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Authors: Olga Lengyel

Tags: #Bélico, #Biografía

Los hornos de Hitler (17 page)

BOOK: Los hornos de Hitler
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Las que sospechaban la verdad estaban al borde de la desesperación. La habitación resonaba con los ecos de los gemidos y de las lamentaciones.

—¡Les aseguro que no tienen por qué alarmarse! —les decía Eva Weiss, quien también procedía de Cluj—. Están ustedes imaginándose cosas aterradoras. Verán, esto es lo que va a pasar: Nos trasladarán a un hospital mayor, en el cual nos atenderán mucho mejor que nos atienden aquí. Hasta puedo decirles dónde está localizado el hospital: en el campo de los viejos y de los niños. Las enfermeras son ancianas. Quizás alguna de nosotras encuentre inclusive a su madre. Después de todo, tenemos que pensar en lo afortunadas que somos.

—Siendo enfermera —pensaban las pacientes—, debe estar bien informada.

Y sus palabras las alentaron.

Antes de que se cerrase la puerta de la ambulancia, las demás enfermeras dijeron el último adiós a su camarada Eva. Aquella joven heroína había sabido evitar con su frío valor la tortura de la ansiedad y del terror a las desgraciadas que la acompañaban a la muerte. Es mejor no pensar siquiera en lo que ella sentiría dentro de sí, según caminaba a la cámara de gas.

Naturalmente, fui testigo de centenares de episodios trágicos. Imposible escribir un libro que los relate todos. Pero hubo uno que me emocionó de manera especial.

De una barraca cercana nos trajeron a una joven griega. A pesar de lo demacrada que la había dejado la enfermedad y de ser un esqueleto viviente, conservaba todavía su belleza. No quiso contestar a ninguna de nuestras preguntas y se comportó como muda. Como nos habíamos especializado principalmente en cirugía, no comprendimos por qué nos la mandaban. Su ficha médica indicaba que no tenía necesidad de intervención quirúrgica.

La sometimos a observación. No tardamos en descubrir que se había cometido una equivocación. Aquella muchacha debía haber sido internada en la sección destinada a enfermas mentales. Casi todo el tiempo estaba sentada, imitando los movimientos precisos de una hilandera. De cuando en cuando, como si la extenuase su trabajo, perdía el sentido, sin que pudiésemos hacerla volver en sí en una o dos horas. Luego movía la cabeza a un lado y a otro, abría los ojos y levantaba los brazos, como para protegerse de golpes imaginarios en la cabeza.

Un día después, la encontramos muerta. Durante la noche había vaciado su jergón de paja para «hilarla». Había desgarrado además su blusa en pequeños jirones para disponer de más cantidad de materia prima que hilar. He visto muchas muertas, pero pocas caras me han conmovido tanto como la de aquella joven griega. Probablemente había estado empleada en trabajos forzados de hilandería. No había logrado con sus esfuerzos más que recibir palos. Sucumbió, y el terror y la desesperación animal acabaron por destruir el equilibrio de su mente.

Capítulo X

Un nuevo motivo para vivir

A
veces, venían también hombres a nuestra enfermería. Generalmente eran internados que trabajaban en los campos de mujeres. Cuando regresaban a sus barracas por la noche, encontraban su enfermería cerrada. No podíamos negarnos a atenderlos, aunque estaba estrictamente
verboten
, prohibido por los alemanes. Pero sus lesiones procedían de accidentes de trabajo.

Entre ellos llegó un día un francés ya entrado en años, a quien designaré con la inicial «L». La herida que tenía en un pie lo convirtió en visitante asiduo de la enfermería. «L» era una persona encantadora, y lo recibíamos con verdadera alegría. Todos los días nos traía noticias alentadoras de la situación militar y política de Europa. Mientras le curábamos sus lesiones, él calmaba nuestro espíritu atribulado.

Aquel hombre era casi la única fuente de noticias que teníamos. Por lo menos, nos daba información verídica, y no rumores fantasmagóricos. De la actitud de nuestros carceleros no podía sacar conclusión ninguna, porque parecían considerar al campo como institución de carácter permanente. Vista desde Auschwitz-Birkenau, aquella sangrienta guerra se nos hacía muy lejana y casi irreal. La verdad era que no teníamos experiencias de guerra, como no fuesen, muy de tarde en tarde, algunas alarmas aéreas. En cuanto sonaban las sirenas, los valientes
SS
ponían pies en polvorosa a toda velocidad y huían a esconderse en los bosques, deteniéndose exclusivamente para devolvernos a nuestros campos. Cerraban y atrancaban con todo cuidado las puertas: las presas quedaban expuestas al peligro de las bombas, pero los
SS
se escondían.

Como estaba yo pasando entonces por una grave depresión nerviosa, las noticias que nos traía «L» eran un verdadero estímulo para mi espíritu. En lo material había mejorado mi situación desde que empezara a trabajar en la enfermería. Pero mi vida me parecía una carga terrible. Había perdido a mis padres y a mis hijos, y no sabía una palabra de mi marido, que era la única persona cuya existencia me sostenía en el mundo de los vivos. Estaba mentalmente al borde del suicidio. Mis compañeras notaban a ojos vistos que me estaba demacrando día a día. «L» me llamó aparte en cierta ocasión y me reprendió:

—No tiene usted derecho a destrozar su vida. Aunque esta existencia no represente atractivo ninguno personal para usted, no tiene más remedio que seguir adelante, aunque sólo sea para aliviar los sufrimientos de las personas que hay a su alrededor. El puesto en que está se presta perfectamente a rendir servicios muy valiosos.

Me miró con ojos penetrantes y continuó:

—Naturalmente, esto también tiene sus peligros. ¿Pero no hay acaso peligro en nuestra vida toda, mientras sigamos aquí? ¿No es el peligro el pan nuestro de cada día?

Lo esencial es que tengamos un objetivo, una ilusión.

Entonces me tocó a mí mirarle cara a cara hasta el fondo de los ojos.

—Me pongo a su servicio —le contesté—. ¿Qué debo hacer?

—Puede hacernos dos favores a todos —replicó—. En primer lugar, puede divulgar con cuidado todas las noticias que yo le traigo. Esto es de vital importancia para mantener alto el espíritu de nuestras prisioneras. ¿No le parece?

El correr «falsos rumores» estaba prohibido por los alemanes bajo pena de muerte. ¿Pero qué más daba morir? Yo ni siquiera pensaba en ello.

—En segundo lugar —prosiguió—, el trabajo que usted desempeña la convierte en la mujer ideal para hacer de oficina de correos. Empezarán a traerle cartas y paquetes. Usted las entregará según las instrucciones que se le den. Y no diga una palabra a nadie, ni siquiera a sus mejores amigas. Porque si la sorprenden, la someterán a interrogatorio, y no queremos que haya testigo ninguno contra usted. ¡No todos son capaces de tolerar el tormento! ¿Se cree usted lo suficientemente fuerte para aguantar sus torturas?

Me quedé en silencio. ¿Sería posible que hubiese más padecimientos todavía?

—Procuraré ser fuerte.

Se quedó pensando, y añadió:

—Otra cosa. Tenemos que observar cuanto ocurre aquí. Porque más adelante escribiremos todo lo que hemos visto. Cuando termine la guerra, el mundo tiene que enterarse de esto. Debe hacerse pública la verdad.

A partir de aquel momento, tuve ya un motivo para vivir. Era miembro del movimiento de resistencia.

Después de aquella entrevista, tuve ocasión de verme con otros elementos de la «resistencia». Limitábamos nuestras relaciones a nuestro trabajo, y ni siquiera nos preguntamos cómo nos llamábamos. Se hacía así por precaución obligatoria, para evitar traicionarnos recíprocamente en caso de que nos arrestasen y sometiesen a tortura. A través de estos nuevos contactos, me enteré por fin de los detalles más concretos sobre la cámara de gas y los crematorios.

Al principio, los condenados a muerte de Birkenau eran fusilados en el bosque de Braezinsky o ejecutados por gas en la infame casa blanca del campo de concentración. Los cadáveres eran incinerados en una fosa. Después de 1941, se pusieron en servicio cuatro crematorios, con lo que aumentó considerablemente el «rendimiento» de esta inmensa planta exterminadora.

En los primeros tiempos, judíos y no judíos eran enviados por igual al crematorio, sin favoritismo ninguno. A partir de junio de 1943, la cámara de gas y los crematorios estaban reservados exclusivamente a los judíos y gitanos. Como no fuese por error o por algún castigo especial, los arios no eran mandados allá. Pero, generalmente, éstos eran ejecutados por fusilamiento, horca o inyecciones de veneno.

De las cuatro unidades destinadas a crematorio que había en Birkenau, dos eran enormes y consumían un número extraordinario de cadáveres. Las otras dos eran más pequeñas. Cada unidad constaba de un horno, un gran vestíbulo y una cámara de gas. Por encima de cada unidad se erguía una alta chimenea, que generalmente estaba alimentada por nueve hogueras. Los cuatro hornos de Birkenau eran calentados por un total de treinta hogueras o fogatas. Cada horno tenía sus grandes bocas. Esto es, había 120 bocas, en cada una de las cuales cabían al mismo tiempo tres cadáveres. Esto quería decir que podían destruirse 360 cadáveres en cada operación. Aquello no era más que el comienzo de la «Meta de Producción» nazi.

A trescientos sesenta cadáveres cada media hora, que era el tiempo necesario para reducir a cenizas la carne humana, salían 720 por hora, o sea, 17 280 cadáveres cada veinticuatro horas. Y conste que los hornos funcionaban con asesina eficiencia día y noche.

Sin embargo, esto no era todo. Debe recordarse además las fosas de la muerte, en que se podían destruir otros 8000 cadáveres diariamente. En números redondos, venían a cremarse al día unos 24 000 cadáveres. Admirable récord de producción… que deja muy en alto el pabellón de la industria alemana.

Estando todavía en el campo de concentración, logré hacerme con estadísticas detalladas del número de convoyes que llegaron a Auschwitz-Birkenau en 1942 y 1943. Hoy los Aliados conocen el número exacto de tales contingentes, porque estas cifras fueron declaradas por los testigos muchas veces en el curso de los procesos contra los criminales de guerra. Voy a citar sólo unos cuantos ejemplos.

En febrero de 1943, llegaban a Birkenau dos o tres trenes diarios. Cada uno de ellos arrastraba de treinta a cincuenta vagones. En estos transportes llegaban una gran proporción de judíos, pero también otros numerosos enemigos políticos del régimen nazi, a saber, prisioneros políticos de todas nacionalidades, criminales ordinarios y un número considerable de prisioneros de guerra rusos. Sin embargo, la especialidad suprema de Auschwitz-Birkenau era el exterminio de los judíos de Europa, quienes constituían el elemento indeseable entre todos, según la doctrina nazi. Cientos de miles de israelitas eran quemados en los crematorios.

A veces había tal exceso de trabajo en los mismos, que no daban abasto en una jornada diaria para desembarazarse de los cadáveres acumulados. Entonces tenían que quemarlos en las «fosas de la muerte». Eran trincheras de más de cincuenta metros de largo por cuatro de ancho. Estaban provistas de un sistema muy hábil de drenaje para dar salida a la grasa humana.

Hubo además una temporada en que los trenes llegaban todavía en mayor número. El año 1943, fueron transportados cuarenta y siete mil judíos griegos a Birkenau. De ellos fueron ejecutados inmediatamente treinta y nueve mil. Los demás fueron internados, pero murieron como moscas, porque no pudieron adaptarse al clima. Los griegos y los italianos fueron quienes sucumbieron en mayor número al frío y a las privaciones, probablemente porque eran los peor alimentados y los más depauperados de cuantos llegaban. El año 1944, tocó el turno a los judíos húngaros, y más de medio millón fueron exterminados.

Tengo las cifras correspondientes únicamente a los meses de mayo, junio y julio de 1944. El doctor Pasche, médico francés del
Sonderkommando
en el crematorio, me proporcionó los datos que publico a continuación, y conste que estaba en un puesto en que podía perfectamente enterarse de las estadísticas de exterminación:

Mayo, 1944

360 000

Junio, 1944

512 000

Del 1 al 26 de julio, 1944

442 000

En total: 1 314 000

En menos de un trimestre los alemanes habían liquidado a más de 1 300 000 personas en Auschwitz-Birkenau.

Tuve muchas oportunidades para presenciar la llegada de los transportes de prisioneros. Un día se me mandó, en compañía de otras tres internas, a buscar mantas para la enfermería.

En el momento en que llegábamos a la estación, entraba en vías un transporte. Los vagones de ganado estaban siendo vaciados de los seres humanos golpeados y enclenques que habían hecho el viaje juntos, a base de ciento por cada vagón. De aquella espesa y desgraciada turba, surgían gritos desgarrados en todos los idiomas de Europa, en francés, rumano, polaco, checo, holandés, griego, español, italiano… vaya usted a saber cuántos más.

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