Una última reserva: en su inmensa mayoría, las publicaciones presentan inocentemente escenas ficticias cuyos sujetos, los personajes, no tienen nada en común con los modelos profesionales que posan para la ocasión. Así, evidentemente, cuando se dice, por ejemplo, que las enfermeras son presentadas de tal o tal manera por la publicidad, se trata de una abreviatura: de hecho, se ofrece la imagen de unas modelos vestidas de enfermeras, que posan en una reproducción de entorno médico. (Sin duda, bastaría una retribución adecuada para hacer que una enfermera verdadera posase o se dejase fotografiar en su trabajo; pero el caso es que las agencias publicitarias suelen estimar que las verdaderas enfermeras en verdaderos hospitales no tienen un aire muy «típico».) Podré caer en semejante simplificación, hablando de los sujetos de una fotografía como si se tratase de ejemplificaciones, de imágenes tomadas de la realidad. Pero la complicación se debe a que posar para la publicidad implica casi invariablemente una titularidad de sexo, haciendo las modelos femeninas de personajes femeninos y, los modelos masculinos, de personajes masculinos. (La misma titularidad £e observa en cuanto a los grupos de edades.) De ello se sigue que toda explicación sobre el sexo en la publicidad termina por llegar al punto en que, en cierto sentido, modelo y personaje no son más que uno. Esto es lo que en particular justifica la simplificación de que hablábamos. Porque si, ciertamente, el publicitario que escenifica una «enfermera» no nos presenta el registro fotográfico de tal personaje; dicho de otra manera, no nos muestra la imagen
auténtica
de una verdadera enfermera, en todo caso nos hace ver una mujer verdadera, al menos, en el sentido corriente de la palabra «verdadero»
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. Cuando sale del estudio, la modelo deja de ser «enfermera», pero sigue siendo «mujer».
Unas palabras, para terminar, sobre las fotografías mismas. Advirtamos en primer lugar que en ellas se ve a mujeres tomar actitudes «femeninas», no sólo ante hombres, sino también ante
otra mujer,
lo cual nos empuja a pensar que los estereotipos relacionados con el sexo —en fotografía, al menos— se basan en la noción de un espacio con dos casillas y que lo importante es rellenar estas casillas con sujetos diferenciados en su papel, pero no necesariamente opuestos en su identidad sexual.
Habiendo quedado ya claro que no hace falta tomar en serio mi colección de fotografías, quisiera explicar rápidamente por qué, sin embargo, es seria. La misión del publicitario es disponer favorablemente al espectador ante el producto que ensalza, y su procedimiento consiste, en general, en mostrar un ejemplar brillante en un marco encantador, con el mensaje implícito de que, comprando uno, estaremos en el buen camino para vernos en el otro..., que es lo que deseamos. Además, es interesante observar que el elemento encantador suele estar proporcionado por la presencia, en el cuadro, de una elegante mujer joven, llegada para conceder su aprobación y el esplendor de su persona al producto, trátese de una escoba, un insecticida, un asiento ortopédico, materiales de recubrimiento, una tarjeta de crédito o una bomba al vacío. Pero todo eso, desde luego, no es más que publicidad y no tiene demasiado que ver con la vida real. Eso es lo que dicen los críticos de este arte de la explotación; ingenuos críticos, todo hay que decirlo, que no se enteran de nada en esta vida real.
El publicitario, encomie como quiera su producto, tiene que someterse a las limitaciones del medio que utiliza. Porque, debiendo exponer algo sensato y fácilmente comprensible, sólo dispone de caracteres de imprenta y de una o dos fotografías de unos personajes que, aun si parecen estar hablando, se nos presentan callados. Observemos, además, que el texto, que explica más o menos «lo que pasa», suele ser, con la mayor frecuencia, algo superfluo, pues la imagen cuenta por sí misma su pequeña historia.
Entonces, ¿cómo es que unas fotografías pueden representar el mundo, un mundo en que la gente (móvil, nunca fija en una postura) se entrega a actividades que se extienden en el tiempo, en que el sonido cuenta casi tanto como la vista, por no hablar de los olores y del tacto, y en el cual podemos conocer personalmente a los individuos que encontramos, suceso improbable en el caso de los personajes publicitarios?
Es cuestión con unas cuantas soluciones evidentes. Así, es posible montar una escena cogiendo a los personajes justo en pleno acto capaz de compendiar a la vista de todos la secuencia de la que se ha sacado; seguramente, porque no se lo estima posible sino en el curso de una acción prolongada, de la cual es un momento que lleva al espectador a reconstruirla
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. Una segunda solución consiste en servirse de escenas que ya son silenciosas y estáticas en la realidad: dormir, pensar, mirar escaparates y, sobre todo, esa mirada de reojo que nos sirve para comunicar nuestra actitud general ante lo que otra persona —que no nos mira directamente— dice o hace. También es posible disponer los personajes en una microconfiguración espacial, de suerte que sus posiciones relativas en el espacio indiquen su posición
social
relativa. Y desde luego, está la solución consistente en utilizar escenas y personajes estereotipados que la gran mayoría de los espectadores tiene identificados desde hace mucho tiempo con una u otra actividad, de modo que hay garantía de comprensión inmediata. En este sentido, observemos de paso que los publicitarios escogen casi siempre tipos positivos, aprobados por todos (quizá porque prefieran ver sus productos más bien asociados a lo bueno que disociados de lo malo), de modo que nos presentan personajes idealizados sirviéndose de medios ideales para fines que no lo son menos y unidos, naturalmente, por relaciones también ideales, como vemos por la microecología de su disposición. Queda, en fin, e] recurso de hacer que posen celebridades, personajes que uno, desde luego, no conoce personalmente, pero de los que siempre se sabe algo.
Interesa observar que los publicitarios no son los únicos en recurrir a estos métodos. Los emplean también los gobiernos y las organizaciones de fin no lucrativo para transmitir sus mensajes en la prensa o en carteles; y no obran de otra manera los grupos de extrema izquierda ni las personas particulares que toman la fotografía como entretenimiento o vocación. (En realidad, sentimos decirlo, es equivocado suponer que sólo los publicitarios hacen publicidad. Incluso los adversarios de la comercialización del mundo se ven obligados a concretar sus argumentos en imágenes que escogen de acuerdo con criterios muy semejantes, en definitiva, a los del enemigo.)
Pero el punto esencial al que quiero llegar es que, al fin y al cabo, el trabajo del publicitario, que debe escenificar el valor de su producto, no es tan distinto a la tarea de una sociedad al llenar sus situaciones de ceremonial y de signos rituales destinados a facilitar la orientación mutua de los participantes. Uno y otra tienen que contar una historia por medio de los limitados recursos «visuales» que ofrecen las situaciones sociales. Ambos tienen que convertir hechos oscuros a una forma fácilmente interpretable; y ambos se sirven de los mismos procedimientos básicos: exhibición de intenciones, organización microecológica de la estructura social, idealización aprobada y exteriorización mímica de lo que puede parecer una reacción íntima. (Así, igual que una publicidad de Coca-Cola nos mostrará una familia de aspecto feliz, bien vestida, en un balneario elegante, podremos ver familias modestas, pero reales, y vestidas de forma corriente, que se permiten el pequeño lujo de ir a pasar diez días de sus vacaciones al mismo sitio, teniendo buen cuidado de fotografiarse, después de haberse cambiado, en su nuevo papel, como para confirmarnos, si falta hiciere, que están entregándose a una exhibición de autopromoción.) Dicho esto, no se trata de negar, desde luego, que las exhibiciones de las fotografías publicitarias constituyen un subconjunto particular de todas las exhibiciones. En general, el publicitario tiene que resignarse a exponer en la instantánea apariciones mudas e inodoras, limitación que no conocen los ritos de la vida real.
Lo cual plantea la cuestión de las «situaciones sociales», definidas como órdenes en que hay personas en mutua presencia material. Ocurre, y aun frecuentemente, que las fotografías publicitarias nos muestran personajes solitarios, indudablemente fuera de cualquier situación social. Sin embargo, para que la escena pueda interpretarse, hace falta que el sujeto muestre apariencias y actos de valor informativo, procedimiento, justamente, que, seguimos en las situaciones sociales reales para montar nuestras propias historias y enterarnos de las historias de los demás. Por tanto, solitarios o no, los personajes de la publicidad se dirigen implícitamente a nosotros los espectadores, que nos encontramos alojados en su entorno por el permiso que se nos ofrece de ver de ellos lo que podemos ver, con el efecto de producirse una situación que puede llamarse social. Más aún, es frecuente que el fotógrafo elimine de antemano cualquier ambigüedad pidiendo a su modelo que simule una respuesta mímica a un fantasma que vagase junto a la cámara, es decir, en realidad, en el espacio que se supone habitamos nosotros los espectadores. Y observemos además que el personaje solitario, no contento con «exteriorizar» la información destinada a darnos una idea de lo que se nos quiere mostrar, se abstiene constante y totalmente de entregarse a comportamientos prohibidos o poco recomendables, aquellos que en realidad podrían esperarse de una persona segura de su soledad. (Quién sabe si el realismo comercial no tendrá como subproducto el reforzar la censura de los comportamientos solitarios...)
Por consiguiente, el interesado por la presentación de los sexos en la publicidad no debería limitar su atención a revelar los estereotipos de los publicitarios, por significativos que puedan ser; tampoco, a buscar en estos estereotipos lo que puedan descubrirnos sobre los modelos dominantes, fundamentales al reparto de los papeles sexuales en nuestra sociedad: tendría que examinar también de qué manera quienes componen la publicidad (y posan para ella) juntan los diversos hechos de las situaciones sociales para alcanzar su objetivo, a saber, presentar una escena significante e interpretable de un vistazo. Así, quizá consigamos discernir, allende la labor artística, cómo, con la presencia de unos cuerpos ante otros, y rodeados de elementos no humanos, puede darse forma a la expresión. Y en vista de lo que saben hacer los fabricantes de imágenes con los hechos locativos, podemos empezar a pensar en lo que nosotros mismos hacemos. Entonces, tras una variedad infinita de configuraciones escénicas, quizá logremos discernir un idioma ritual único y, tras una multitud de diferencias superficiales, un pequeño número de formas estructurales.
Ahora, admito de buena gana que, con todo esto, puedo dar la impresión de querer sacar mucho de nada, en este caso, utilizar documentos publicitarios fácilmente asequibles para hablar de la conducta relacionada con el sexo. Pero lo que me interesa aquí no es la conducta en general, sino solamente la exhibición que los individuos incorporan a las situaciones sociales, exhibición que, sin duda alguna, participa de la que se esfuerzan los publicitarios por incluir en las escenas que montan en torno de sus productos para fotografiarlos. Ciertamente, en su mayoría, las fotografías comerciales no son más que «imágenes», a lo sumo «realistas», pero, evidentemente, la misma realidad que se supone deforman es artificial en muchos aspectos, y no los menos importantes. Porque la faz de lo real aquí en cuestión es la manera como las situaciones sociales nos sirven de recursos escénicos para hacer al instante el retrato visible de la naturaleza humana que reivindicamos. Por eso, las fotografías de composición quizá resulten más sustanciales de lo que se creía, en cierto modo equivalentes, para quien estudia el idioma ritual de una comunidad, a lo que es un texto escrito para quien estudia su lengua
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Ritual e hiperritualización
Acabamos de descubrir, pues, cierto número de expresiones «naturales» de la femineidad y de la masculinidad, en tanto se dejen representar en las imágenes publicitarias por medio de estilos de comportamientos perceptibles visualmente. Creo que estas expresiones aparecen al examen, como otras tantas ilustraciones, de unidades conductivas de tipo ritual, retratos de un entendimiento ideal de los dos sexos y de sus relaciones estructurales, captadas en parte gracias a la indicación, también ideal, de la actitud de los actores en la situación social.
Ciertamente, las fotografías publicitarias se componen de poses estudiadas cuidadosamente para que parezcan «naturalísimas». Pero yo sostengo que las expresiones reales de la femineidad y de la masculinidad proceden también de poses artificiales, en el sentido etimológico de este término.
¿Qué diferencia hay, pues, desde el punto de vista de los ritos, entre las escenas que nos pinta la publicidad y las escenas de la realidad? La noción de «hiperritualización» constituye una primera respuesta. En efecto, la normalización, la exageración y la simplificación que caracterizan los ritos en general se reconocen en las poses publicitarias, pero elevadas a un grado superior y acordadas a menudo a la puerilidad, la irrisión, etc. Por otra parte, están los procedimientos de montaje. Una fotografía publicitaria constituye tal ritualización de ideales sociales que se ha cortado, suprimido, todo aquello que obste a su manifestación. En la vida corriente, en cambio, por muy incansablemente que nos empeñemos en producir semejantes expresiones «naturales», no lo conseguiremos sino por medio de ciertos estilos de comportamiento, o en ciertos detalles particulares de nuestras actividades: ceremonias breves, expresiones de simpatía, reuniones de amigos, etc., distribuidos a lo largo de nuestra ronda diaria de acuerdo con un plan que todavía conocemos muy poco. En resumen, tanto en la publicidad como en la vida, queremos poses brillantes, queremos exteriorizarnos; pero en la vida, buena parte de la película carece de interés. En todo caso, poseemos para una fotografía, o cumplamos un verdadero acto ritual, nos entregamos a una misma representación ideal de carácter comercial que se supone describe la realidad de las cosas. Cada vez que un hombre real enciende el cigarrillo a una mujer real, su gesto supone que las mujeres son objetos valiosos, algo limitadas físicamente, a las que conviene ayudar a cada paso. Tenemos aquí, en este pequeño rito interpersonal, una manifestación «natural» de la relación entre los sexos, pero que quizás esté tan lejos de reflejar realmente esta relación como lejos está de ser representativa la pareja de un anuncio de cigarrillos. Las expresiones naturales no son diferentes a las escenas comerciales: se utilizan con el fin de propagar cierta versión de las cosas, y en condiciones al menos tan dudosas y expuestas como las que conocen los publicitarios.