Los gritos del pasado (13 page)

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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #Policíaco

BOOK: Los gritos del pasado
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Cuando llegaron al camping, ambos se sintieron aliviados. Tras una confesión como aquella, sólo podía imponerse un pesado silencio, que era el que había reinado los últimos cinco minutos.

Gösta echó a andar solo, con aspecto abatido y las manos en los bolsillos, para ir llamando de tienda en tienda y hablar con cada uno de los huéspedes del camping. Martin preguntó por la tienda de Liese, que resultó ser tan pequeña como un pañuelo. Estaba encajada entre otras dos tiendas más grandes, con lo que, en comparación, parecía más pequeña aún. En la de la derecha alborotaba una familia con niños pequeños, jugando a gritos, y en la de la izquierda un joven barrigudo, de unos veinticinco años, bebía cerveza sentado a la entrada, bajo un parasol que sobresalía del techo. Al ver que Martin se acercaba a la tienda de Liese, todos lo miraron llenos de curiosidad.

No era cosa de ponerse a dar voces, así que la llamó discretamente desde fuera. Se oyó el ruido de una cremallera al correrse y la rubia cabeza de la joven asomó por la abertura.

Un par de horas después, los dos colegas se marcharon sin haber sacado en claro nada nuevo. Liese no supo contribuir con más de lo que ya le había contado a Patrik en la comisaría, y ninguno de los demás campistas había notado nada digno de mención con respecto a Tanja y Liese.

Aunque Martin había visto algo que le rondaba por la cabeza. Se esforzó febrilmente en buscar entre las impresiones sensoriales recibidas en el camping, pero seguía sin aclararse. Había visto algo que debería haber registrado. Conducía irritado, tamborileando con los dedos en el volante, hasta que se vio obligado a abandonar el boceto de idea almacenado en su traicionera memoria.

Regresaron en el más absoluto silencio.

P
atrik esperaba llegar a viejo como Albert Thernblad. No tan solo, claro está, pero con su elegancia. Albert no se había abandonado después de la muerte de su esposa, como sucedía con tantos otros hombres de edad al quedarse viudos. Al contrario, iba bien vestido, con camisa y chaleco, y llevaba el cabello y la barba muy cuidados. Pese a la dificultad que tenía para caminar, se movía con dignidad, con la cabeza alta y, a juzgar por lo poco que Patrik vio de su casa, parecía tenerla limpia y ordenada. Asimismo, le impresionó su modo de recibir la noticia del hallazgo del cadáver de su hija. Era evidente que se había reconciliado con su destino y que vivía lo mejor que podía, dadas las circunstancias.

Las fotografías de Mona que había visto lo conmovieron mucho. Como en tantas otras ocasiones, se dio cuenta de que resultaba muy fácil convertir a las víctimas de asesinato en una cifra estadística o ponerles una etiqueta: «el demandante» o «la víctima». Tanto daba si se trataba de alguien que hubiese sufrido un robo o, como en este caso, una víctima de asesinato. Albert había hecho lo correcto al mostrarle las fotografías. Así, había podido seguir la vida de Mona, desde que nació y se convirtió primero en una pequeña de aspecto saludable, desde que empezó en la escuela hasta que terminó el bachillerato y, finalmente, como la joven alegre y sana que era antes de desaparecer.

Sin embargo, había otra joven sobre la que tenía que averiguar un poco más. Patrik conocía el pueblo lo suficiente como para saber que los rumores ya habían adquirido alas y que, a la velocidad del rayo, volaban de casa en casa. Más valía intentar adelantárseles y pasar por la casa de la madre de Siv Latin para hablar con ella, pese a que aún no habían recibido la confirmación de la identidad de Siv. Por si acaso, había mirado también su dirección antes de salir de la comisaría. Fue un poco más difícil localizarla, puesto que Gun se volvió a casar y había dejado de llamarse Lantin. Tras investigar un poco, supo que en la actualidad se llamaba Struwer y que había una casa de veraneo a nombre de Gun y Lars Struwer en Norra Hamngatan, en Fjällbacka. El nombre Struwer le sonó familiar, pero no logró ubicarlo.

Tuvo suerte, pues encontró un aparcamiento en Planarna, al pie de la pendiente coronada por el Badrestaurangen, y recorrió caminando los últimos cien metros. En verano, el tráfico en Norra Hamngatan se limitaba a un sentido y, sin embargo, en el breve tramo que cubrió a pie, se encontró con tres idiotas que, evidentemente, no eran capaces de leer las señales de tráfico y que, por consiguiente, lo obligaron a pegarse al muro de piedra cuando ellos, a su vez, se encontraron con los coches que venían en sentido contrario. El terreno era, al parecer, tan salvaje que quienes vivían allí se veían obligados a tener un
jeep
, el tipo de vehículo que más abundaba entre los veraneantes, y Patrik suponía que eran los habitantes del impracticable territorio de Estocolmo quienes venían con ellos.

De buena gana habría sacado la placa para ponerlos al corriente de la legalidad vigente, pero se abstuvo de ello. Si perdía el tiempo en intentar enseñarles a los veraneantes a conducir con normalidad y sensatez, apenas podría dedicarse a nada más.

Cuando llegó a la casa, que era blanca con las esquinas azules y situada a la izquierda, enfrente de una hilera de cobertizos de pescadores de color rojo, que le conferían a Fjällbacka esa silueta suya tan característica, vio que el dueño estaba descargando un par de maletas gigantescas de un Volvo V70 de color dorado. O, para ser exactos, un señor de edad que vestía una blazer sacaba las maletas resoplando, mientras que una mujer muy maquillada gesticulaba a su lado sin cesar. Ambos estaban tostados por el sol, más que tostados, se diría, hasta el punto de que si el verano no hubiese sido tan caluroso, Patrik habría pensado que habían pasado sus vacaciones en el extranjero. Pero, dado que habían tenido un verano de sol constante, bien podrían haberse agenciado el bronceado en cualquiera de las agrupaciones de piedra plana de la costa de Fjällbacka.

Se les acercó y, tras un instante de vacilación, se aclaró la garganta tosiendo ligeramente para llamar su atención. Ambos interrumpieron su actividad y se volvieron hacia donde él estaba.

—¿Sí? —la voz de Gun Struwer sonó algo más chillona de lo normal y Patrik observó su rostro afilado.

—Soy Patrik Hedström, de la policía de Fjällbacka. ¿Podría intercambiar unas palabras con ustedes?

—¡Por fin! —la mujer alzó las manos, de uñas perfectamente cuidadas y pintadas de rojo, y miró al cielo aliviada—. ¡No me explico cómo han tardado tanto! La verdad, no comprendo en qué se invierten nuestros impuestos. Llevamos todo el verano denunciando que la gente deja el coche en nuestra plaza de aparcamiento sin permiso, pero no hemos oído ni una palabra hasta ahora. ¿Van a poner fin a ese descaro? Sepa que hemos pagado mucho por esta casa y consideramos que estamos en nuestro derecho de disfrutar de la plaza de aparcamiento…, aunque quizá sea mucho pedir.

Dicho esto se puso en jarras y clavó en Patrik una mirada retadora. Detrás de ella estaba su marido, que parecía querer desaparecer bajo tierra. Era evidente que aquello no le parecía a él tan indignante.

—Pues resulta que no he venido aquí por ninguna infracción de aparcamiento. En primer lugar, he de preguntarle si su nombre era antes Gun Lantin y si tenía una hija llamada Siv.

Gun calló enseguida y se llevó la mano a la boca. Patrik no precisaba otra respuesta. Su marido fue el primero en reaccionar y le mostró la puerta, que habían dejado abierta para sacar las maletas. A Patrik se le antojaba un tanto arriesgado dejar el equipaje en la calle, de modo que tomó dos de las maletas y le ayudó a Lars Struwer a llevarlas dentro otra vez, mientras que Gun se apresuraba a entrar en la casa antes que ellos.

Se acomodaron en la sala de estar, Gun y Lars sentados uno junto al otro en el sofá, mientras que Patrik optó por el sillón. Gun se aferraba al brazo de Lars, cuyas palmaditas de consuelo parecían más bien mecánicas, como si considerase que la situación las exigía.

—¿Qué ha ocurrido? ¿Qué han averiguado? Ya han pasado más de veinte años, ¿cómo puede haber surgido algo nuevo después de tanto tiempo? —preguntó Gun nerviosa.

—Quisiera subrayar que aún no sabemos nada con certeza, pero
puede
que hayamos encontrado el cadáver de Siv.

Gun se llevó la mano a la garganta y, por una vez, dio la impresión de haberse quedado sin palabras.

Patrik prosiguió:

—Aún esperamos la identificación definitiva del forense, aunque lo más probable es que se trate de Siv.

—Pero… ¿cómo?, ¿dónde…? —la mujer formuló las preguntas entrecortadamente, las mismas que le había hecho el padre de Mona.

—Encontramos el cadáver de una joven en Kungsklyftan y, al mismo tiempo, hallamos dos esqueletos, el de Mona Thernblad y, con toda probabilidad, el de Siv.

Como ya lo había hecho con Albert Thernblad, les explicó que lo más verosímil era que las muchachas hubiesen sido trasladadas allí después de su muerte y que la policía estaba haciendo todo lo posible por averiguar quién o quiénes habían cometido los asesinatos.

Gun apoyó el rostro en el pecho de su marido, pero Patrik se dio cuenta de que su llanto era fingido. Tuvo la impresión, o más bien la vaga sensación, de que sus manifestaciones de dolor eran, hasta cierto punto, una representación teatral.

Una vez recobrada la presencia de ánimo, Gun sacó del bolso un pequeño espejo con el que comprobó que su maquillaje seguía intacto, antes de preguntarle a Patrik:

—¿Qué sucederá ahora? ¿Cuándo podremos recuperar los restos mortales de mi querida Siv? —sin aguardar respuesta, la mujer se dirigió a su marido—. Lars, tenemos que darle a mi querida hija un buen entierro. Después podríamos ofrecer un aperitivo en la sala de celebraciones del Hotel Stora o quizá incluso una cena de tres platos. ¿Crees que podríamos invitar a…?

Pronunció el nombre de uno de los grandes de la industria que, como Patrik sabía, era propietario de una casa al final de aquella calle.

Gun continuó abundando en el tema:

—Me topé con Eva, su mujer, a principios del verano y me dijo que teníamos que quedar algún día. Estoy segura de que apreciarían que los invitásemos.

Su voz dejaba traslucir la excitación, al tiempo que el marido fruncía el entrecejo con gesto displicente. De pronto, Patrik recordó en qué contexto había oído su apellido. Lars Struwer había puesto en marcha una de las mayores cadenas de supermercados de Suecia, aunque, si no recordaba mal, ya estaba jubilado y había vendido la empresa a unos compradores extranjeros. No era nada extraño, pues, que hubiesen podido permitirse una casa tan bien situada. El tipo tenía muchos, muchos millones. La madre de Siv había ascendido en la sociedad desde finales de los setenta, cuando aún vivía todo el año en una pequeña casa de veraneo, junto con su hija y con su nieta.

—Querida, ¿no crees que deberíamos preocuparnos de los detalles prácticos más tarde? Supongo que, antes, necesitarás tiempo para digerir la noticia, ¿no?

Formuló la pregunta al tiempo que le dedicaba a su esposa una mirada de reprobación, a la que ella reaccionó bajando la vista, como recordando de nuevo su papel de madre que lloraba la pérdida de una hija.

Patrik miró a su alrededor y, pese a lo luctuoso de su misión, no pudo por menos de reír para sus adentros. En efecto, la sala era una parodia de las casas de veraneo de las que tanto se mofaba Erica. Todo estaba decorado como un camarote en colores marinos, cartas de navegación en las paredes, faros y candelabros, cortinas estampadas de conchas y caracolas e incluso un viejo timón convertido en mesa de centro, claro ejemplo de que el dinero y el buen gusto no tenían por qué ir de la mano.

—Me pregunto si no podría hablarme un poco de Siv. Acabo de visitar a Albert Thernblad, el padre de Mona, que además me mostró unas fotografías de su hija. ¿Hay alguna posibilidad de ver algunas de Siv?

A diferencia de Albert, que estaba encantado de poder hablar de la niña de sus ojos, Gun se retorció en el sofá, a todas luces incómoda con la pregunta.

—Pues…, la verdad, no sé de qué serviría. Ya me hicieron un montón de preguntas cuando Siv desapareció y supongo que estarán en los archivos…

—Por supuesto, pero yo me refería a algo más personal. Querría saber cómo era, qué le gustaba, a qué quería dedicarse en la vida, ese tipo de cosas…

—¿A qué quería dedicarse? Bueno, la verdad es que no habría podido dedicarse a mucho. Se quedó preñada de un chico alemán a los diecisiete años, así que yo me encargué de que no siguiese perdiendo el tiempo con los estudios. De todos modos, ya era demasiado tarde para ella y, desde luego, yo no tenía la menor intención de cuidarle a la cría.

Su tono era tan burlón… Al ver el modo en que Lars miraba a su esposa, Patrik pensó que, cualquiera que fuese la imagen que de ella tenía cuando se casaron, no conservaba ya mucho de aquella ilusión. Un cansancio resignado se percibía en su rostro, marcado por la decepción. Asimismo, era evidente que el matrimonio había llegado a tal punto que Gun no se esforzaba por enmascarar su auténtica personalidad más de lo imprescindible. Puede que en su día Lars sintiese por ella un amor auténtico, pero, en el caso de Gun, Patrik apostaría cualquier cosa a que el atractivo habían sido los suculentos millones que Lars Struwer guardaba en su cuenta bancaria.

—Sí, exacto, ¿dónde está la hija de Siv? —Patrik se inclinó hacia delante al hacer la pregunta, sin ocultar su curiosidad.

Otra vez aquellas lágrimas de cocodrilo.

—Después de la desaparición de Siv, no pude hacerme cargo de ella yo sola. Por supuesto que me habría gustado hacerlo, pero eran tiempos difíciles para mí y cuidar a la pequeña…, en fin, que no era posible. Así que opté por la mejor solución dadas las circunstancias y la mandé a Alemania con su padre. Claro, a él no le sentó nada bien verse con una niña de la noche a la mañana, pero tampoco tenía muchas opciones…; después de todo, era el padre de la criatura, que para eso tenía yo los papeles.

—¿O sea que ahora vive en Alemania? —El embrión de una idea empezó a gestarse en el cerebro de Patrik. ¿Sería posible que…? No, no lo era.

—No, está muerta.

La asociación de Patrik murió tan pronto como había nacido.

—¿Muerta?

—Sí, murió en un accidente de tráfico cuando tenía cinco años. El alemán ni siquiera se molestó en llamarme por teléfono; tan sólo recibí una carta en la que me comunicaba que Malin había fallecido. Y tampoco me invitaron al entierro, ¿se lo imagina? ¡Mi propia nieta y no pude ni ir a su entierro! —exclamó con la voz trémula de indignación—. Además, tampoco contestó las cartas que le envié mientras vivía, la niña, digo. ¿No cree que habría sido más que justo que hubiese ayudado un poco a la abuela de su pobre hija, que había perdido a su madre? Después de todo, la pequeña tuvo qué comer y qué ponerse los dos primeros años de vida gracias a mí. ¿No debería haberme compensado por ello?

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