escalera de caracol. Aquello era como una amplia boca de pozo, y ella subía tan rápido que si Jaime se retrasaba en unos segundos se quedaría en la oscuridad. Subieron lo que serían unos diez metros, encontrándose en una repisa excavada en la roca de donde partían dos túneles.
—El de la derecha conduce a las celdas de los Buenos Hombres y a la capilla que tú conoces. Nosotros seguiremos hacia el cuerpo principal de la casa.
Sería la mención de la capilla, pero Jaime sintió la presencia de aquel tapiz donde las figuras cobraban vida. Deseaba volver allí. Quería volver a la cueva del rito.
Pero Karen ya se había alejado dentro del túnel, y al final de éste encontraron otra puerta metálica y otro panel de códigos. Karen repitió la operación anterior y la puerta se abrió en silencio.
Se encontraban en el salón principal de la casa, al que accedían a través de un panel de madera que ajustaba tan bien con la pared norte que era imposible distinguir la entrada desde el interior.
Accedían desde el nivel más alto a una amplia estancia de dos niveles, con una gran chimenea frente a ellos y de decoración moderna y confortable. Amplios ventanales con vistas al jardín ocupaban las paredes este y oeste.
Vieron a Kevin Kepler y Peter Dubois en la parte del comedor, frente a una mesa abarrotada de papeles, discutiendo sobre un documento. Había un ordenador portátil conectado en la mesa, y otro en una amplia mesita centro, también cubierta de papeles, que se encontraba entre los sofás, frente a la chimenea. Karen cerró la puerta y dijo alegremente:
—Buenas tardes, señores.
Los dos hombres miraron en su dirección y saludaron. Jaime bajó por los escalones que separaban su nivel y les estrechó la mano.
—Están ustedes muy ocupados. Esto, más que un centro religioso, parece una oficina de auditores.
—Es más que un centro religioso —repuso Kepler—, y lo que estamos haciendo es, por desgracia, una auditoría secreta; debe serlo, porque si los Guardianes supieran dónde estamos y qué hacemos, nos eliminarían muy pronto.
—El asesinato de Linda, aparte de una terrible desgracia —continuó Dubois—, representa un gran retraso para nuestros planes; ella conocía cada documento a la perfección y era una experta auditor. Si antes le necesitábamos a usted, ahora mucho más. Con el desorden que hoy tenemos en parte de los documentos, es imposible presentar las pruebas definitivas.
—Bien, de acuerdo, les ayudaré. Pero quiero algo a cambio.
—¿Qué es?
—No dejo de pensar en el rey Pedro y su dilema; estoy impaciente por saber qué ocurrió. Quiero volver a la capilla y revivir aquel tiempo. Y no puedo esperar al sábado.
—De acuerdo —respondió Dubois—. Me parece lógico. Pero hay dos condiciones.
—¿Cuáles son?
—Primera, tendrá que ser mañana; hoy hay mucho trabajo que terminar. —Jaime asintió con la cabeza—. Y segunda, tendrá que trabajar muchas horas aquí ayudándonos; no podemos dejar pasar más tiempo. Los Guardianes saben que está ocurriendo algo y se esforzarán en destruir y esconder pruebas.
—¡Trato hecho! —dijo Jaime cerrando el acuerdo con un fuerte apretón de manos.
—¡Adelante! —la respuesta de Jaime a los golpecitos en la puerta era innecesaria; el visitante ya entraba.
—Buenos días, Jaime. —White apareció saludando con la seguridad propia del jefe.
—Buenos días, Charly —contestó amablemente; pero en su interior Jaime lanzó una maldición: las cosas iban más aprisa de lo que había esperado.
La noche anterior se demoraron en Montsegur hasta pasadas las doce, y él anotó varios asuntos sobre los que recoger información adicional para así completar el trabajo de Linda. No era tan fácil. Aunque los datos se encontraban en la oficina, se trataba de asuntos de los que ni Jaime ni ninguno de su equipo eran responsables. Y a pesar de que tras el despido de Douglas nadie tenía la autoridad en primera instancia de negarle la información, los de Auditoría de Producción no abrirían sus archivos de buena gana.
Y era arriesgado; seguro que había miembros de la secta infiltrados allí, y White se enteraría al momento de que él husmeaba en asuntos que no le concernían. No pensaba que lo relacionaran de inmediato con los cátaros, pero entraría en la lista de sospechosos.
Pese al peligro, Jaime decidió que la única opción posible era asumir los riesgos que la búsqueda de información implicaba; no podía perder tiempo diseñando formas más sutiles de conseguir los datos.
Había clasificado los documentos a obtener en dos tipos: esenciales y de menor importancia. En cuanto a los esenciales, nada más llegar a la oficina recorrió personalmente los archivos, fotocopiando papeles. Pero tuvo que preguntar varias veces sobre la documentación que buscaba.
Para documentos menos sensibles, le pidió a Laura, que tenía muy buena relación con la ex secretaria de Douglas, que obtuviera copias a través de ella.
¡Mierda! Y ahora White venía a pedirle explicaciones. ¿Cómo había podido enterarse tan rápido? ¡Y no tenía pensada ninguna excusa razonable!
—¿Cómo va la mañana? —preguntó White sentando su corpachón en una silla frente a la mesa de Jaime e invitando a éste con un gesto a hacer lo mismo.
—Va avanzando —contestó Jaime mientras se acomodaba, dejando su taza de café en la mesa. Luego señaló varios montones de papeles—. Empujando temas pendientes. —Esperó a que el otro hablara. No sería fácil improvisar una explicación convincente.
—Jaime, he leído los informes de los auditores externos en Europa y detectan un par de irregularidades preocupantes en las divisiones de distribución cinematográfica y televisiva —explicó el hombretón.
—Sí, también he leído los informes y hay algunas cosillas. —Jaime se preguntó por qué daba White tales rodeos cuando su táctica favorita era el ataque frontal—. Pero no es nada grave.
—Pues tenemos opiniones distintas. Creo que alguno de los asuntos que mencionan requiere nuestra intervención directa.
—Charly, los auditores externos han emitido informes semejantes con suma frecuencia, y nos limitamos a aceptar que se implementaran las recomendaciones de los externos siempre que los ejecutivos responsables no tuvieran objeciones razonadas. ¿Por qué debiéramos intervenir ahora?
—Opino que esta vez es distinto y que hay que revisar los puntos conflictivos uno tras otro con los auditores europeos —respondió White con energía—. Y es urgente. Quiero que cojas un avión a Londres esta misma tarde o mañana por la mañana.
—Charly, no es razonable. —A Jaime le pareció aquello una mala excusa. Empezaba a entender lo que White pretendía: quería alejarle de la oficina. Quería ganar tiempo para poder manipular algo—. Tengo aquí multitud de temas urgentes que resolver. Y ese asunto es irrelevante, no precisa nuestra intervención.
—Jaime, yo soy el responsable de auditoría. —White pronunciaba las palabras con cuidado y furia contenida. Sus ojos azules, hundidos, brillaban siniestros—. Recibo órdenes directamente de Davis y tú recibes órdenes de mí. He escuchado ya tu opinión; estás equivocado y, una vez investigado el asunto en su origen, te darás cuenta. ¡Toma ese maldito avión y haz lo que te digo!
—Bien, creo que haces una montaña de un grano de arena. —Jaime decidió que sería absurdo y peligroso negarse—. Pero si tú lo quieres, saldré hacia Londres. Deja que cierre los asuntos más urgentes. Tan pronto como Laura me dé los horarios de aviones, te diré cuándo salgo.
—De acuerdo. Pero lo antes posible. Y quiero establecer contigo el programa de trabajo de estos días.
—Lo razonable, dado el cambio de horario, será que viaje el fin de semana, así estaré con nuestro equipo el lunes a primera hora.
—Te digo que debes salir mañana.
—Bien, veo el horario de vuelos y los temas pendientes, y luego te llamo.
—Sube a verme a las cuatro para confirmar la agenda y los tiempos.
—Bien. Quedamos a las cuatro.
—Hasta luego —dijo White cerrando la puerta, con más fuerza de la necesaria, al salir.
Jaime se quedó pensativo. ¿Habrían informado ya a White de su búsqueda de documentos? No; le habría mencionado el asunto. Lo más probable sería que quisiera quitarle de en medio por unos días mientras eliminaba pruebas. Y no tendría más remedio que obedecer. ¡Era un maldito contratiempo! ¡Con lo urgente que era preparar el caso y presentarlo a Davis! Se retrasarían al menos una semana. Y tal como se desarrollaban los acontecimientos, una semana era toda una vida.
Pero no viajaría antes del sábado. ¡Al diablo con White!
Al llegar a Montsegur, estaban ya todos trabajando, y Karen le presentó a Tim; era un creyente de toda confianza, que les ayudaba a preparar el informe. Jaime lo recordaba, lo había conocido en los secuoyas y el hombre le caía simpático.
A continuación les notificó su viaje a Europa. Los demás coincidieron en que no era una buena señal, y aunque el grupo se afanaba trabajando a contrarreloj, con la ausencia de Jaime, el informe para la presentación a Davis se retrasaría al menos cinco días.