Los iluminados (42 page)

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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, #Histórico

BOOK: Los iluminados
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—No te preocupes, profe. —El compacto Hugo “Chapas” fue a su encuentro rascándose la entrepierna y luego le tendió la mano. —A las siete y media la tendrán lista en la puerta del hotel, con todo el cargamento en orden.

Damián le contempló el mameluco limpio. En la oficina había varias personas que miraban de reojo.

—Explicale cómo distribuiste la merca —dijo Gómez—. Mientras, yo sigo mi partida de truco.

El petiso lo condujo al vehículo y abrió la puerta. Con una potente linterna enfocó el interior.

—Es la primera vez que hacés un viaje de este tipo, ¿no? Supongo que no te molesta que te ilustre un humilde analfabeto como yo... Digo, no más, porque ustedes, los argentinos... Bueno, ¿qué ves ahora?

—Paquetes de revistas y paquetes de diarios.

—¿Qué más?

—Libros.

—¿Qué más?

—Es lo único que llama la atención.

—Tomá la linterna. Fijate bien.

Damián alumbró cuidadosamente los ángulos, el techo, los bordes, las paredes laterales y la reducida porción de piso que quedaba libre.

—No veo otra cosa.

—Perfecto. En esta combi ya hemos disimulado doscientos ochenta y dos panes de blanca. Soy analfabeto, pero sumo mejor que una calculadora. Están bajo el piso, en el techo, contra las puertas, dentro de los guardabarros, en un tercio del tanque de nafta y bajo el tapizado de los asientos. Para descubrirlos habría que partir la carrocería como a una nuez. Si no avisa ningún informante, pasarán como un tiro.

Damián apagó la linterna y la devolvió. Miró de nuevo hacia la oficina, donde no parecía desarrollarse una partida de truco. Gómez lo saludó desde lejos con la mano y le hizo señas de que mejor se fuera a dormir.

Se les adelantó un automóvil y Gómez decidió frenar un kilómetro antes de la frontera. Sacó un par de bananas, convidó una a Damián y se dispuso a pelarla con placer de mono.

—El desayuno fue bastante pobre, ¿no?

A los veinte minutos sonó su celular. Sólo dijo “hola” al comienzo y “gracias” al despedirse. Miró a su compañero.

—Malas noticias. Tenemos que esperar un poco más, porque todavía no apareció el comandante Méndez. Tenía fama de madrugador, sin embargo. Espero que no hayan surgido problemas de otro tipo... Vamos a dar una vuelta por el Mercado Campesino. Hay ojos que vigilan...

Recorrieron las soleadas calles en cuyos bordes se amontonaban bajo toldos y techos de plástico una serie interminable de puestos con sandías, papayas, higos, ajíes, paltas, cebollas, melones, tunas y cítricos. ¿Quién los compraba? ¿Cuánto se pudría bajo el calor tropical? Por atrás de los puestos emergían las ondulaciones verdes del lado argentino: la frontera internacional recorría la espalda del Mercado y era obvio —dedujo Damián— que a toda hora se producían los cruces ilegales que ni una barrera de gendarmes podría detener. Gómez compró unas papayas sin bajar del vehículo. Sonó de nuevo el celular. “Hola”... “Gracias.”

—Listo. Llegó Méndez. Relajate.

Miró hacia los lados para cerciorarse de que no lo seguían y enfiló hacia el puente. Encontraron la misma multitud densa y aceitosa del día anterior. Se abrió paso con breves toques de bocina. Al llegar al lado argentino creyó advertir un movimiento irregular y pidió al guardia que lo anunciara enseguida al comandante Méndez. El guardia se sorprendió por la firmeza de la orden; supuso que estaba frente a un alto oficial en ropas civiles. Levantó la barrera y le sugirió que estacionara a un costado del camino mientras otro gendarme se ocupaba de controlar los vehículos siguientes. El auto que parecía seguirlos no tuvo más remedio que avanzar y pronto se perdió en un recodo de la calle. Enseguida apareció el comandante, seguido por el guardia.

Se saludaron como viejos conocidos.

—¿Pudieron completar el programa?

—Perfectamente —contestó Gómez—. El profesor tuvo dos jugosas entrevistas y llenamos la combi con kilos de papel impreso. ¿Quiere verlos?

—Para nada —contestó mientras lanzaba breves miradas al vehículo—. ¿Aceptarían unos mates?

—Por supuesto.

Damián respiró aliviado porque el gendarme no advirtió que esa combi no era la misma del día anterior. Gómez acarició la suave y caliente superficie del mate y, tras unas chupadas, inventó que el juez Carlos Águila y el abogado Estensoro Ruiz se habían prestado a informarles sobre las treinta y cinco mil hectáreas de coca sembradas en la selva boliviana de Chapare. Contaron sobre la obstinada resistencia campesina contra su erradicación, pese a los esfuerzos gubernamentales para favorecer cultivos alternativos. Muchos campesinos ya estaban armados, lo cual creaba una seria complicación. Los pelotones del gobierno y los campesinos se tanteaban y esquivaban durante semanas hasta que estallaban choques sangrientos en los que ni se contaban las víctimas. ¿Era así, realmente? La situación los tenía muy preocupados.

Méndez asintió, aunque no conocía al abogado ni al juez.

Mientras rondaba el mate, Gómez completó la inquietante pintura, que el gendarme agradecía con los ojos muy abiertos. En Chapare —agregó— muchos eran mineros con experiencia sindical, desocupados y resentidos, que buscaban nuevos horizontes. Eran unos hijos de puta con historia y no se dejarían someter fácilmente. Los soldados cortaban a machetazos sus plantas de coca y quemaban los almácigos, pero apenas dejaban el lugar, reaparecían los almácigos y se reanudaba la plantación. Además, la selva proveía escondrijos sin fin.

—Es así —rubricó Méndez.

Tras varias rondas de mate volvieron a la combi acompañados por el militar. Gómez abrió las puertas para mostrarle los paquetes con diarios, libros y revistas.

—¡Es todo un botín! —exclamó, alegre.

El comandante le palmeó un hombro y estrechó con efusividad la mano de Damián. Les deseó buen viaje.

El auto que los precedía anunció desde Aguaray que había detectado en su puesto al primer alférez Isidoro López. Gómez cerró el celular y apretó el acelerador para recorrer en el menor tiempo los veinte kilómetros de distancia. Antes de llegar al puesto de control los entorpeció una larga fila de autos, omnibuses y camionetas detenidos en la ruta. Parándose en puntas de pie pudieron ver los mostradores al aire libre, tanto de migraciones como de aduana, donde personal masculino y femenino atendía la oleada de personas que bajaban de los grandes omnibuses de turismo. Los pasajeros mostraban sus documentos y abrían los bultos ante la desconfiada mirada de los funcionarios. Gómez retornó al volante y descendió a la banquina. Saltando sobre las irregularidades de la tierra apisonada avanzó hacia el modesto edificio de la gendarmería sin preocuparse por las miradas de reproche que le lanzaban los conductores detenidos. Un suboficial puso una mano en el arma que le colgaba sobre el muslo y ordenó frenar. Méndez bajó el vidrio y se asomó a la ventanilla.

—Tenemos una cita con el primer alférez López. Por favor, anúnciele que ha llegado el profesor Lynch.

El gendarme lo miró receloso y le pidió que estacionara a un costado de la ruta, junto a un lapacho florecido. A los pocos minutos regresó acompañando al oficial, que llevaba unas planillas. Gómez bajó y se precipitó a saludarlo; Damián hizo lo mismo. Le transmitió saludos del comandante Méndez. Dijo que en Yacuiba las cosas se habían desarrollado con desacostumbrada puntualidad: no sólo habían conseguido las entrevistas, sino que estaban esperándolos los paquetes con libros, diarios y revistas solicitados desde Buenos Aires.

—¿Los quiere ver?... ¡El trabajo que se lleva el profe a la Capital!

Isidoro López echó una ojeada superficial, rápida.

—Cuando lo vean sus ayudantes —prosiguió Gómez—, ¡la de puteadas que va a oír!

El alférez se disculpó por no poder brindarles más tiempo, ya que acababa de recibir instrucciones para detectar un cargamento en marcha.

—¿En qué lo traen? —preguntó Damián.

—En autos acondicionados. Debe de ser un cargamento importante. Pero no tenemos la referencia precisa. Como dije ayer, es imposible abrir todos los pisos y los techos y los tanques de nafta. ¡Miren la cola!

—¡Qué lucha desigual! —lo apoyó Gómez con gran histrionismo.

—Haga los controles de rutina —ordenó López al gendarme— y déjelos partir.

Les estrechó la mano y regresó a su oficina. El gendarme recibió el segundo sobre con los documentos en orden que Gómez tenía listos en el bolsillo de la camisa, controló el número de patente, de motor y de carrocería. Dejó que los perros olisquearan las ruedas y el interior del vehículo; luego sonrió y dijo:

—Que tengan buen viaje.

Gómez se sentó al volante y avanzó treinta metros por la banquina hasta reingresar en el segmento libre de la ruta. El gendarme hizo señas a sus colegas para que lo dejaran pasar. Unos minutos después volaban en dirección sudoeste. Damián se secó el sudor del cuello.

—¿Qué tal? —exclamó Gómez, triunfante.

—La estamos sacando barata.

—Tengo muñeca, ¿eh? Pero todavía falta lo mejor.

Recorrieron kilómetros bordeados de cultivos. La pátina de los bananos contrastaba con el verde oscuro de los cítricos entre cuyas frondas brillaban los frutos de oro. La caña de azúcar, que en un tiempo era lo único que se producía en la región, había sido sustituida en gran parte por la siembra intensiva de tomate, ají y poroto. Los aceitosos tártagos se esforzaban por sobrevivir en la orilla de la ruta o en los espacios no roturados por el tractor; eran la reminiscencia autóctona que la civilización aniquilaba.

Cruzaron la ciudad de Orán, donde cargaron nafta, y pronto divisaron el río Bermejo. Sus aguas rojizas funcionaban de modo ambivalente, porque eran a la vez obstáculo y ayuda del contrabando. Sobre sus aguas, hortalizas y frutas iban hacia Bolivia, y desde allí llegaba ropa, calzado y electrónicos. Chalanas para ocho personas lo navegaban con regularidad, pero en algunos meses y en ciertos sitios las aguas descendían tanto que bastaba arremangarse los pantalones para cruzar el río a pie. Los bultos ilegales aprovechaban la noche para terminar en la orilla opuesta gracias a la espalda incansable de los cargadores. Algunos audaces envolvían con plástico grandes cantidades de hojas de coca y navegaban sobre su lomo como en una balsa. Aunque la hoja no tenía un precio tan alto como la pasta o el polvo, su enorme cantidad rendía.

—Este negocio es sucio —explicó Gómez—. Algunos contrabandistas han asaltado a gendarmes con el único fin de robarles el uniforme. ¿Para qué? Para disfrazarse, detener a otros contrabandistas y robarles la merca. Es una guerra con más frentes que agujeros de un colador.

Antonio contó que conocía aquellos paisajes desde 1974, cuando iba a colaborar con la Triple A. Le explicó al joven e ignorante Damián (“No tenías edad para saber qué pasaba en el país”) que la Triple A fue una organización patriota armada por José López Rega para terminar con los delirantes que querían arruinar el tercer gobierno de Perón. Lástima que no consiguieron exterminar a todos los guerrilleros; de lo contrario no habría sido necesario el golpe que destituyó a la viuda. La caza de subversivos era fascinante, prosiguió. Bastaba perforarle la cabeza a uno, que pronto venía otro; un juego increíble, como si cada muerto fuera la carnada del siguiente.

—Pero yo soy un tipo sensible, no te equivoques —añadió—. En aquellos años, antes de cargar mis armas, siempre abría la billetera para mirar la foto de mi familia. Era un rito casi religioso. Y la volvía a mirar a la noche, cuando volvía de las cacerías.

Después lo conchabaron en la policía de la provincia de Buenos Aires, dijo. Los delincuentes trataban de esconderse en el cinturón industrial, donde la gente pobre les daba asilo porque los suponían héroes. Suponían que eran valientes y generosos.

—Pero más de uno se pasó a nuestro bando. Después de unas cuantas palizas, rogaban arrodillados convertirse en colaboradores. Delataban a los compañeros y hasta denunciaban a inocentes para ganarse nuestra buena voluntad.

Damián se mordió los labios. A su mente retornaba la fragorosa guerra entre los dos seres trágicos que lo habitaban: el que simulaba resignación y el que ardía de furia. El primero parecía aliado de los represores, mientras que el segundo aumentaba su resentimiento. Uno se mostraba agradable; el otro escondía la agresividad. Dejaba ver el animal doméstico mientras, oculto, un tigre preparaba su salto.

Antes de llegar a la localidad de Aguas Blancas, donde funcionaba otro control de la gendarmería, la combi torció hacia el sur. Atravesaron dilatadas extensiones dedicadas a los cítricos. Volvieron a cargar nafta porque el tanque había quedado reducido y habría sido poco profesional quedarse en la ruta por semejante causa. Cuando el viaje ya parecía demasiado extenso, Gómez anunció que estaban cerca. Subieron por una colina y luego descendieron a un valle diagramado como un tapiz. Volvió a sonar el celular de Gómez. Esta vez, entre su “hola” y su “gracias” intercaló una frase: “¿No me esperará?” Se le ablandaron las mejillas en una expresión triste. Damián lo miró con tanta insistencia que Gómez accedió a explicarle:

—Abaddón acaba de irse. De todas formas, ya está enterado de la prolijidad con que cumplimos esta parte de la operación.

El corazón de Damián dio un brinco. Palideció de golpe, como si fuera a desmayarse.

—¿Qué te pasa, profe? —Gómez le zarandeó el hombro con odio hacia sí mismo: se le había escapado el nombre de guerra que jamás debía haber pronunciado. Jamás.

Damián apeló en silencio a su sensatez para comportarse con cautela. Había accedido a un momento único. Cuando al fin llegaba a las puertas de la ciudadela que había estado buscando desde chico, un gesto erróneo volvería a distanciarlo. Su presentimiento se cumplía: el criminal del Proceso era ahora un individuo mezclado con el narcotráfico, no importaba si a favor o en contra: sus pies y sus manos tocaban mierda. Seguro que Abaddón actuaba como agente doble.

Debía simular ante Antonio.

—Debe de ser el cansancio —se excusó, y resopló—. Hemos viajado mucho.

—Y las tensiones de la frontera. Tuviste miedo de que nos descubrieran, ¿eh? Bueno, en la estancia te repondrás.

Ingresaron por un camino bordeado de jacarandaes cuyas frondas florecían en azul. Un guardia armado con ametralladora los detuvo ante una tranquera nada tradicional, ya que la constituían gruesas barras de acero y alambre de púa en lugar de madera rústica. Gómez pronunció la contraseña:

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