Los huesos de Dios (36 page)

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Authors: Leonardo Gori

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: Los huesos de Dios
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—Ha sucedido mucho más, hermano, y lo sabéis tanto como yo. ¡Entre Aristóteles y nosotros, está Jesucristo, desnudo y en la cruz!

El inquisidor, molesto, tuvo que guardar silencio, mientras que el corpulento teólogo continuaba hablando impertérrito, pero ahora dirigiéndose a todos sus hermanos y a los ilustres invitados:

—Como veis, estimados hermanos en Cristo, una vez más la letra mata y el Espíritu vivifica. Escuchad a los maestros judíos de la Cábala, que no han reconocido al Mesías pero sí interpretan las Escrituras de forma más sutil y profunda de cuanto nosotros seamos capaces de hacer. El Génesis dice que Dios creó al hombre, pero no de la Nada, sino del barro de la tierra. ¿Cuántas veces cada uno de nosotros, juzgándose a sí mismo y hallándose en pecado, no nos hemos considerado parecidos al fango y al estiércol? Dios puede haber usado el barro de una forma viva precedente, un animal, y haberle insuflado el Espíritu Santo, el
Pneuma
, la
Ruah
. Esto explicaría la extraña e inexplicable semejanza que existe entre los hombres y ciertos simios, parecida a la que se da entre el oro y el magma sulfuroso de los alquimistas...

Giovanni de Médicis calló durante algunos minutos, y todos tuvieron la impresión de que se había quedado sin argumentos: recogió sus hojas, las ordenó en una carpeta y ató los lazos, con un gesto teatral, como evidenciando que daba por concluida la discusión. Un siervo se le acercó, cogió los documentos y salió de la sala. Por un momento Nicolás pensó que la victoria estaba al alcance de su mano y, con ella, la salvación. Pero la puesta en escena del joven inquisidor de rostro redondo y de inquietante nombre no había sido más que una ilusión: en realidad se frotó las manos, regresó a su escaño y apuntó a Leonardo con el índice, más rabioso y furioso que nunca, haciendo caso omiso de la inesperada defensa del cardenal teólogo:

—Ser Leonardo, no es mi intención seguir discutiendo de teología, porque según parece tenéis quien se muestra abiertamente de vuestra parte. Como tampoco lo es que ser Nicolás exponga de nuevo sus inmundas tramas para enturbiar esta santa asamblea con argumentaciones jurídicas cuya única finalidad es confundir a los hermanos cardenales y a los otros doctores de la Iglesia. Seréis juzgado por un tribunal laico, no me importa. Pero al discutir sobre la Creación, sobre huesos y simios, vos, y no sólo vos, desgraciadamente habéis olvidado una culpa tan grave que no necesita formalismos de ningún tipo para ser condenada. Maestro Leonardo, vos, primero sin ser del todo consciente y luego a sabiendas, porque está claro que jamás fuisteis estúpido, ¡habéis vendido vuestras ideas falsas al Sultán! ¡Y es nuestro deber, hermanos, juzgar tamaña acción!

De nuevo se levantó un murmullo general, y esta vez el cardenal teólogo no intervino en defensa de Leonardo: con la cabeza baja, miraba fijamente la punta de sus zapatos. El inquisidor, a continuación, suavizó de improviso la voz, como si Leonardo fuera poco más que un niño travieso en lugar del traidor supremo que había querido presentar al auditorio:

—Maestro, ¿es que no os importa la Santa Madre Iglesia? Porque vos erais perfectamente consciente de que vuestra idea equivalía a un arma terrible,
Ingenium terribile ex Inferis
, como muy bien había comprendido el pobre Filippo Del Sarto...

—A quien vos asesinasteis.

El inquisidor movió la cabeza.

—No fuimos nosotros quienes le quitamos la vida, Leonardo. Pero tenéis razón: murió porque sabía demasiado acerca de esta arma, la cual, suscrita por vuestra voluntad y por la de otros ingenios pares y revelada al mundo, habría causado un mal terrible a la religión. Vuestra teoría de los simios creados a imagen y semejanza de Dios, negando a Adán y Eva, habría sacudido hasta la fe más fuerte, y ningún ejército cristiano habría sido capaz de resistir el ataque de las hordas infieles, dispuestas a aprovechar con las armas la inesperada debilidad de Occidente. Un arma terrible, sin duda, más devastadora que una bomba de potencia infinita...

Leonardo levantó el tono de voz, enfrentándose a su interlocutor:

—Decís que no habéis asesinado a ser Filippo: ¡pero Durante Rucellai murió por haber intentado entregarme el libro de Herófilo! ¡Os habéis movido con espadas y puñales, sembrando la destrucción entre mis colaboradores y amigos y atentando incluso contra la persona de ser Nicolás, que nada tiene que ver con el arma!

—¿Os atrevéis a acusarnos, Leonardo? Hemos actuado, qué duda cabe, para defendernos de esta idea vuestra falsa y mendaz, que habría tenido el poder de quebrar la fe de muchos hombres y comprometer la defensa contra los ataques de Oriente. Pero os repito, y es la palabra de un cardenal, no sólo de un Médicis, que no hemos sido nosotros quienes han traído la muerte: al contrario, os hemos dado su contrario, es decir, la vida.

El prelado aplaudió, y el eco se propagó por la vastísima sala. Nicolás miraba fijamente a los escaños de los cardenales y pudo ver sus cabezas que se volvían hacia el lado derecho, donde estaba la puerta de la sacristía. También él y Leonardo se volvieron hacia ese lado y admiraron, estupefactos, un espectáculo tan imprevisto como sugerente.

Se abrió la puerta y entró Ginebra dei Rucellai, ya no vestida como un hombre, sino con un maravilloso vestido negro, también de corte español, con distintos estratos de rico tejido sobrepuestos y con la ancha falda reluciente de perlas. Llevaba su frondosa melena negra recogida bajo un elaborado sombrero, tocado con grandes penachos y un velo finísimo que no lograba oscurecer sus luminosos ojos del color del cielo. Maquiavelo, desde el día en que la conoció, había comprendido que se deshacía de amor por ella, y que no sólo necesitaba de su lecho, sino que lo habría dado todo a cambio de pasar junto a ella los años que le quedaban por vivir. Ginebra hizo una profunda reverencia ante el tribunal, y al inclinarse, por un momento, dejó al descubierto la empuñadura de plata de una espada.

Pero un espectáculo todavía más maravilloso ofreció la mujer que franqueó la puerta de la sacristía justo después de Ginebra. Era la gigantesca mujer negra, que parecía todavía más alta sobre unos singulares zapatos de madera. Llevaba el pelo peinado a la manera de las estatuas de las emperatrices de la dinastía de los Antoninos, y la corona de pelo rizado estaba cubierta por un velo negro, adornado con pequeñísimas perlas. Su vestido era oscuro, acorde con aquel lugar sacro, pero no tenía nada de español: la capa, que la envolvía como una túnica romana, resplandecía con cientos de matices marrones y con variados brillos del negro. Al verla, Leonardo se estremeció. El cardenal Giovanni se dio cuenta y sonrió complacido.

—Nosotros fuimos quienes os mandamos a estas mujeres, cuando nuestros informadores, a mayor gloria de Cristo, nos anunciaron que el Sultán que usurpa el trono de Constantinopla había recibido noticias de los huesos hallados por Leonardo y de la errónea idea que éste estaba concibiendo. Nos dijeron asimismo que para elaborar su doctrina falaz, Leonardo estaba buscando los textos de Herófilo y de Erasístrato, de los que sólo poseía los índices, y que habría sacado gran provecho de la comparación entre unos rarísimos simios africanos, denominados gorilas, y los hombres negros que habitan la incontaminada selva y los cuerpos que ya tenía en su poder en la Toscana. Ahora, madonna Ginebra dei Rucellai, proseguid vos con la explicación, de modo que Leonardo pueda hacerse una idea de lo que él mismo ha provocado.

La espléndida mujer dedicó una sonrisa fugaz y luminosa a Nicolás, que sintió que el corazón se le aceleraba como a un muchacho, y luego se inclinó ante los miembros del tribunal.

—Santísimos padres, recibí el encargo y con gusto lo llevé a cabo: pero antes que nada quiero decir que no lo habríamos logrado de no ser por la inestimable ayuda de messer Nicolás y de messer Violante, a quien convencí personalmente para que nos prestara su valioso apoyo.

Ginebra miró por segunda vez a Maquiavelo, pero esta vez su sonrisa era maliciosa, y Nicolás entendió, o creyó entender, algo que le heló el corazón. A continuación se dirigió de nuevo a los prelados y a los demás hombres de fe, con expresión grave.

—Fui informada, por hombres procedentes de Roma, que ser Durante Rucellai, antiguo discípulo del maestro Leonardo da Vinci, se hallaba en Ferrara. Él, de parte del Sultán, debía hacer entrega al maestro del manuscrito de Herófilo de Calcedonia. Supe asimismo, y con gran consternación, el papel que el duca Valentino desempeñaba en tan desafortunado plan. Durante, aunque no tuviera interés alguno como hombre, iba en busca de una mujer respetable a fin de afianzar su carrera política. Yo tuve el honor de recibir directamente del Papa el encargo especial de seguir sus movimientos y de impedirle la entrega, puesto que yo era la única que podía salir indemne del peligro mortal que se cernía sobre todos. De este modo, de acuerdo con mi verdadero esposo, mudé de aspecto y puse en mi lugar a una doncella de confianza más parecida a mí que una hermana. Adopté el nombre de Ginebra y me desposé con Durante en un matrimonio jamás consumado y, aun así, anulado por un vicio irremisible en su forma y su sustancia.

Nicolás no pudo aguantar por más tiempo:

—¿Y cuál era entonces tu verdadero nombre, y quién eres?

Antes de que la mujer pudiera responder, el cardenal Giovanni de Médicis levantó la voz:

—Eso no es pertinente. Continuad, madonna Ginebra.

—Mientras Durante vivía, no hallé la manera, aun faltando a la total confianza y colaboración que debe existir entre marido y mujer, de dar con el manuscrito.

Nicolás, henchido de rabia, la interrumpió de nuevo:

—¡Pero después de que muriera lo encontraste, entre sus ropajes! Te diste cuenta de la singularidad de su Libro de Horas y arrancaste el códice antiguo que estaba encuadernado junto a él, sin advertir la frase que el desventurado Durante había anotado a lápiz. ¡Eras, por otra parte, la única persona que podía haberlo hecho! He sido ciego, he sucumbido al engaño de la carne.

—Tal vez en este punto tengas razón, Nicolás, pero yo no me quejaría de tal ceguera...

Ginebra sacó un códice del bolsillo de su vestido, y lo mostró al prelado inquisidor.

—He aquí el Herófilo, el tratado
, o bien
La transformación de la simiente
. Durante había encabezado el texto con un breve mensaje para Leonardo:
«La filosofía puede tener en verdad la potencia de las armas si, en nombre de lo positivo, se opone a lo Verdadero»
.

—Terrible arma, en efecto —dijo el cardenal Giovanni, con ademán quejumbroso—, si en nombre de lo positivo, es decir, del conocimiento pagano, se opone a
lo Verdadero
de las Escrituras.

Ginebra no hizo ningún comentario, ni tampoco Leonardo, que miraba el antiguo manuscrito con ojos que Nicolás sólo habría podido describir como famélicos. El cardenal teólogo, que hasta entonces había permanecido en silencio y con la cabeza baja, suspiró hondamente, de modo que los demás miembros del consejo pudieron oírlo. El inquisidor parecía a punto dé perder la paciencia, pero se vio forzado a respetar la autoridad de su hermano y su palabra.

—Nada puede oponerse a lo Verdadero, hermano mío. Como máximo, la ciencia positiva puede ayudarnos a comprenderlo mejor. Lo Verdadero no es imperfecto. Es nuestra forma de entenderlo.

—Te ruego, hermano, que renuncies a las discusiones teológicas para que madonna Ginebra pueda concluir su explicación.

La espléndida mujer bajó los ojos azules, como signo de obediencia, y continuó hablando.

—Durante había copiado el texto para mayor seguridad, y cuando supo que Leonardo había acudido a Livorno para esclarecer lo sucedido con su precioso cargamento de simios, intentó entregárselo por segunda vez. Pero el maestro ya no se hallaba en la aldea, y ya había partido hacia las landas de Maremma. Durante descubrió dónde estaba su refugio y partió de noche, en secreto, para sorpresa mía y de messer Nicolás. Desgraciadamente fue interceptado y asesinado, y sus verdugos destruyeron sin duda la copia del libro de Herófilo que llevaba consigo.

Aquellas palabras parecieron despertar a Leonardo del encantamiento que le había provocado la visión del tan deseado códice griego:

—Vos, madonna, ¿ya sabíais que mastro Michele era el agente del Sultán?

—No, maestro, ignoraba su nombre y ni siquiera sabía si se hallaba en el Arno o en otro lugar. Fueron Nicolás y Violante quienes me revelaron su identidad, y también por ello, como he dicho al comienzo, su contribución al triunfo de la causa de la Cristiandad ha sido esencial. Albergo la convicción, por otra parte, de que este tribunal lo tendrá debidamente en cuenta.

El inquisidor hizo un gesto afirmativo.

—Aunque no es responsabilidad vuestra, madonna, defender a los dos inculpados. Proseguid.

Nicolás advirtió en la voz de Giovanni de Médicis un respeto o algo cercano a la devoción, actitudes del todo inusuales incluso ante la presencia de una madonna. ¿Quién era, entonces, aquella mujer que se escondía detrás del nombre de Ginebra? La hermosísima mujer retomó su relato:

—Nunca pude dar alcance a mastro Michele, como tampoco a Leonardo. Ser Filippo Del Sarto había sido asesinado por sicarios infieles...

Maquiavelo protestó:

—¡Exijo que se diga con claridad qué sucedió en Livorno, quién mató a ser Filippo y cuál era el verdadero papel de Almieri!

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