Los hornos de Hitler (38 page)

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Authors: Olga Lengyel

Tags: #Bélico, #Biografía

BOOK: Los hornos de Hitler
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Capítulo XXVI

La libertad

L
os guardianes de las
SS
que nos rodeaban iban conduciéndonos corno a un rebaño por la carretera de Auschwitz. Hacía un frío intenso, y el aire se nos clavaba como un cuchillo a través de nuestros andrajos. Sonaban tiros a lo lejos. El estruendo de poderosas armas de fuego fue haciéndose cada vez mayor. Las detonaciones parecían irse aproximando y se multiplicaban con rapidez. Surcaban el cielo de cuando en cuando las estelas encendidas de los cohetes. Los rusos estaban indudablemente desencadenando un asalto a fondo.

Nos fuimos alegrando más y más a medida que la noche se rajaba de fogonazos brillantes. El retumbar de la artillería en la distancia era el mejor adiós musical a Auschwitz.

Nos hacían caminar cada vez más aprisa. Los guardianes alemanes estaban positivamente alarmados. Nos obligaron a andar tan aprisa que ya no sentíamos el frío, porque teníamos la ropa empapada de sudor. Los perros, como si percibiesen el peligro que estaban corriendo sus amos, se habían puesto tensos y agresivos. Enseñaban los dientes y nos ladraban furiosamente, prestos a atacar a cualquiera que abandonase la formación.

El campo, que no hacía mucho tiempo estaba bañado en luz cegadora, ahora quedaba sumido y engolfado en la oscuridad. Unas horas antes, habíamos estado esperando esta retirada. Ahora, a medida que avanzábamos, nos entraba aprensión sobre adonde nos estarían llevando. ¿Qué nuevas maldades maquinarían los alemanes antes de nuestra liberación? Pese a las experiencias que teníamos de los meses pasados, no éramos capaces de suponer los horrores que podían esperarnos.

Éramos seis mil mujeres las que caminábamos sobre la carretera rural cubierta de nieve. A cada pocos metros, veíamos cadáveres que tenían la cabeza aplastada. Evidentemente, nos habían precedido otros grupos de prisioneros. Dedujimos que los hombres de las
SS
se habían comportado con mayor brutalidad que nunca. No comprendíamos qué motivos pudiera haber para ello; pero estábamos acostumbradas, en medio de todo, a asesinatos sin justificación, porque aquellos hombres habían degenerado en bestias.

El primer día observé que varias de mis compañeras se amontonaban al borde de la carretera, rogando que se les permitiese subir a un carro arrastrado por caballos, que era guiado por un guardián alemán y que acompañaba a nuestro grupo. Les di la razón, y yo estaría dispuesta a hacer otro tanto para conservar fuerzas. Luego advertí que de cuando en cuando el carro se quedaba rezagado detrás de la columna. Cuando reaparecía, las prisioneras que iban en él no eran las mismas. Me eché a temblar.

La tragedia de una doctora compañera mía me hizo caer en la cuenta de la terrible y cruda verdad. Me refiero a la doctora Rozsa, la anciana checa. Su vitalidad iba decayendo por momentos. Traté de darle ánimos y ayudarla, pero estaba desfondada y cada vez se iba quedando más y más atrás, hacia el fin de la columna. Sus fuerzas se extinguían rápidamente. Me suplicó que la abandonase a su sino y siguiese adelante. Insistí en quedarme con ella, pero no me lo permitió.

Después de mucho razonar y discutir, la dejé. Me pareció que la abandonaba a una suerte incierta, pero no a una muerte segura. De pronto se me ocurrió mirar hacia atrás y vi cinco guardianes de las
SS
cubriendo la retaguardia de la columna. El del medio se volvió y extendió el brazo derecho hacia la doctora Rozsa, quien se había quedado plantada en medio de la carretera. Cuando cayó en la cuenta de lo que significaba su ademán, levantó las manos a los ojos, horrorizada. Se oyó un tiro seco, y la doctora Rozsa cayó muerta en la carretera.

Entonces comprendí la perspectiva que esperaba a las que se iban rezagando o subían al carro de caballos. Caí en la cuenta de lo que significaban los ciento diecinueve cadáveres que había contado en sólo veinte minutos de marcha. No incluí los cuerpos tirados en las zanjas o cunetas de ambos lados de la carretera.

Los guardianes de las
SS
estaban armados de ametralladoras y granadas de mano. Tenían órdenes de liquidar a las seis mil presas, en el caso de ser sorprendidos por un avance ruso, para que los rusos no pudiesen liberar a ninguna.

Vi que íbamos de verdad en línea recta hacia la muerte. Una vez más, empecé a pensar en la posibilidad de una fuga. Mi cerebro funcionaba calenturientamente. Resolví que yo no debía ser la única que escapase. Me acerqué apresuradamente a mis amigas Magda y Lujza, y les dije lo que había visto y lo que tenía planeado. Estaban dispuestas a seguirme pero debíamos esperar a que llegase un momento favorable.

Mientras tanto, fuimos pasando por varias aldeas polacas. No soy capaz de expresar los sentimientos y emociones que la vista de la vida civil normal produjo en mí. Las casas tenían las ventanas cubiertas de cortinas, tras las cuales vivían gentes libres. Vi la placa de un médico, que anunciaba las horas corrientes de visita y consulta.

Entre tanto, muchas compañeras nuestras de cautiverio habían sucumbido. Procuramos colocarnos en las primeras filas, con objeto de no ir a parar a la cola si teníamos que detenernos un momento.

Nuestro grupo pasó la primera noche en una cuadra. Mis amigas y yo nos despertamos antes que las demás, porque queríamos estar en la primera fila de la columna. Todavía era de noche. Apenas acabábamos de formar nuestra fila, cuando las primeras cinco que caminaban delante de nosotras, guiadas por los
SS
, se separaron. Las ordenaron a voces que se detuviesen, pero aquel grupo disidente siguió avanzando con resolución. La consecuencia fue que mis amigas y yo nos encontramos de pronto en la primera fila de la columna principal. Varias polacas que estaban cerca de nosotras empezaron a discutir no sé sobre qué. La verdad era que el ambiente se estaba haciendo ya intolerable, acrecentando mi propósito de escapar. Hice una seña a mis compañeras y me separé de la columna, echando a correr detrás del grupo de disidentes. Pero caminaban a paso rápido y no pudimos alcanzarlas.

Ahora ya nuestra suerte estaba echada. Habíamos quemado las naves. ¿Hacia dónde nos dirigiríamos? Imposible pensar en volver atrás. Como todavía estaba oscuro, los guardianes no habían observado nuestra maniobra, aunque a sus oídos llegó rumor de pasos y divisaron siluetas fugitivas. Entonces rompieron a gritar:

—¡
Stehenbleiben
!

Durante toda la retirada, no habíamos oído más palabras, —como no fuesen maldiciones e interjecciones—, que «¡
Stehenbleiben
!» o «¡
Weiter gehen
!». Estas órdenes de alto o de seguir avanzando eran, en general, repetidas estruendosamente a coro por millares de prisioneras. Creí volverme loca escuchando aquellas palabras una y otra y otra vez. Pero ahora, estas órdenes iban subrayadas por las detonaciones y los disparos. Ya no había coro ninguno que las remedase. Esta vez, o moría o me fugaba definitivamente.

Me dieron lástima Magda y Lujza. Estaban asustadas, pero me fueron siguiendo los pasos. De vez en vez nos tirábamos al suelo o gateábamos por detrás de los montones de nieve para escapar a las andanadas que nos soltaban los alemanes. Afortunadamente, todavía los albores de la aurora no empezaban a iluminar el cielo. Después de mucho caminar cuerpo a tierra y a gatas, llegamos a una vuelta del camino y encontramos un escondite.

Divisamos el campanario de una iglesia. Hacia él nos dirigimos. Cuando llegamos a la pequeña aldea polaca, nos lanzamos hacia la iglesia.

Había un hombre en pie a la puerta. Al ver nuestras trazas, cayó en la cuenta de que debíamos habernos fugado, y nos indicó con la mano una casa. Su gesto quería decir que podíamos encontrar allí albergue.

Mientras tanto, una patrulla alemana de seguridad se acercaba al patio de la iglesia. Cuando vimos los soldados, nos abalanzamos hacia la casa. Era una construcción bastante grande. Junto al edificio mayor había un granero. La puerta estaba cerrada, pero había una pequeña brecha en una de sus paredes… Parecía como si la Providencia nos la hubiese abierto para sacarnos de aquel apuro. Conseguimos colarnos por ella. Subimos al pajar, que estaba lleno casi hasta el tejado y nos escondimos entre la paja.

Los patrulleros alemanes, que habían visto sombras fugitivas, se lanzaron al patio, pero, afortunadamente, estaban buscando a unos cuantos jóvenes. El ama de la casa les dijo que no había ningún extranjero en el interior; que lo que quizás hubiesen visto, fuesen tres hijos suyos. A pesar de todo, los alemanes registraron toda la casa. Luego se aproximaron al granero, pero, no sé por qué motivo, decidieron desistir de la búsqueda, prometiendo volver por la tarde.

Apenas pudimos gozar un momento de nuestra buena suerte, porque en seguida subió una criada al pajar y nos descubrió. Tras ella llegó su amo, el cual nos prometió que no diría nada a los alemanes, pero que íbamos a tener que marcharnos de allí. Siguió una larga conversación, y el hombre pareció ceder un poco. Por fin, transigió con que nos quedásemos en el granero aquel día y aquella noche, mientras él buscaba entre tanto otro escondite donde pudiéramos ocultarnos. Su esposa que era una buena mujer, nos trajo comida. Hacía tanto tiempo que no comíamos manjares civilizados, que no fuimos capaces de identificarlos. Después de pensarlo mucho, caí en la cuenta de que sólo se trataba de pan untado de grasa o manteca. Sólo era pan con grasa, y en un granero… pero entre gente libre. ¡Mejor no podía ser el maná del Paraíso!

A primera hora de la mañana siguiente, nuestro huésped vino a despertarnos. Teníamos que seguirle a un nuevo escondite. Sin embargo, nos advirtió que si encontrábamos alguna patrulla alemana, haría como que no nos conocía, y nosotras teníamos que conducirnos como si no lo hubiésemos visto en la vida.

Sus consejos nos resultaron muy útiles. De pronto, nos topamos con una patrulla alemana. Pero tuvimos la suerte, de que en aquel mismo momento, cruzó el aire un obús, sin duda ninguna procedente del ejército ruso que se acercaba, y los alemanes se tiraron a tierra. Aprovechamos la ocasión para salir corriendo hacia la casa que iba a ser nuestro refugio.

El dueño de ella nos permitió ocultarnos en el establo. Pero al día siguiente, nos llevó a su mejor habitación, que era una alcoba.

Allí se acurrucaron en las camas la vieja pareja, su hija y Magda. Mientras yo dormí con Lujza en el suelo. Los soldados alemanes también vigilaban por allí, porque la comarca seguía todavía ocupada por ellos. Indudablemente, no era prudente salir de la habitación.

Cierta mañana, cuando me pareció que estaban lejos los alemanes, me fui a la cocina para hacer unas galletas de Transilvania como regalo a la familia. Cuando más afanada estaba en mi tarea, entró inesperadamente un, soldado alemán en la cocina. Me miró, sorprendido, y empezó a hacerme preguntas. ¿Quién era yo, y cómo no me había visto antes? Le contesté que era una parienta de los dueños de la casa que acababa de llegar para hacerles una visita. Le conté que mi madre estaba enferma y postrada en cama, en una de las casas del pueblo, y que generalmente me pasaba el día entero atendiéndola. No sé si me creería o no, pero a partir de entonces intensificó su odiosa compañía conmigo y con la familia. Alguna vez me trajo chocolates. Un día, llegó con varios amigos y me invitó a que tomase parte con ellos en sus juegos. Mis amigas, que me observaban desde la otra habitación, notaron compasivamente que me vi forzada a fraternizar con hombres a quienes odiaba y despreciaba por haber sido los asesinos de mis seres queridos.

Los cañonazos fueron oyéndose cada vez más fuerte. Los rusos estaban avanzando, sin lugar a dudas. Los alemanes que habían establecido allí sus cuarteles recibieron órdenes de prepararse para la retirada. Fui testigo de cómo y dónde plantaron sus minas, y hasta presencié una explosión prematura que mató a dos soldados.

A través de mis conversaciones con aquellos hombres, pude deducir que consideraban muy precaria su situación. Pero no querían admitir que hubiesen perdido la contienda. Repetían una y otra vez que el
Reich
era demasiado fuerte para perder la «victoria final». No nos sorprendía oírles hablar así, porque en la localidad se editaba un periódico de combate, cuyo propósito era mantener en alto su espíritu. Durante la primera semana, todavía seguía hablando, aunque débilmente, de avances militares. Pero la semana siguiente, ya anunció que Alemania estaba en peligro, pero que «los héroes alemanes la salvarían». Una semana más tarde, declaraba que: «La Providencia salvaría a Alemania porque Alemania siempre había obrado en nombre de la Providencia».

El destino debía haber dispuesto que yo, quien había sobrevivido a los horrores de un campo de concentración y de su evacuación presenciase la retirada de la
Wehrmacht
en derrota. Jamás olvidaré aquella noche en que llegaron a la casita polaca los últimos zapadores, extenuados y cubiertos con sus blancos capotes de capucha. Se sentaron en la mejor habitación, en la cocina, se acomodaron por todas partes; comieron y bebieron cuanto veían a podían atrapar. Se les derretía la nieve de sus blancos gorros. Acaso desde que naciera el
Tercer Reich
, no se les habían servido jamás con tan buen deseo como aquella noche. Estaban asistiendo a su velatorio, y yo experimenté una alegría como nunca en mi vida al observar a aquellos superhombres cansados, que se encorvaban sobre sus rifles o se apoyaban contra la pared, y hasta se tendían en el suelo, completamente dormidos.

Sin embargo mi alegría duró poco. Porque, al retirarse aquellos hombres, se llevaron un gran número de mujeres de la aldea, entre las cuales iba yo. Durante tres días estuve atada por las manos a un carro de tiro y, como si fuera una esclava me obligaron a seguir caminando.

No me volví loca, gracias a lo que veían mis ojos según íbamos marchando. Las carreteras estaban atestadas de alemanes fugitivos y de colaboradores suyos, quienes, después de tantos años de robar y saquear, apenas podían llevarse su botín. Los soldados se batían en retirada, cabizbajos y presas de pánico: había camiones que transportaban cañones y ametralladoras; caballos, espantados y sin jinetes, salían locamente de estampida; aldeas enteras se despoblaban y caminaban delante de los caballos alemanes; y los camiones de la Cruz Roja, tan temidos en Auschwitz, trasladaban ahora alemanes heridos a territorio más seguro. Todos eran indicios de verdadero caos. Ya la capitulación total no podía ser más que cuestión de días.

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