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Authors: Olga Lengyel

Tags: #Bélico, #Biografía

Los hornos de Hitler (24 page)

BOOK: Los hornos de Hitler
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La mayor parte de los pequeños condenados a muerte sabían cuál era el sino que les esperaba. Por eso era sorprendente ver su calma. Parecía como si el campo de concentración les hubiese dado una madurez precoz, porque aceptaron la noticia con más
sang froid
, sangre fría, que los adultos, más fuertes que ellos.

Un prisionero me dijo que estuvo en la barraca de los niños cuando esperaban los camiones. Se habían sentado en el suelo, con los ojos muy abiertos y en silencio. Entonces preguntó a uno de ellos:

—Bueno, ¿cómo estás, Janeck?

Con gesto pensativo, el niño le contestó:

—Todo es tan malo aquí, que forzosamente «lo de allí» será mejor. No tengo miedo.

Hablé a un muchacho de doce años del campo checo, que andaba a lo largo de la alambrada de púas, buscando algo que comer. Después de conversar con él unos minutos, le dije:

—Karli, ¿sabes que eres demasiado listo?

—Sí —me respondió—, sé que soy muy listo, pero también sé que nunca tendré oportunidad de ser más listo. Eso es lo trágico.

Circuló por el campo la historia del valor con que se comportó un muchachillo antes de subir al camión que lo iba a conducir a la cámara de gas.

—No llores, Pista —dijo a otro pequeño húngaro—. ¿No has visto cómo mataron a nuestros abuelos, a nuestros padres, a nuestras madres y a nuestras hermanas? Pues ahora nos toca a nosotros.

Antes de penetrar en el transporte, se volvió al soldado de las
SS
con expresión sombría y añadió:

—Pero hay una cosa que me da mucho gusto. Y es que tú también vas a caer pronto. Aquella tarde, según limpiaba la letrina del hospital, me vi ayudada por un grupo de muchachos de quince o dieciséis años, procedentes del Campo D. Eran los únicos supervivientes de la liquidación en masa. Nos dijeron confidencialmente que los miembros del
Sonderkommando
, aunque endurecidos ya por los asesinatos que les habían obligado a cometer, se habían indignado tanto, que dejaron escapar, a riesgo de su propia vida, a unas cuantas de las víctimas. Estos niños se habían reunido con sus camaradas. Cuánto tiempo gozarían de su libertad sin que lo advirtiesen los alemanes, era difícil de asegurar.

Una vez más, las madres de nuestro campo pasaron una noche sin pegar los ojos.

¿Cómo iban a poder conciliar el sueño, si estaban obsesionadas eternamente por el miedo de que sus hijos hubiesen sido liquidados en el Campo D? Había entre ellas muchas que se negaban a creer que ya habían exterminado a sus hijos, el mismo día en que llegaron. El Campo E, era el hogar de los gitanos. La mayor parte de sus ocho mil ocupantes eran bohemios, trasladados de Alemania. Pero también había unos cuantos de Hungría, Checoslovaquia, Polonia, y hasta de Francia. Durante algún tiempo, sus condiciones de vida eran mejores que en los demás campos. En efecto, estaban vestidos casi pasablemente, mientras que nosotras parecíamos espantajos. Su alimento era comestible, y disfrutaban de distintas libertades prohibidas a los demás prisioneros. De cuando en cuando abusaban de aquellos privilegios, y cuando tenían ocasión, explotaban a los otros deportados, cosa que divertía a los alemanes.

Pero un día cambió todo aquello. Las autoridades habían tomado una decisión.

El primero de agosto, el médico jefe alemán reunió a todos los doctores internados en el Campo E, y les hizo firmar un papel en el cual se afirmaba que se habían declarado graves epidemias de tifus, escarlatina, etcétera en el Campo E.

Uno de los médicos tuvo el valor de advertir al alemán que eran relativamente escasos los enfermos que había en aquel campo, y que no se había declarado caso ninguno contagioso.

El doctor jefe de las
SS
replicó irónicamente:

—Ya que manifiesta usted un interés tan positivo por la suerte de estos internados, va a seguirlos a su nueva casa.

Por «su nueva casa» entendía, naturalmente, el crematorio.

Unas horas después, llegaron los camiones. La partida de los gitanos fue acompañada de diversos incidentes. Sospechando lo que se maquinaba, unos cuantos gitanos intentaron esconderse sobre el tejado, en los lavabos y en las zanjas. Pero se los cazó uno a uno.

No se me puede olvidar el grito de una madre gitana de Hungría. Ya no se acordaba de que la muerte esperaba a todos ellos. Sólo pensaba en su hijo, cuando imploraba:

—¡No se lleven a mi hijito! ¿No ven ustedes que está enfermo?

Las voces de las
SS
y el llanto de los niños despertó a los ocupantes de los campos circunvecinos. Ellos fueron los testigos horrorizados de la partida de los camiones. Aquella misma noche, grandes llamaradas rojas subían de las chimeneas del crematorio.

¿Qué crimen habían cometido los gitanos? Es que constituían una minoría, lo cual era suficiente para condenarlos a muerte.

El exterminio de los judíos —polacos, lituanos, franceses, etcétera— se llevaba a cabo por grupos nacionales. La liquidación de los judíos húngaros se verificó el verano de 1944. Aquella liquidación en masa no tenía precedentes en los anales de Birkenau. En julio de 1944, los cinco hornos del crematorio, la misteriosa «casa blanca» y la zanja de la muerte funcionaron a toda su capacidad.

Llegaban diariamente diez transportes. No había suficientes trabajadores para trasladar todo el equipaje, por lo cual era amontonado en pilas enormes y que quedaba allí días y días, en la estación.

Se mandó un cupo más de
Sonderkommandos
, pero todavía no fue bastante. No menos de cuatrocientos griegos de los transportes de Corfú y Atenas fueron incorporados al
Sonderkommando
. Entonces ocurrió algo verdaderamente extraordinario. Aquellos cuatrocientos deportados demostraron que, a pesar de las alambradas y de los látigos, no eran esclavos sino seres humanos. Con dignidad admirable, los griegos se negaron a matar a los húngaros. Declararon que preferían morir antes. Y así sucedió, desgraciadamente. Los alemanes en seguida satisficieron su gusto. ¡Pero qué demostración de valor y de carácter dieron aquellos campesinos griegos! ¡Lástima que el mundo no conozca más pormenores respecto de aquellos hombres!

Como había tantos seres humanos a quienes liquidar, los medios de exterminación estaban totalmente ocupados. Debían dedicarse más edificios a cámaras de gas. Se excavaron grandes zanjas, se atestaron de cadáveres y se les cubrió de leña. No había tiempo que perder. Muchos desventurados que no habían acabado de morir en la cámara de gas fueron arrojados también a las zanjas y quemados juntamente con los demás. Tal era la eficiencia alemana.

Este exterminio en masa fue emprendido con la complicidad activa del gobierno húngaro amigo de los alemanes. Así ocurrió que Hungría fue la única nación que envió comisiones oficiales a los campos para llegar a un acuerdo con la administración sobre las proporciones y rapidez de las deportaciones. Las autoridades fascistas de Budapest cooperaron, haciendo escoltar a sus deportados por policías húngaros, medida que no adoptó ningún otro gobierno europeo, por muy colaboracionista que fuese.

La llegada de los policías húngaros a Auschwitz, de la que fui testigo, dio pie a una escena increíble. Los deportados húngaros que habían llegado en trenes anteriores se pusieron a gritar jubilosamente cuando vieron aquellos uniformes. Se sentían tan nostálgicos de su patria, que se lanzaron hacia las alambradas y daban muestras de su regocijo y entusiasmo cantando y sollozando, hasta que terminaron por entonar a coro unánime su himno nacional. ¿Creían acaso que la policía venía a rescatarlos?

Aquello resultó una tragicomedia, porque los recién llegados a quienes aclamaban con tal fervor habían ido a entregar a sus mismos camaradas a los soldados de las
SS
De no haber intervenido los guardianes y centinelas del campo, aquellos patriotas hubiesen estrechado entre sus brazos a sus queridos paisanos.

Unos cuantos latigazos y algunos disparos de revólver separaron a los pobres prisioneros de los policías, cuyos cascos, adornados con plumas de gallo, les habían recordado las llanuras húngaras y las lozanas colinas de Buda, que se reflejaban en las aguas brillantes del Danubio.

Capítulo XVII

Los métodos y su insensatez

A
uschwitz era un campo de trabajo, pero Birkenau era un campo de exterminación. Sin embargo, había unos cuantos comandos de trabajo en Birkenau, destinados a distintas tareas manuales. A mí se me obligaba a participar en el trabajo de muchos de aquellos grupos de cuando en cuando.

En primer lugar estaba el «
Esskommando
», integrado por los que transportaban la comida. Después de la lista de la mañana, me iba a la cocina con mis compañeras para hacerme cargo de los peroles de alimentos. Teníamos que cargarlos hasta el hospital, que estaba casi a un kilómetro. Por lo menos, era un trabajo útil, y lo único que se podía decir de él era que resultaba fatigoso.

Pero había algunas tareas totalmente inútiles. Estábamos seguras de que había sido algún loco quien las había ideado, con el objeto de volver locos a todos los demás. Por ejemplo, se nos ordenaba trasladar a mano un montón de piedras de un lugar a otro. Cada internada debía llenar hasta el borde dos cubetas. Renqueábamos con ellas varios centenares de metros y las vaciábamos. Teníamos que llevar a cabo aquella tarea estúpida, con todo cuidado. En cuanto había desaparecido el montón de piedras, respirábamos a nuestras anchas, con la esperanza de que ahora nos obligarían a hacer algo más puesto en razón. Pero puede imaginarse el lector lo que sentíamos cuando se nos mandaba volver a coger las piedras y cargarlas otra vez hasta su lugar de origen. No cabía duda: nuestros amos querían repetir en nosotros el clásico tormento de Sísifo. En ocasiones, teníamos que cargar ladrillos y hasta barro, en lugar de piedras. Estas tareas no tenían, por lo visto, más que un objeto: quebrantar nuestra resistencia física y moral, y hacernos candidatas para las «selecciones».

Una vez se me ordenó incorporarme al «
Scheisskommando
», o sea, al equipo encargado de limpiar los evacuatorios. Provistas de dos cubetas, llegábamos todas las mañanas al pozo que había detrás del hospital. Sacábamos a calderadas el excremento y lo cargábamos hasta otro pozo, situado a unos cuantos centenares de metros. El trabajo continuaba todo el día. Por fin, muertas de asco y de repugnancia, nos lavábamos lo mejor que podíamos y nos íbamos a la cama, con la certeza de que al día siguiente tendríamos que repetir la faena.

El olor que despedía mi compañera de trabajo, que dormía junto a mí, me mareaba literalmente. Yo debía producirle a ella el mismo efecto.

También teníamos que atender al cieno. Auschwitz-Birkenau estaba situado en un terreno pantanoso, del cual no desaparecía jamás el fango. Era un enemigo ladino y poderoso. Nos calaba el calzado y la ropa, y hasta se nos filtraba a través de las suelas, las cuales se dilataban y se hacían pesadas para nuestros hinchados pies. Cuando llovía, el campo se convertía en un océano de barro, paralizando la circulación y haciendo increíblemente difícil cualquier tarea. El lodo y el crematorio eran nuestras mayores obsesiones.

Había algunos comandos que trabajaban fuera del campo. Constituían el «
Aussenkommando
». Salían a primeras horas de la mañana, cualquiera que fuera el tiempo que hiciese. Los pertenecientes a estos grupos tenían que realizar su trabajo con el estómago vacío, sin comida ninguna, como no fuese el líquido amarillento al que los cocineros llamaban té o café según se les antojaba. La salida de estas prisioneras, algunas de ellas vestidas con harapos de trajes de noche y otras con pijamas de tela rayada, y calzadas con botas de madera o de pares distintos, era un espectáculo patético. A pesar de que daban diente con diente y tiritaban bajo el frío de la alborada, las obligaban a cantar según marchaban. Tenían las mejillas húmedas de lágrimas. ¡Qué satisfacción podía sentir nadie en cantar en Auschwitz! Pero no tenían más remedio que marchar marcando el paso y sin separarse de las filas, porque los feroces perros policías de las
SS
, amaestrados por el sistema alemán, se abalanzaban a las gargantas de quienes se separasen de la columna o se quedasen rezagadas.

El trabajo en los campos era agotador. Nuestros supervisores nos vigilaban constantemente, procurando que no tuviésemos un solo momento de reposo para recobrar el aliento. Las reacias eran invariablemente golpeadas con látigos y garrotes.

Si, agotadas ya todas las energías corporales, desfallecía alguna presa, se le daba un palo para que reviviese. Si aquello no bastaba, se le machacaba al pie de la letra el cráneo con una porra o a patadas. Ya no tendría que presentarse a la hora de la revista. El desmayarse era un fenómeno sumamente común, porque en los comandos siempre figuraban personas enfermas. Vi a mujeres aquejadas de pulmonía, caminando fatigosamente entre doce y trece kilómetros, que era la distancia del campo al lugar de trabajo, para después cavar todo el día, con objeto de no ser enviadas al hospital. Sabían perfectamente que el hospital no era más que la antecámara del crematorio.

Además, aun las que querían ingresar en el hospital no siempre podían hacerlo. Para ser admitidas, debían tener fiebre muy alta. Se comprende fácilmente cómo morían como moscas las internas durante los meses húmedos y fríos.

Cierto día, cuando abandonábamos el trabajo en los campos labrantíos, un
SS
armado de su látigo nos detuvo para preguntar a una
Musulmana
.

—¡Cuánto tiempo llevas aquí! —le gritó.

—Seis meses —contestó la pobre mujer. En su vida civil había sido maestra, pero no se atrevía a levantar los ojos al
SS
, quien antes había sido su peluquero.

—Tenemos que castigarte —declaró bruscamente el alemán—. No tienes sentido de la disciplina. Una prisionera «correcta» se hubiese muerto hace ya tres meses. Estás retrasada tres meses, marrana miserable.

Y, sin más, empezó a darle latigazos hasta que la dejó sin sentido.

Cuando alguna internada se desmayaba, bien por exceso de trabajo, bien por las palizas que le daban las
SS
, teníamos la misión especial de cargar con ella hasta el campo. Porque era absolutamente imperativo que la columna estuviese completa en la última revista. Tales eran las reglas.

Nuestra procesión funeral era recibida en el campo por la orquesta de presas, que entonaban alegres canciones a la entrada. Las ordenanzas disponían que debiera prevalecer el espíritu de alegría hasta el fin de la jornada.

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