Los hombres lloran solos (76 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Los hombres lloran solos
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—No importa. Ya te irás enterando. En estos momentos necesitamos hombres de confianza…

José Luis pidió ocho días para responder. Y se encontró rodeado de opiniones a favor. Gracia Andújar palmoteo: «¡Alcaldesa! ¡Qué ilusión! ¿Podré seguir de directora de ballet?». Marta fue más comedida pero aprobó la propuesta. «Creo que, por la edad, el sentido de la disciplina y tu buena facha, eres el hombre idóneo para ese puesto».

—Además —añadió—, creo que a nuestra madre le hubiera gustado… Y a nuestro padre también.

José Luis terminó por aceptar. «De acuerdo. ¿La vara de mando la regalan o tengo que comprarla?». El camarada Montaraz y Mateo aplaudieron y le dieron golpecitos en la espalda. «De momento, podrás compaginarlo con tu capitanía jurídica… Más tarde, tú verás».

En
Amanecer
se publicó una extensa nota elogiando a «La Voz de Alerta» y afirmando que el relevo se llevaba a cabo «a petición propia y por razones personales». La población se lo creyó. En cuanto a la figura de José Luis Martínez de Soria, era una incógnita. Todo el mundo le conocía, pero en su faceta profesional. Había salvado muchas vidas… ¿En la alcaldía? Estaba por ver. El doctor Andújar le dijo a Sólita: «Es un hombre demasiado joven… Para ser un buen alcalde se necesita mucha experiencia. Yo creo que «La Voz de Alerta» lo llevaba muy bien». Mosén Alberto echaría de menos las «Ventana al mundo» que «La Voz de Alerta» escribía en el periódico. «Supongo que ahora se negará a colaborar». El obispo, cuya opinión había sido requerida, dio su beneplácito, porque José Luis Martínez de Soria cumplía con la Santa Madre Iglesia y nunca dio motivo de escándalo.

¡Alegría de Gracia Andújar! Tal vez la alcaldesa más joven de España… Se enfrentó con su padre. «José Luis tiene la edad ideal. Joven y con mucha experiencia. Y si no, espera y verás. ¡Tiene muchos proyectos!».

Los proyectos de José Luis, todavía embrionarios —no quería precipitarse— pronto fueron conocidos. Quería una ciudad más «alegre». Gerona era triste, era gris, y para darse cuenta de ello no era necesario llegar de Washington. Remozar las fachadas y las paredes, ¡empezando por las que colgaban sobre el río Oñar! Se armó la marimorena. Quería pintarlas de colores vivos, a semejanza de las que colgaban sobre el Amo en Florencia. Se pusieron en contra mosén Alberto, el notario Noguer, los artistas de la ciudad, incluso Ángel, el arquitecto. La cochambre y los colores delatando la pátina del tiempo formaban parte precisamente de su encanto natural. Eran producto de la lluvia, otra constante de Gerona, aunque ahora desde hacía meses no cayera una gota. José Luis dijo: «Veremos a ver». Proyectaba también cambiar de fecha las ferias y fiestas de San Narciso. A finales de octubre hacía frío y, casi siempre, caían tormentas. «Las trasladamos a junio y tenemos resuelto el problema». Otra vez las fuerzas «culturales» de la ciudad se pusieron en contra. «Ese hombre quiere cargarse la tradición». ¡Hubiera querido iluminar más las calles de la población! Pero en época de restricciones eléctricas hubiera parecido un escarnio. De momento, pues, sólo fue bien visto y posible el aumento de sueldo de todos los funcionarios del municipio, desde el pesador del matadero hasta los guardia urbanos y los bomberos.

El padre Forteza le ponía una objeción al nombramiento de José Luis: éste magnificaba la figura de Satanás. Creía en el Maligno de una forma muy personal, como si se le hubiera aparecido alguna noche en su habitación. «No hay que tentar al diablo». José Luis replicó que ello no tenía nada que ver y que su convicción era realista —rebelión de Lucifer— y de ningún modo supersticiosa.

Júbilo entre los gitanos de la calle de la Barca y Montjuich… Una comisión fue al ayuntamiento. Por fin serían escuchados y tal vez dispusiesen de viviendas. El más contento de todos, el Niño de Jaén, que vio la posibilidad de regalarle a su madre muchos espejos…

Capítulo XXXIII

EN EL CAFÉ NACIONAL se reanudaron las sesiones de chismorreo y dominó, estimulados los asistentes por una noticia fechada en Burdeos: «En Burdeos se ha celebrado la elección de Miss Atómica». Grote comentó que la raza humana no tenía remedio, pero que acaso fuera mejor así. «Si lloráramos por todas las catástrofes que acontecen, moriríamos ahogados».

Matías aportó su noticia particular: «El jefe del Estado se interesa por el ganado español». Galindo aportó la suya: «Ha muerto en Buenos Aires el famoso ilusionista chino Wu-Li-Chang. Era catalán y se llamaba Bassó». Marcos, pensando en su oficio, gritó ¡Eureka!, porque próximamente iba a ser reparado el cable telegráfico entre España e Italia, que estaba averiado. «Pero, por lo visto, será difícil detectar dónde está la avería». Jaime, el librero, depositó sobre la mesa su variada aportación cultural: «Habían muerto los pintores Ignacio Zuloaga y José María Sert, se había constituido en Madrid la
Asociación de Amigos de Bécquer
, y la escritora chilena Gabriela Mistral había obtenido el Premio Nobel de Literatura». El camarero Ramón, viajero impenitente, les recordó que dos ingleses habían atravesado el Atlántico a bordo de un barril, desde Toronto a Londres, invirtiendo en el trayecto ochenta días justos. Matías le reprochó: «¡Te quedas corto! Eres antifranquista… ¿Y los españoles qué? Ha empezado a construirse en Barajas un aeropuerto transoceánico».

En esta ocasión, en otro lugar se celebraba también una reunión —la última—, en la que se despedía al padre Melchor Forteza, que regresaba al Japón. Estaban presentes el padre superior, el padre Forteza y el padre Jaraíz. El padre Melchor Forteza había sabido por la radio que todos los pelotaris españoles que actuaban en el Próximo Oriente se hallaban sin novedad y que los japoneses se pasaron un día entero sin hojear los periódicos, porque en ellos se veía a Mac Arthur mirando al emperador desde un plano superior, lo cual estaba prohibido. «Al emperador no se le puede mirar de arriba abajo. Él, por su estirpe divina, debe ocupar siempre el lugar más alto».

La despedida del padre Melchor fue emotiva. Había recibido muchos plácemes por los reportajes que publicó en
Amanecer
y había prometido enviar desde Nagasaki fotografías sobre las consecuencias de la explosión nuclear. Le esperaba una dura labor. Lástima que ni él, ni ninguno de sus compañeros de misión, fueran médicos. Sin duda la asistencia sanitaria sería lo más urgente. «Sobre todo se necesitarían dermatólogos, pues la piel de los radiactivados se les cae a jirones». ¡Nagasaki! ¡Madame Butterfly! Todo el mundo conocía la ópera. Ahora se haría todavía mucho más popular, pues el escenario de la acción era precisamente Nagasaki.

Los jesuitas gerundenses habían aprendido muchas cosas durante la estancia del padre Melchor en la ciudad. Que la religión oficial del Japón era el sintoísmo —el emperador—, pero que la religión mayoritaria era el budismo, con alta representación del budismo Zen. «Esta religión es insustituible para lograr el autodominio. Sin embargo, me parece imposible trasladarla a Occidente. El soma milenario interviene en esas cuestiones». También supieron que el teatro Kabuki duraba horas y horas, con sólo mímica y los hombres representando por igual los papeles masculinos y femeninos. «Todos los japoneses asisten periódicamente al Kabuki; en cambio, en Gerona no se dispone siquiera de una compañía teatral, y tampoco de una orquesta sinfónica. Menos mal que ese nuevo alcalde, tan joven, ha prometido preocuparse de esta cuestión». También les habló, ¡por fin!, de las crueldades cometidas por los japoneses durante la guerra. «Quiero tanto a ese pueblo, que no quería rozar ese tema; pero mi obligación es ser imparcial y declarar que los japoneses se merecen también un proceso Nuremberg».

El padre Melchor regañó a su hermano. «Comprendo tus intenciones al jugar a ser payaso. Comprendo lo que significa que te rías a carcajadas ante el Sagrario; pero corres el peligro de que la gente piense que un día el Sagrario se reirá de ti. En tu lugar haría marcha atrás y manifestaría de otro modo la alegría interior que te embarga. ¿Sabes? En estos días de estancia aquí me ha parecido observar que el pueblo es un tanto inconsciente, fruto tal vez de la ignorancia. Inconsciente e insensible. Resbala por encima de las cosas y cada cual actúa por libre, teniendo como límite el clan familiar y los amigos. Echo de menos la solidaridad. Hay un punto de egoísmo, de egoísmo casi feroz. Y eso lo mismo en las clases altas que en las bajas. Contra eso debes luchar e inculcar a tus congregantes la solidaridad y el amor a los viejos, que están, los pobres, muy desasistidos y deseando interiormente la eutanasia pasiva».

Los dos hermanos se abrazaron y el padre Melchor se volvió a misiones, después de despedirse de Manuel Alvear. En Barcelona le indicarían qué ruta debería seguir, pues llegar a Alaska, a Anchorage, al parecer era difícil. «Pero llegaré, mi querido hermano. Los misioneros llegamos puntuales siempre. Llegamos puntuales incluso a la muerte».

* * *

La partida del padre Melchor coincidió con un giro de ciento ochenta grados de la actitud, de la personalidad, de mosén Falcó. Éste asistió a uno de los diversos cursillos que se celebraban para capellanes de prisiones y el último día entonó el
mea culpa
y se confesó de «abusos intolerables» en el ejercicio de su misión. Este cursillo tuvo lugar en el monasterio de Poblet, regentado por cistercienses. Fray Raimundo Abadal fue su director. Mosén Falcó, al despedirse, se quitó la medalla militar del pecho y en su lugar colgó una diminuta cruz.

Labor de introspección. De regreso a Gerona, repasó como en una película su actuación como capellán de la cárcel. Se horrorizó. Sobre todo al volver de la División Azul —¡ah, aquellos Christus, Christus, de los ancianos ortodoxos!—, se había mostrado implacable, hasta el extremo de que en cierta ocasión le escupieron a la cara. Odiaba a los llamados «rojos» y les decía que eran seres privilegiados porque conocían la hora exacta en que deberían presentarse ante el Señor. ¡Qué barbaridad! ¿Qué mosca, qué moscardón, le había picado? Lloró amargamente, ante la satisfacción de su hermana, Sara, la comadrona en la consulta del doctor Morell, la cual estaba cansada de advertirle que el cristianismo era amor, amor incluso a los enemigos.

Mosén Falcó se acordó de todo. De que había entrado por los estancos gritando: «¡Fuera las postales con beso!». De que en la piscina de la Dehesa, en cierta ocasión, armó un escándalo porque descubrió que un par de chicas exhibían un escueto bañador. De que le había pedido al señor obispo cerrar las casas de prostitución, aun en contra de la opinión, manifestada al respecto, por san Agustín. Etcétera. Un ser marmóreo, con apetencias represivas, que posiblemente arrancaban de la niñez. Porque su madre le inculcó el odio al pecado, sin matizar la cuestión. Y porque en el seminario le castigaron varias veces por sus poluciones nocturnas. Era preciso cambiar. El resultado había sido una actividad sacerdotal sin apenas fruto y que en Gerona inspiraba temor incluso a los niños. «Dimitiré. Dimitiré de capellán de prisión. Y seguro que el señor obispo me aceptará la dimisión».

En efecto, así fue. En vez de él, se ocuparía del cargo el padre Jaraiz, con lo que los reclusos no iban a ganar gran cosa. Él fue nombrado consiliario de Acción Católica, institución que, bajo la batuta de Jorge de Batlle, se abría camino día tras día, ante el asombro de Agustín Lago y Santiago Estrada, del Opus Dei, quienes no concebían que los católicos practicantes se contentasen con tan poca cosa.

Pronto la ciudad se dio cuenta del cambio operado en la persona de mosén Falcó. El doctor Andújar opinó: «Un triunfo de la psicoterapia». El doctor Chaos y Moncho más bien lo atribuyeron, bromeando, a un tratamiento de cirugía espiritual. «Las neuronas, las neuronas. Ahí está el quid de la cuestión». Mosén Falcó empezó a andar por las calles saludando a todo el mundo, regalando caramelos y pastillas Andreu a los chiquillos y repartiendo tebeos. Tebeos que antes había anatematizado porque en ellos solía imperar la violencia. Jaime, el librero, quedó estupefacto. «Me lo han cambiado», murmuró. Mosén Alberto le sugirió: «Yo, en tu lugar, mosén Falcó, haría una visita a la cárcel y les pediría perdón a los presos que creas haber ofendido. A los que estén vivos, claro… Esa humillación puede hacerte mucho bien».

¡Por los clavos de Cristo! Esto no se le había ocurrido a mosén Falcó. Dispuesto a obedecer, realizó esta gira purgante. Los reclusos —la cárcel estaba repleta— le recibieron de uñas. Él fue llamando a los que conocía, a los que habían sufrido su trato inquisitorial. Los más le dieron la espalda, convencidos de que les tomaba el pelo. Pero hubo dos que le miraron primero con extrañeza y luego con compasión. Uno al que había profetizado el infierno y al que en última instancia se le conmutó la pena de muerte le preguntó: «¿Qué quieres, macho? Estoy a tus órdenes». Mosén Falcó, que tenía las cejas hirsutas y el cuello excesivamente ancho, le contestó: «Nada. Pedirte perdón y estrecharte la mano». El hombre, contrabandista del Pirineo, le miró fijamente a los ojos y dijo: «De acuerdo». Y le estrechó la mano. El otro, un exhibicionista sexual, le espetó: «¿A qué vienes? ¿A darme la absolución?». «Nada de eso. Vengo a pedirte excusas. Ya no me verás más por aquí…» El recluso le miró también a los ojos y se reblandeció. «¡Mira por dónde! ¿Quién te ha convencido de que la naturaleza tiene sus caprichos? ¿La bomba atómica?». Y le estrechó la mano.

En resumen, fue más fácil de lo que había supuesto. Mosén Alberto le aplaudió. «¡Bravo! ¿A que te sientes más ligero?». «Mucho más». «Pues pásate un año entero haciendo eso, pidiendo perdón».

Las Santas Escrituras habían anunciado: «Los cadáveres de este pueblo serán pasto de las aves del cielo y de los animales de la tierra». A raíz del proceso de Nuremberg, empezaban a conocerse más noticias sobre los campos de exterminio que los expuestos por míster Edward Collins en sus reportajes. Los responsables iban declarando uno a uno ante los magistrados, y al parecer los más inteligentes eran Goering y Dóenitz. Lo que sobrecogía era la frialdad de que, en ciertos momentos, hacían gala los inculpados. Les pasaban documentales y películas sobre las atrocidades cometidas en los campos y ellos, sin apenas pestañear, acaso con la excepción de Rudolf Hess.

Se supo que el pan distribuido entre los condenados a muerte en Varsovia en algunos casos contenía una tercera parte de serrín de madera, serrín suministrado precisamente por las fábricas de ataúdes, que funcionaban a pleno rendimiento. Muchos bebés, balanceados por los pies, fueron estrellados contra las paredes. Otros recién nacidos, empuñados y arrojados al aire, sirvieron de blanco a los mejores tiradores SS y fueron empalados al vuelo por las bayonetas. En Mauthausen, al borde mismo del precipicio, a veces los SS, como juego, obligaban a cuatro hombres, dos contra dos, a una lucha a muerte. Prometían salvar la vida al equipo que consiguiera despeñar al otro al vacío. Monstruoso torneo que en ocasiones duraba varios asaltos. Los árbitros excitando a los perros daneses y riendo a mandíbula batiente, al final echaban a patadas a los dos vencedores, que también caían al abismo desplomándose junto a sus compañeros. En Dachau, un abad pidió permiso para guardar su crucifijo. Éste le fue clavado al sacerdote en pleno esternón y con los dientes angulares. En Bergen-Belsen, varios sacerdotes fueron, al igual que Cristo, coronados de espinas por medio de zarzas artificiales trenzadas y luego crucificados.

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