Los gozos y las sombras (74 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

BOOK: Los gozos y las sombras
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Repitió más o menos lo que Juan le había dicho. A cada momento intercalaba un elogio a la inteligencia, a la clarividencia de Juan.

—¿Quién duda que es un proyecto legal, respetuoso, irreprochable? Usted mantiene la propiedad de los barcos, deja de perder en el negocio y sólo más adelante, si la cosa marcha, puede pensarse en una venta. Con lo cual, además, Juan, sin sospecharlo, le da a usted resuelto un problema. Porque usted me tiene dicho que mantiene el negocio de la pesca sólo por llevar la contraria a Cayetano. ¿Qué sucederá el día en que usted muera? Usted teme que su sobrina no sea capaz de continuar una lucha que no le va ni le viene, porque ni Cayetano la odia a ella, ni ella odia a Cayetano…

—Le hubiera enseñado lo que tenia que hacer si viviera conmigo —interrumpió doña Mariana y había dureza en el tono de sus palabras.

—Pero ella no ha venido, y yo, ya ve usted, no sirvo para tomar en serio esas rivalidades, al menos con las armas de usted. Pero ahí está Juan dispuesto a sucederla en la rivalidad, en el odio, hasta la muerte.

—Yo no odio a Cayetano, ¿eh? Quizá lo desprecie, sencillamente.

—Pues Juan no lo desprecia, sino que le tiene odio, que es una pasión mucho más violenta, y, sobre todo, mucho más tenaz. Si no existiera Cayetano, Juan no sería líder anarquista de Pueblanueva, sino poeta en lengua vernácula. Por causa de Cayetano nos quedamos sin un hermoso poema pesimista acerca del origen de las cosas, y ganamos un líder; pero, eso sí, un líder con gran sentido artístico. Porque esa ocurrencia de la explotación sindical es perfectamente artística. Es la síntesis que absorbe en sí misma y concilia sin aniquilarlos los contrarios. Es una verdadera genialidad.

Doña Mariana acomodó las almohadas y se recostó.

—Sois un puñado de locos, ellos y tú. Pero tú bastante más que ellos, porque te entusiasmas con algo que no te va ni te viene, y te engañas a ti mismo pensando que va a salir bien ese disparate.

Las manos de Carlos se levantaron en señal de protesta.

—Yo no digo que vaya a salir bien, ¿eh? Admito el pro y el contra. Lo que digo es que, de una manera o de la otra, Juan habrá mantenido su reputación, y usted no perderá nada.

—¿Y quieres que porque Juan conserve la admiración de los pescadores ponga en peligro una parte de mi patrimonio? ¿Qué me importa a mí la reputación de Juan?

Carlos se levantó, arrimó la espalda a la pared y estuvo un instante pensativo.

—¿Qué pensaría usted si en vez de ser Juan el autor del proyecto y el que pretende realizarlo fuese yo?

—Pensaría lo mismo: que estabas loco.

—Pero ¿me alquilaría los barcos, sí o no?

—Quizá te los alquilase, pero por otras razones.

—Sin embargo, usted sabe que soy incapaz de hacer nada práctico, aunque sea lo más sencillo del mundo; cuanto más algo tan complicado como la explotación colectiva de un negocio.

—Pues, a pesar de eso, por ti lo haría. Aunque supiese que iba a quedarme sin los barcos. No estoy segura de que, metido en el jaleo, no intentases luego sacarlo a flote.

Carlos se sentó en el borde de la cama y cogió la mano de doña Mariana.

—Juan lo hará con toda la pasión, con toda la inteligencia, con toda la tenacidad de que es capaz un fanático. Le va en ello algo más importante que la vida.

Doña Mariana no contestó. La mano de Carlos permanecía entre la suya. La acarició. Se miraron, y Carlos sonrió.

—Que vengan a verme, pero conste que no prometo nada. Llevaré el asunto a mi abogado para que lo estudie y, después, ya veré lo que hago.

Carlos se levantó de un salto.

—Voy corriendo a la taberna. Juan espera allí.

—¡No prometas nada, que yo tampoco prometo!

—¿No le parece bastante decirles que usted les escuchará?

Se puso la gabardina y salió corriendo. El viento le batía en el rostro y los goterones de lluvia le lastimaban. Tuvo que volver atrás y meterse en el carricoche. Lo dejó luego en una calleja resguardada y entró en la tasca del
Cubano
.

Estaba oscuro el interior y habían encendido velas. Juan y algunos más, hasta doce, se habían sentado alrededor de unas mesas. Carmiña atendía a la parroquia.

Al entrar Carlos todos callaron, todos se volvieron hacia él, todos le miraron. Había en sus rostros ansiedad y un poco de temor.

El
Cubano
se levantó.

—Venga para aquí. Siéntese aquí, don Carlos.

—Buenos días a todos.

Se levantaron también los demás, y algunos se quitaron las boinas. Carlos se sentó junto a Aldán. Le trajeron en seguida una taza de tinto, y Carmiña pidió a voces «unos calamares para el señor Deza, que estén bien calientes».

—Espere. Traeré una vela. Con este tiempo parece de noche.

Vertió esperma en la tabla de la mesa y afianzó en ella una vela nueva. Nadie había hablado. Un soplo de aire, venido de alguna puerta abierta, apagó la llama, y Juan dijo algo sobre el mal tiempo. Un pescador respondió, con voz honda, que así llevaban dos semanas y que no había qué comer.

—A mí se me están acabando las existencias, y como nadie puede pagarme, no tengo dinero para reponer lo gastado —comentó el
Cubano
.

—Porque usted no sabe lo que hace en una casa de pobres tener el pescado gratis. Con un puerco que se cría, y perdone, y el jornal, da para vivir. Pero a estas alturas, el cerdo ya va comido y hay que comprarle todo, y con un mal caldo de patatas y berzas el cuerpo no queda contento.

—Y que siempre hace falta ropa y con el frío los rapaces no pueden andar descalzos.

Una mujer que esperaba junto al mostrador se acercó al grupo.

—Y vosotros, condenados, que no podéis pasar sin el vino, que Dios confunda.

—Con algo hay que calentarse.

—Pues quedaros en cama, como se quedan otros que son tan buenos como vosotros y también gustan de echar un párrafo con los amigos.

Carmiña trajo un plato de calamares fritos y lo puso delante de Carlos.

—Ya ve —dijo el
Cubano
—. Con dos reales, un plato de calamares fritos debía estar bien pagado. Pues como los traen de fuera, y a mí ya me cuestan seis. Luego ponga el aceite, y el trabajo, y algo que uno tiene que ganar. Salen en dos pesetas, la tercera parte del jornal de un marinero.

Estaban doradas, calientes, fragantes, las ruedas de calamar.

—Pues con eso, y un pedazo de pan, come un hombre al mediodía —dijo la mujer que había hablado antes, y se volvió al mostrador. Desde allí añadió—: Donde hay cinco son diez pesetas.

—Esto será para todos, ¿verdad? —preguntó Carlos un poco avergonzado.

—La casa quiere convidarle. No lo despreciará —dijo Carmiña desde el mostrador.

—Pero la casa no me prohibirá que yo convide, a mi vez, a estos amigos. Es decir, no yo, sino doña Mariana. Vengo de parte de ella.

—¿Qué te dijo? Juan intentaba dominar la ansiedad, pero sus manos, escuálidas, temblaban al coger la tacilla del vino.

—Doña Mariana quiere a los pescadores. Eso lo saben ustedes. Los barcos son un mal negocio, y otra persona se hubiera deshecho de ellos. Porque no es lo mismo perder un año y ganar otro, que perder cinco años seguidos. Es evidente que doña Mariana lo sostiene por no dejar en la calle a sesenta o setenta familias.

—Bueno. Pero de lo otro, de lo nuestro…

—Admite entrar en conversaciones. Es decir, que hablará con ustedes, que estudiará el proyecto. Necesita garantías.

—No se trata de que pierda la propiedad de los barcos. Creo que eso te lo he explicado bien.

—Me refiero a garantías de otra naturaleza. Por precaria que sea su situación, los pescadores cuentan con unos ingresos mínimos seguros; necesita saber que, en cualquier caso, no saldrán perjudicados. La propiedad de los barcos no le preocupa.

—Entonces cosa hecha. ¿Cómo van a perjudicarse a sí mismos los pescadores? —al
Cubano
le temblaba la voz de júbilo—. Se trata precisamente de que se encarguen ellos de sus propios intereses. Ya le habrá explicado el señor Aldán que se formará un comité con los patrones de cada barco y un diputado por la tripulación. Se pagarán jornales y se hará un reparto equitativo de las ganancias, después de deducir los gastos y de constituir un fondo de reserva. Yo entiendo algo de eso; en Cuba trabajé en régimen de cooperativa, que es algo parecido a lo que nosotros queremos.

—Pero ¿y si no hay ganancias? ¿Si se sigue perdiendo como hasta ahora? ¿Cómo cubrirán el déficit?

Juan se adelantó hacia el plato de los calamares, que empezaba a vaciarse, una mano tajante, afirmativa.

—Se está enfocando mal la cuestión. Los pescadores agradecen a doña Mariana su interés, pero ahora no se trata de paternalismos, sino de reconocer a un grupo de trabajadores capacidad para administrarse. Para mí es algo que, si se pone en duda, atenta contra la dignidad del proletariado. En todo caso, reconocida la buena voluntad de doña Mariana, también se la puede acusar de mala administración o, más bien, de torpeza en el enfoque del negocio y, por tanto, de perjudicar a sus asalariados. Claro está —añadió en seguida cerrando la mano y retirándola— que ella no puede comprender que los intereses de los trabajadores jueguen en este asunto con el mismo derecho que los suyos propios. Sería pedir peras al olmo que una mente capitalista se superase a sí misma y alcanzase el sentido de la solidaridad humana necesario para llegar a semejante comprensión. Nosotros no hemos planteado jamás el problema en esos términos. Nosotros…

—Ustedes, de momento, tienen suficiente con saber que doña Mariana se aviene a hablar sobre el asunto —Carlos se dirigió al
Cubano
—. ¿No es así?

El
Cubano
miraba a Juan y parecía esperar que continuase. Pero Juan no respondió.

—Así será —dijo, pasado un instante de espera, el
Cubano
.

—Vivimos en un estado capitalista y, quiéranlo o no, tendrán que moverse y trabajar dentro del sistema capitalista. Por dentro, pueden ustedes organizarse como quieran. Para los demás, el sindicato será el arrendatario de unos barcos…

—De momento —dijo Juan.

—De momento, claro. Mañana, ¿qué sabemos?

Carlos apuró el vino y se levantó.

—He terminado mi embajada y tengo que irme. Si quieres —se dirigió a Juan— te llevo a casa. Tengo ahí el carricoche.

—Bueno.

—Para celebrarlo, doña Mariana convida.

El Cubano
rechazó el dinero, pero Carlos le rogó que lo aceptase. Salió con Juan, se metieron en el carricoche. Pasaron, en silencio, dos o tres manzanas.

Juan iba metido en sí, puestos los ojos en las orejas de «Bonito» o, más bien, en el cascabel que las coronaba. A Carlos le había salido una sonrisa artificial, prolongada demasiado tiempo. Hasta que dijo:

—¿No estás contento?

Juan le miró sin contestarle.

—Todo salió a pedir de boca —continuó Carlos—. No quiero decirte con esto que a la Vieja la haya hecho feliz el asunto, pero lo ha tomado con mucho mejor ánimo de lo que yo esperaba. Yo lo daría por hecho.

—Como generosidad de la Vieja, ¿no? Como un regalo o una limosna.

—Llámalo como quieras. ¿Qué más da? Si la explotación colectiva de la pesca va a resolver el hambre de los pescadores, se acabó el hambre.

—¿Y la justicia? ¿Es que no te importa nada la justicia?

—Es algo de lo que esta mañana no hemos tratado en absoluto.

—Es algo que quizá no hayamos mentado, pero que iba implícito en mis palabras. Porque aquí hay dos cuestiones, y me extraña que tú, tan analista, no lo hayas advertido. El hambre de los pescadores, aparente consecuencia de un negocio mal llevado, lo es, en realidad, de una injusticia. No se restituye la justicia dando de comer a los hambrientos, sino que el hambre tiene que desaparecer por haberse restituido la justicia. ¿Entiendes? Si el asunto se resuelve por el camino que lleva, permanecerá la injusticia.

—¿Es eso lo que piensas decir a doña Mariana cuando reciba al famoso comité? «Señora, según las leyes vigentes usted es propietaria de los barcos. Aparentemente, con el pago de unos salarios, usted cumple. Ahora bien: las leyes vigentes fueron hechas por propietarios para defensa de la propiedad; las leyes amparan al robo. Si usted quiere ser justa reconozca que, al detentar la propiedad de los barcos, la usurpa a los verdaderos propietarios, a los propietarios en justicia, que son los trabajadores. Mientras no lo reconozca así, por mucha que sea su buena voluntad, por grande que sea su generosidad, tendremos que considerarla como una explotadora, como una sanguijuela de sangre humana, como una…»

Juan se revolvió contra él.

—¿Bien? ¿Y qué? ¿Qué sucedería si lo dijese?

—Sucedería que doña Mariana os mandaría a paseo y las cosas seguirían como están o peor.

—Pero en alguna parte se habría oído la voz de la verdad y de la justicia.

—¿Quién lo duda? Y los hambrientos te llamarían imbécil por haberlo hecho. A los pescadores les importa un bledo la justicia. Lo que quieren es comer mejor, y como tú los has convencido de que la explotación colectiva de la pesca mejorará su suerte, están ilusionados con eso. Tú no eres un fanático, Juan, sino un hombre inteligente, y sabes que detrás de las grandes palabras que les diriges, y de las que sólo perciben el ruido, sólo entienden una cosa: vivir con desahogo. El régimen no les importa. La monarquía, la república burguesa o la libertaria son buenas o malas según les vaya a ellos. Y eso me parece lógico. Pero de todo eso se deduce una verdad que te empeñas en no reconocer: ninguno de ellos es verdaderamente revolucionario, ninguno apetece un cambio radical de la sociedad. Sólo tú lo eres.

—¿Y no basta?

—Quizá a ti te baste. Pero si tu conducta se apoya en una falsedad, tu situación será bastante precaria.

—He insistido esta mañana en que yo no cuento para nada en este asunto. Soy un mero instrumento, sólo por el hecho de que sé escribir y de que entiendo un poco más que ellos de ciertos asuntos. Quiero que no lo olvides.

—Descuida. No lo olvidaré. Pero, por ti mismo, me gustaría te considerases como algo más que instrumento. Quizá en un mundo distinto, en un mundo que todavía no existe, un hombre pueda satisfacerse no siendo más que eso, instrumento; pero en el nuestro, al que perteneces lo mismo que yo, todo hombre es un fin.

Juan buscaba algo en los bolsillos.

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