Los iluminados (13 page)

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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, #Histórico

BOOK: Los iluminados
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Evelyn me ha confesado la certeza que guarda su corazón: algún espléndido día mi hermano la tomará por mujer. Y debe estar entrenada. No será cualquier mujer, sino la de un príncipe-reverendo, un servidor del rey Dios. Simulé sorpresa, pero no había tal. Hace rato que su interés por Bill es más obvio que la cruz en el frente de una iglesia. Por mi parte, le hice saber que yo estaba de acuerdo y que la apoyaría de la mejor manera. Y es cierto: que mi mejor amiga se convierta en mi cuñada me permitirá recuperar más aún a Bill.

————————

Bill acaba de llegar. Estamos pasando por momentos dolorosos. El abuelo Eric volvió a descompensarse. Anteanoche su corazón dejaba de latir, y menos mal que un médico le hizo masajes en el pecho y lo llevó en ambulancia a terapia intensiva. El pronóstico es muy malo. Nos hicieron entender que esta vez no habrá retorno. Bill aterrizó como una tromba en un auto parecido al del viaje anterior, conducido por el mismo chofer. Frenó ante la puerta del hospital con chirrido de neumáticos. Yo estaba por pedir un informe en la recepción cuando lo vi entrar. Corrí a darle un abrazo. Su majestuoso porte causó impresión; médicos y enfermeras le abrieron paso de la misma forma que harían ante el gobernador del estado.

Antes de cruzar la puerta vidriada de terapia intensiva le ofrecieron un delantal estéril que Bill vistió sin quitarse la túnica que colgaba de sus hombros. Caminó directo hacia la cama del abuelo, como si ya hubiera estado allí, y se paró a su lado. Yo abrazaba a mamá y hacía fuerza para contener las lágrimas. El abuelo estaba demacrado e inconsciente, cubierto de sondas, cables y aparatos. Respiraba con dificultad, irregularmente, como alguien que se olvida de hacerlo; tras largas pausas incorporaba una bocanada ruidosa y entrecortada, a la que seguía una espiración que parecía ser la última.

Mi hermano murmuró una plegaria de la que sólo oí sílabas, pues tomó el borde de su túnica, la extrajo por debajo del delantal y rozó con ella la frente del enfermo. No sé por qué esa escena tan simple me conmovió tanto, y ya me fue imposible retener el sollozo. Una enfermera me propuso salir, pero negué con la cabeza y abracé más fuerte a mamá. Bill se sentó en el borde del lecho, apoyó la cabeza sobre una mano y permaneció callado durante un cuarto de hora. No hubo más ruidos que los que producían mis sacudidas. Luego enderezó la cabeza, miró en torno y se puso de pie. Parecía un sumo sacerdote rodeado de súbditos pendientes del mínimo gesto. Sentenció con voz profunda: “Reside junto al Todopoderoso,
envuelto
por su magnificencia”.

Y salió.

A los pocos minutos el cardiólogo certificó su fallecimiento.

Mis padres, Bill y yo nos abrazamos.

La desgracia nos volvía a unir.

En el sepelio Bill reconoció a Evelyn, vestida de color pizarra. Su pupila rapaz examinó su cuerpo de dieciocho años. Ella, impulsada por el fuego que se escondía bajo la ropa monacal, se le aproximó con la excusa de saludar a los familiares del muerto. El pecho le estallaba. Acarició a la madre de Dorothy. Luego se desplazó tres pasos adicionales y rozó el costado de Bill. Sus mejillas se habían convertido en tomates y un estremecimiento la recorría desde el cabello hasta los pies. La desgarraba una tempestad de emociones, pero sus sentidos capturaban la realidad y, dentro de ella, la magnética cercanía del amado: el perfume de la piel recién afeitada, la blanda aspereza del traje, la tibieza de sus manos grandes. Se armó de tanto coraje como si tuviera que arrojarse a un precipicio, giró y le tendió la mano. De su garganta brotó un inaudible pésame. Bill posó sus ojos en la muchacha. En los oídos de Evelyn zumbaban abejas. Temía que se le doblaran las rodillas.

A Bill le costaba unir la nena que había sido amiga de su hermana con la preciosa joven que tenía frente a sí. Por la tarde se las arregló para llevarla a su cuarto y quedarse a solas con ella. Evelyn advirtió su astucia, porque unos segundos antes había simulado salir luego de echar llave. Era el inconfundible príncipe de sus sueños, tan diestro como pícaro para vencer a cualquier adversario, incluso a los indiscretos. Sus ojos, su voz y sus dedos se consagraron a ella. Resultaba vertiginoso, pero las robustas fantasías empezaban a convertirse en realidad. Navegando por encima de la luna, Evelyn murmuraba su agradecimiento al Señor.

Bill tenía curiosidad. Esa muchacha era bella y misteriosa, casi hipotética, como una alegoría. Su exterior parecía severo, pero debajo de su vestido gris seguro que ardía la pasión. Era evidente. Le hizo preguntas sobre sus gustos y deseos en el más amable de los tonos. Por primera vez Evelyn lo percibía interesado en ella; el momento le sonaba a cuento de hadas. También era la primera vez que él hablaba con ella tanto tiempo. El éxtasis arribó cuando las grandes manos —las mismas que le habían enseñado a dibujar gatitos con dos circunferencias y luego ciñeron su cintura en historias fraguadas por su mente al galope— se aproximaron a sus cabellos levemente transpirados y los acariciaron con extraordinaria delicadeza. La corriente se le expandió hasta las uñas.

Al día siguiente Bill la besó. Si una caricia podía convulsionar hasta la última porción de su cuerpo, el beso la lanzó a otra galaxia. Rodó ligera por el espacio. Estaba decidida a entregarse sin límites. Su amor era más intenso que la sed de una mujer abandonada en el Sahara. Ni siquiera podía distinguir entre las caricias castas y las audaces. No importaba. Todo lo que Bill hiciese con ella era una bendición y conducía hacia la unión definitiva. La piel y el aliento de Bill se mezclaron con su sangre. Una excitación convertida en flecha le rompió las costuras. Ingresó en lo inefable.

Entonces se amaron con brutalidad.

El trote fue doloroso y la dejó sin aliento. No reprodujo las cabalgatas suaves que solía disfrutar en sus fantasías, pero tuvo mucho de primitivo y angelical, casi como las grandes explosiones que sacudieron el espacio mientras el Señor creaba las esferas. Temió despegar los párpados y verificar la realidad concreta. Temió descubrir que estaba sola como siempre. Pero cuando por fin abrió los ojos, su retina captó el maravilloso paisaje adherido a sus pestañas: Bill, adormecido, respiraba por la boca y su tibio aliento le movía el flequillo.

Durante los quince días que esa vez Bill permaneció en Pueblo hicieron el amor tres veces. El duelo por la muerte del viejo Eric no inhibía la sexualidad del pastor.

En sus conversaciones fue entregándole, a cuentagotas, noticias de su actividad en Elephant City, Three Points y Carson. Mencionó a su fallecido maestro Asher Pratt, su eficaz asistente Lea, el leal chofer Aby y su socio Robert Duke. Prometió escribirle. Pero la tarde de su despedida la dejó boquiabierta.

—Cuidado con los monstruos preadámicos. En Pueblo abundan indios, hispanos, negros, japoneses y judíos. Ni se te ocurra vincularte con ellos.

Evelyn supuso que era celoso y de esa forma elíptica la alejaba de otros pretendientes. Ella contestó:

—Sólo te amo a ti.

—Eso se dice... — se acomodó la túnica sobre los hombros, la besó en la frente y salió. Su apostura congelaba.

Mientras repasaba con Mónica los documentos de nuestra investigación, aparecieron unos libros y folletos sobre sectas, milicias y organizaciones neonazis en los Estados Unidos. Eran tan interesantes que no pudimos dejar de echarles una mirada, aunque no se relacionaran con nuestro propósito inmediato. Pero —lo insinuó Borges— quizá son sinónimos el azar y el destino. Pusieron delante de nuestros ojos una pista que en poco tiempo llevaría a la explosión.

Efectivamente, una de las organizaciones que más me asombraron tenía un nombre retorcido: Identidad Cristiana para el Mensaje de Israel. Sus líderes dirían que me guió el ángel del mal, porque accedía a sus dominios.

En efecto, parece una organización creada en un manicomio. Aunque está limitada a zonas del Medio y el Lejano Oeste, viene creciendo en forma sostenida. Mantiene lazos con otras denominaciones religiosas de parecida virulencia, pero también con milicias de ultraderecha y organizaciones racistas o inequívocamente nazis que —en la medida en que les conviene— se reconocen parte de la Mayoría Moral. Las pesquisas realizadas dejan el amargo sabor de que nunca se llega a su raíz, porque carecen de un liderazgo unificado.

Predican la lectura textual y atemporal de la Biblia —como los demás fundamentalismos—, pero no dudan en alterar versículos o inventar otros cuando conviene al odio y al prejuicio. En su anhelo de autoexaltación aseguran que provienen de las diez tribus perdidas que formaron el antiguo reino de Israel (de ahí “el Mensaje de Israel”).

¡Hicieron una película a su medida! En impúdica contradicción con la realidad.

Porque, sintéticamente, los historiadores coinciden en algo muy distinto: tras la muerte del rey Salomón (cerca de un milenio antes de Cristo) se produjo una guerra civil y su heredad se dividió en dos Estados: al sur el reino de Judá, con sólo dos tribus (capital: Jerusalén), y al norte el reino de Israel, con las otras diez (capital: Samaria). La invasión de los asirios en el año 772 a.C. destruyó sólo el reino de Israel, porque una epidemia impidió que avanzaran hacia el sur. Provocaron el forzoso exilio de los habitantes norteños, los dividieron en pequeños grupos y generaron su extinción rápida mediante la asimilación con otros pueblos de la zona. Un siglo y medio más tarde los babilonios conquistaron Judá, destruyeron Jerusalén y también exiliaron a sus habitantes. Pero los dejaron formar comunidades compactas a orillas del Éufrates, lo cual permitió su supervivencia, la aparición de grandes profetas, el retorno masivo y la reconstrucción del antiguo solar.

De las diez tribus nunca se tuvieron más noticias, excepto escasas familias que quedaron en Samaria y luego se integraron a Judá.

Entre la segunda y la tercera Cruzadas que llevaba a cabo Occidente contra los musulmanes brotó la quimera de que las idealizadas diez tribus no se habían extinguido, prosperaban en algún país remoto y se entrenaban para el rescate de sus hermanos perseguidos en Europa. Benjamín de Tudela, un viajero español del siglo XII, acrecentó el mito. Mucho después, por el 1600, tras matanzas y pogroms que asolaron Rusia, Ucrania y Polonia, Natán de Gaza no sólo proclamó a un Mesías, sino que aseguró la inminente llegada de las diez tribus. Marchaban encolumnadas desde las montañas de Persia y el desierto de Arabia; pronto penetrarían en el corazón del Imperio Otomano y restablecerían el antiguo reino de Israel. Sus palabras se reprodujeron en cartas febriles que recorrieron la cuenca del Mediterráneo y dejaron una perdurable impresión.

Medio siglo después, en Aberdeen, Robert Boulter amplió la visión de Natán. Describió a seiscientos mil hombres armados que ya habían derrotado batallones turcos y ahora avanzaban por mar en naves cuyas banderas proclamaban: “Éstas son las diez tribus de Israel”. Pronto se difundieron en Alemania, Suiza, Gran Bretaña y Flandes otras cartas que repetían la misma versión. Los predicadores se referían a las tribus como prueba del poder divino. Se especulaba sobre el carácter de sus armas, entre las que figuraba el manejo del rayo. Lo cierto es que las tribus adquirieron tanta presencia como los países donde se hablaba de ellas.

Luego, mientras Francia se desangraba con la guillotina de la Revolución, en Londres estalló el trueno más sonoro de la historia, tan fuerte —según crónicas— que agrietó decenas de viviendas, miles de personas ensordecieron e incontables caballos huyeron para siempre. El oficial naval Richard Brothers escribió que ese trueno era la voz de un ángel, tal como estaba anunciado en el capítulo XVIII del Apocalipsis. El ángel predijo que Londres sería destruida en dos años. El libro de Brothers fue una bomba: explicaba que intercedió con éxito para salvar Londres y que le fue revelado por el mismo ángel que los verdaderos descendientes de las tribus eran nada menos que los ingleses. Sus palabras tuvieron dos consecuencias: primero, el oficial fue internado como lunático; segundo, muchos compatriotas le creyeron. Tanto que más adelante apareció otro libro, de Scotsman Wilson, apoyándolo, aunque extendía el origen israelita a casi todos los europeos del norte.

La fantasía se impuso con rapidez. En menos de una década se fundaron en Inglaterra veintisiete asociaciones británico-israelitas. La gloria bíblica fue transferida al presente. Dios estaba con ellos así como lo había estado con las tribus desde Egipto a Tierra Santa.

En 1884 un discípulo de Scotsman Wilson llamado Edward Hine viajó a los Estados Unidos para difundir la noticia. Fue recibido con entusiasmo, porque la noticia lo había precedido. Permaneció allí cuatro años y consolidó la fe de un amplio grupo en el anglo-israelismo.

Pero en el siglo XX se produjo una metamorfosis de esta ilusión: la centralidad europea pasó a ser estadounidense, con un creciente odio antijudío. Según se desprende de los documentos que tuve en mano, William J. Cameron desempeñó un papel decisivo. Era editor del periódico que pagaba Henry Ford y fue quien redactó el exitoso infundio antisemita titulado
El judío internacional.

La Identidad Cristiana redondeó su delirio teológico sistematizado entre 1940 y 1970. Durante ese tiempo estructuró un racismo y un antisemitismo desenfrenados. Adoptaron y corrompieron las convicciones de Boulter, Brothers, Hine y las organizaciones británico-israelitas, basadas en el hecho de que los judíos eran hijos de Abraham, Isaac y Jacob, integrantes de la tribu de Judá y luego del reino de Judá. Les negaron todo rasgo favorable. Los judíos eran un sinónimo del mal absoluto.

Pude eslabonar en forma cronológica el desarrollo de este delirio:

1- A mediados de la década de los 30 predicaban que pocos judíos quedaron libres de la mezcla con pueblos vecinos del Medio Oriente y, por lo tanto, no merecían ser considerados legítimos herederos del reino de Judá.

2- Influidos por el racismo nazi, avanzaron hacia la hipótesis de que los arios son los únicos descendientes de Adán y Eva, mientras que las demás razas son un defectuoso proyecto anterior que integra el campo de la zoología.

3- Una década más adelante afirmaron que la mayoría de los judíos eran en realidad edomitas, hititas, moabitas e idumeos (todos preadámicos) que trataban de hacerse pasar por verdaderos judíos, de los cuales sólo quedaban muy pocos, inhallables.

4- En 1960 ya no había predicador de la Identidad Cristiana que aceptase relación alguna entre los judíos y los verdaderos israelitas, fueran descendientes del reino de Israel o de Judá.

5- Hacia fines de 1960 ya aseguraban que los judíos ni siquiera provienen del Medio Oriente, sino de los mongoles.

6- Acostumbrados a la irrefrenable distorsión, no tuvieron escrúpulos en lanzar la última perla: que son ajenos al resto de los seres humanos y fueron engendrados por el mismo Demonio, que fecundó a Eva a espaldas de Adán.

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