Los gozos y las sombras (139 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

BOOK: Los gozos y las sombras
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—¿Venderlo? ¿Y la casa también?

—Todo. La casa, y las tierras, y cuanto no pueda llevarme. ¡Y es tan poco lo que necesitamos mi padre y yo! Para amueblar una casa pequeña no valen la pena muebles tan grandes y tan pesados. Pienso quedarme con las ropas, y la plata, y algunas chucherías bonitas que he visto por allí. Lo demás…

Doña Angustias volvió a inclinarse, volvió a buscar la mirada de su hijo.

—¿Tú oyes, Cayetano?

—Sí, mamá, y no me extraña. Si esta señorita no se queda en Pueblanueva, ¿para qué quiere tanto cachivache? Doña Mariana vivía de una manera que ya no se usa por el mundo. La gente, ahora, es más sencilla y no necesita palacios ni montañas de muebles.

—¡Ay, hijo, pero una buena casa es siempre una buena casa!

Doña Angustias se aproximó a Germaine y la cogió del brazo. En aquel momento Germaine se llevaba a los labios la taza del café. Vaciló y derramó un poquito sobre la falda.

Doña Angustias acudió en seguida a una servilleta. «No se preocupe.» Llamó a la criada, pidió un sifón y, con la servilleta mojada en agua de seltz, limpió repetidas veces la mancha. Cayetano la contemplaba sin pestañear, sin mover los labios ni la cara.

—Y dígame, ¿ya tiene usted comprador?

—No he hablado de esto con nadie más que con ustedes.

—Pues por ahí ya se dice que usted se marcha y que lo vende todo —intervino Cayetano.

—A mí también me lo dijeron en la iglesia. Y en seguida pensé que si se pone usted en manos de cualquiera perderá mucho dinero. Porque querrán aprovechar la prisa.

—Pero, mamá, ¿a quién conoces que tenga dinero suficiente…? Porque los bienes de esta señorita no valen cuatro cuartos.

—Sí, claro. Como tener, sólo nosotros…

Cayetano se echó atrás en el sofá y entornó la mirada.

—Tampoco nosotros lo tenemos, mamá.

—¿Cómo? ¿Qué dices?

Se le había cuajado el asombro en la cara y lo manifestaba, no a su hijo, sino a Germaine, como preguntándole: «¿Ha visto usted qué cosas se le ocurren a mi hijo?».

—Digo lo que has oído, mamá. Somos ricos, pero en esta ocasión no tenemos dinero. Nuestro dinero ha pasado, en buena parte, a esta señorita.

Se apartó un poco; luego se levantó, acercó una silla a la mesa y se sentó de modo que viera directamente a su madre y a Germaine y que ellas le vieran también. Empezó a liar un cigarrillo.

—Doña Mariana Sarmiento poseía ciertas acciones de nuestro negocio. Doña Mariana Sarmiento dejó dispuesto que se vendieran y que el producto de la venta se repartiera entre su sobrina y un señor que está en América. Carlos cumplió lo dispuesto en el testamento y yo compré. Me costaron mucho dinero, todo el dinero de que podía disponer.

Sonrió a Germaine y a su madre.

—Lo siento, pero no podremos comprar sus bienes.

—Pero… —doña Angustias temblaba— ¿no has dicho que somos ricos? ¡Somos dueños del astillero! ¡Y de muchas cosas más, Cayetano: casas y tierras! Has comprado lo de todo el mundo. No hace muchos meses compraste el pazo de Aldán, que es una ruina y no sirve para nada.

—Entonces todavía teníamos dinero.

Doña Angustias cruzó los brazos enérgicamente.

—No puedo creerte, hijo. Es como si me dijeras…

Cayetano dejó caer el brazo sobre la mesa. Tenía el cigarrillo en la mano y la ceniza se desprendió.

—Supongamos que los bienes que esta señorita quiere vender valen un millón de pesetas. ¿Quién duda que si las pido habrá quien me las preste? Pero el crédito de mi negocio me prohíbe pedir, ¿comprendes? Y mucho más ahora, que estamos en un aprieto.

Su mirada se detuvo en los ojos de Germaine.

—Porque nuestro negocio está en un aprieto. Sería largo de explicar, pero tiene que ver con la venta de esas acciones. Carlos lo sabe.

—¡Dios mío, Cayetano!

—En otra ocasión hubiéramos comprado de muy buena gana el palacio de doña Mariana con todo lo que tiene dentro. Y lo hubiera pagado en lo que vale, porque soy honrado en mis negocios.

Doña Angustias juntó las manos.

—Pero ¿ni el salón podremos comprar? ¿Aquella alfombra, y aquellos sillones, y la lámpara, y los retratos…? Esas cosas tan buenas no pueden ir a parar a cualquiera. ¡Con tirar un tabique, lo acomodaríamos en nuestra sala…!

Cayetano la miró con mezcla de ternura y dolor. Bajó la cabeza.

—Depende del precio. Quizá Carlos lo ponga todo muy caro.

Germaine preguntó bruscamente:

—¿Por qué Carlos?

—Sólo él puede hacer y deshacer…, tengo entendido.

—Espero que en este asunto no intervenga para nada.

Cayetano golpeaba la mesa con los dedos y aplastaba sobre el mantel las briznas de ceniza.

—Usted no es muy amiga de él, ¿verdad?

Germaine parpadeó y movió las manos nerviosamente. Bajó los ojos sin contestar.

—Lo comprendo. No es fácil hacerse amigo de Carlos. Tiene un extraño carácter. Sin embargo…

Calló también. Su madre había enlazado las manos, recogidas contra el pecho, y no dejaba de mirarle, incomprensiva.

—… Tiene eso que se llama un fondo noble. Me consta que con el dinero de usted pudo haber hecho un buen negocio, un negocio limpio y seguro…

Germaine interrumpió:

—¿Con mi dinero?

—¿Por qué no? Legalmente pudiera haber hecho eso o cualquier otra cosa. Estaba autorizado por el testamento. Y se negó a tocarlo…

Cayetano apartó la silla y se levantó.

—Yo no lo apruebo. Ese dinero, él lo sabe, hubiera evitado un peligro, hubiera permitido hacer frente a una posible situación de paro en el pueblo. Quizá usted no pueda comprender que el cierre de los astilleros sería una catástrofe. Pueblanueva del Conde vive de los jornales que pago todos los sábados. Sin usted, estoy seguro de que Carlos Deza hubiera obrado más razonablemente.

Se apoyó en el respaldo de la silla, un poco inclinado hacia Germaine.

—No entenderá usted mi manera de pensar. Y si le digo que soy socialista, quizá tampoco lo entienda. Usted es una cantante, vivé en otro mundo, en un mundo en que todo es lujo, en que se vive del dinero que sobra a los ricos. Para usted el dinero será algo de uso estrictamente personal. Reconozco que doña Mariana pensaba lo mismo y no me extraña en absoluto que usted lo piense. Pero Carlos sabe que el dinero tiene obligaciones, y las hubiera cumplido si no se creyera más obligado a usted. Es un caballero, ‘es decir, un hombre que razona sólo hasta cierto punto, pasado el cual, obedece a ciegas a unos principios de conducta cuya bondad o maldad no se paró a pensar. Pero yo soy un hombre de negocios…

Se irguió y miró el reloj.

—Tengo que marcharme. Mis astilleros no funcionan sin mí, ¿comprende? Sepa, sin embargo, que ese dinero que usted va a llevarse, y el otro que se llevará un señor que vive en la Argentina, servían para crear riqueza. Usted, seguramente…

Hablaba en tono seco, cada vez más seco. Su mirada tropezó con la de doña Angustias, suplicante. Se interrumpió.

—Bueno. ¿A qué viene todo esto? Usted no entiende de negocios.

Le tendió la mano.

—He tenido mucho gusto en conocerla. Espero que la veré antes de marcharse.

—¡Oh, claro que la verás! Esta misma tarde. Germaine se va a quedar aquí, a merendar conmigo y con otras amigas, y seguramente querrá cantar algo… ¿Verdad que cantará para nosotros?

—Si a ustedes les agrada…

—¡Naturalmente! Y Cayetano la escuchará. A la hora de la merienda, ya lo sabes.

Esperó a que Cayetano saliera. Inmediatamente se volvió a Germaine y la agarró del brazo.

—No haga caso a mi hijo. Es bueno como el pan, pero los negocios lo traen muy preocupado. Y en cuanto a comprar, ya hablaré yo con él. Sería la primera vez que negase lo que su madre le pide.

Cuando Paquito vino a traer recado de que el padre Eugenio acababa de llegar, entró en la habitación de la torre con un ataque de risa y tardó unos minutos en decir a qué venía. Por fin, lo dijo, y explicó que el fraile le daba risa sin poderlo remediar; le daba risa por lo serio y por lo fúnebre y también porque todos los eclesiásticos le daban risa, unos más que otros, y éste más que ninguno.

—Es cuestión de las sotanas, don Carlos, y no por nada malo. ¿Por qué coño les gustará vestir de faldas? Si, además, llevan pantalones por debajo. Hoy se le ven al fraile; se conoce que anda con la sotana subida.

Salió pitando. La casa retumbó de sus zancadas y el temblor se perdió en el fondo del pasillo. Carlos estaba sentado junto al fuego, metido en sí. Se levantó rápidamente y se situó en el hueco de la ventana, contra la claridad que venía del sol vespertino, una —claridad que doraba el aire de la habitación y el banco de las paredes. Esperó allí a que el fraile llegase. Cuando le vio aparecer al cabo del pasillo, le espetó:

—¿Con qué pelea san Jorge esta tarde? ¿Con lanza o con espada?

El fraile entró y cerró la puerta. Echó la capa en el sofá y quedó de pie, mirando la silueta oscura de Carlos y un poco deslumbrados sus ojos.

—No vengo a pelear, sino a razonar.

—La leyenda no dice que el dragón fuera un ente razonable, sino terrible. Un personaje instintivo y fogoso, sin la menor idea de la justicia.

—Pero usted la tiene.

—Eso he creído siempre. Cuando niño también me creía guapo, porque mi madre me lo llamaba a todas horas. Sin embargo, a la vista está que no. lo soy.

Abandonó el hueco de la ventana riendo y empujó al fraile hacia un asiento junto a la chimenea.

—Ande. Siéntese y tome algo. Hace mucho frío y nosotros vamos a tener, probablemente, una acalorada disputa. Un poco de aguardiente nos dará el calor.

El fraile se sentó.

—¿Por qué bromea?

—Para desarmarlo, padre. Le. tengo muchísimo respeto y, además, conozco la debilidad de mis defensas —trajo el aguardiente y copas—. Créame: ninguna diosa bajó al infierno a robarlas para mí. En cambio, las de san Jorge son siempre armas celestes.

Sirvió el aguardiente y dejó sobre la mesa un paquete de cigarrillos. El fraile cogió uno y se inclinó para encenderlo en una brasa. Carlos echó un trago.

—Si quiere café, puedo pedirle al loco que nos lo haga. Ya conoce el intríngulis de la cafetera.

—No, gracias.

—Entonces, empiece. ¿Qué le ha contado la niña? ¿Qué quejas tiene de mí? ¿Le parece poco lo que le ofrezco y lo quiere todo? Acerca de eso ya le di la respuesta. ¿O es que está arrepentida?

El fraile puso cara de extrañeza.

—No lo entiendo.

—¿No viene usted mandado por Germaine?

—¿Quién se lo dijo?

—A cualquiera se le ocurre, después de la escena que tuvimos aquí mismo esta mañana.

—¿Es que se han peleado?

—Pelear, exactamente, no. Pusimos las cartas boca arriba y, al final, quedamos de acuerdo, pero no amigos. Si usted hubiera llegado con otra cara, pensaría que venía a concretar ciertos detalles. Pero la cara que usted traía parecía más bien de reprimenda. Llegó usted revestido de armas resplandecientes y me dio miedo.

—¿Por qué la ha engañado?

Carlos empezó a reír. Riendo, encendió su cigarrillo y no respondió hasta haberlo chupado un par de veces.

—¡Ah! ¿Es sólo por eso?

—Me parece un acto…, ¿cómo le diría?

—Inmoral. ¿O prefiere usted vil? Quizá. Pero sólo desde su punto de vista.

—No desde mi punto de vista, sino desde el de Jesucristo. «El que llama
raca
a su hermano, reo es del infierno.» Llamar
raca
es despreciar, y todo el que desprecia…

Carlos alzó las manos.

—Ya sé. Me lo contó usted el otro día: la doctrina angélica del padre Hugo y todo lo demás. Pero yo no he despreciado a Germaine, puede creérmelo, ni he intentado burlarme de ella. Sólo pretendí ponerme a tono, y no por nada, sino por razones de equilibrio. Lo que siento de veras es no haber podido invitar al pueblo entero, usted incluido, para que conmigo ofreciesen a Germaine una representación gigantesca.

Algunas de las personas con que trató, singularmente, debieran haberse enmascarado. Pienso, por ejemplo, en Clara Aldán. Clara Aldán lleva su drama a flor de piel. Sé que han hablado una o dos veces, y me alegro de no haber estado presente. El contraste habrá sido demasiado violento. Y esta tarde, en casa de Cayetano… ¿Cómo se habrá portado el ogro? ¿Se habrá dado cuenta de que no debía mostrar las uñas, porque sus uñas son demasiado dramáticas? Aunque es posible que me equivoque. Germaine es tan enérgicamente vulgar, que su vulgaridad arrolla, contagia, lo domina todo, todo lo vulgariza. Quizá Cayetano se haya olvidado de que es el ogro y se haya portado con ella como. un correcto dependiente de comercio. ¿Quién sabe? La fuerza de la vulgaridad es mucha y Germaine la lleva en la punta de los dedos como una carga eléctrica.

Se enderezó en el asiento y alargó contra el fraile un índice extendido.

Juzgue por usted mismo, padre. Su situación ante Germaine debería haber sido, al menos para usted, tremendamente dramática. Ella es la hija de quien es, etcétera. Pero dígamela verdad: ¿lo recordó usted una sola vez desde que la conoció, desde aquel momento emocionante en que se encontraron y se hablaron en francés? ¿No resultó, más bien, que se sintió atraído al terreno de ella y, sobre todo, al problema de ella?

Dejó caer el brazo.

—Germaine es vulgar y yo me he puesto a tono: eso fue todo. Confieso, sin embargo, que un par de veces he intentado sacarla de su terreno y traerla al nuestro. Por obligación moral, ¿me entiende?, a sabiendas de que no conseguiría nada. Y nada conseguí. Su fuerza es enorme. Si se quedase en Pueblanueva transformaría al pueblo, lo haría apacible sólo con cantar los domingos en la plaza pública el aria de
La Traviata
. ¿Qué estará pasando ahora mismo en casa de Cayetano? ¡No quiero pensarlo, padre Eugenio! Pero si Germaine canta delante de él, habrá que replantear la situación en Pueblanueva y considerar ese importante factor. Cayetano domado, mejor dicho, vulgarizado por la música de Verdi. ¿Será posible? Y sobre todo, ¿bastará con una sesión, o hará falta que Germaine prolongue unos días su estancia y repita la visita al astillero?

Se levantó. El padre Eugenio le había escuchado sin mirarle. Carlos se acercó a la mesa cargada de libros, se apoyó en ella y movió las manos, como enlace mudo de sus palabras.

—Y no crea usted que desprecio la vulgaridad. ¡Dios me libre! La vulgaridad es muy aconsejable y son muchos los que la proponen como remedio de los males humanos. Pongamos el caso de usted y el de Germaine: usted no es feliz, usted sufre, y ella también sufre y tampoco es feliz. Pero si se lleva consigo un millón de pesetas dejará de sufrir y de ser desdichada. A usted, en cambio, nada de este mundo podría remediarle. Porque usted no es vulgar y ella sí. Imagine ahora que todos los dolores de la humanidad fuesen dolores vulgares, dolores curables con dinero o con algo que puede hallarse y tenerse. ¿Quién duda que habría más felicidad y que podríamos esperar ser todos felices algún día? Usted, y yo, y Clara, y hasta Cayetano. Los apóstoles del futuro predicarán la vulgaridad obligatoria y los políticos la impondrán por la fuerza de una pedagogía debidamente orientada. Y en ese mundo, que ya empieza a existir, que ya existe en parte desde siempre, Germaine será estrella, una estrella a escala internacional, pasajera de los grandes transatlánticos, huésped de los grandes hoteles, cliente de los grandes modistos y, si hace falta para mantenerse en la primera fila de la actualidad, protagonista de los grandes escándalos.

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