Por alguna razón misteriosa sintió que en ese instante revivían en él las emociones que experimentó un domingo en el seminario, poco antes de recibir las órdenes menores. El rector lo había autorizado para hacer uso de su biblioteca particular y él permanecía durante horas y horas ( especialmente los domingos) sumergido en la lectura de unos libros amarillos, olorosos a madera envejecida, y con anotaciones en latín hechas con los garabatos minúsculos y erizados del rector. Un domingo, después de que había leído durante todo el día, entró el rector a la habitación y se apresuró, azorado, a recoger una tarjeta que evidentemente se había caído de entre las páginas del libro que él leía. Presenció la ofuscación de su superior con discreta indiferencia, pero alcanzó a leer la tarjeta. Sólo había una frase, escrita a tinta morada con letra nítida y recta:
Madame Ivette est morte cette nuit
. Más de medio siglo después, viendo una mancha de gallinazos sobre un pueblo olvidado, se acordó de la expresión taciturna del rector, sentado frente a él, malva al crepúsculo y con la respiración imperceptiblemente alterada.
Impresionado por aquella asociación, no sintió entonces calor sirio precisamente todo lo contrario, un mordisco de hielo en las ingles y la planta de los pies. Sintió pavor, sin saber cuál era la causa precisa de ese pavor, enredado en una maraña de ideas confusas, entre las que era imposible diferenciar una sensación nauseabunda y la pezuña de Satanás atascada en el barro y un tropel de pájaros muertos cayendo sobre el mundo, mientras, él, Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar, permanecía indiferente a ese acontecimiento. Entonces se irguió, levantó una mano asombrada como para iniciar un saludo que se perdió en el vacío, y exclamó aterrorizado: «El Judío Errante».
En ese momento pitó el tren. Por primera vez en muchos años él no lo oyó. Lo vio entrar en la estación, envuelto en una densa humareda, y oyó la granizada de cisco contra las láminas de cinc oxidado. Pero eso fue como un sueño remoto e indescifrable, del cual no despertó por completo hasta esa tarde, un poco después de las cuatro, cuando dio los últimos toques al formidable sermón que pronunciaría el domingo. Ocho horas después fueron a buscarlo para que administrara la extremaunción a una mujer.
De manera que el padre no supo quién llegó esa tarde en el tren. Durante mucho tiempo había visto pasar los cuatro vagones desvencijados y descoloridos, y no recordaba que alguien hubiera descendido de ellos para quedarse, al menos en los últimos años. Antes era distinto, cuando podía estar una tarde entera viendo pasar un tren cargado de banano; ciento cuarenta vagones cargados de frutas, pasando sin pasar, hasta cuando pasaba, ya entrada la noche, el último vagón con un hombre colgando una lámpara verde. Entonces veía el pueblo al otro lado de la línea —ya encendidas las luces— y le parecía que, con sólo verlo pasar, el tren lo había llevado a otro pueblo. Tal vez de ahí vino su costumbre de asistir todos los días a la estación, incluso después de que ametrallaron a los trabajadores y se, acabaron las plantaciones de bananos y con ellas los trenes de ciento cuarenta vagones, y quedó apenas ese tren amarillo y polvoriento que no traía ni se llevaba a nadie.
Pero ese sábado llegó alguien. Cuando el padre Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar se alejó de la estación, un muchacho apacible, con nada de particular aparte de su hambre, lo vio desde la ventana del último vagón en el preciso instante en que se acordó de que no comía desde el día anterior. Pensó:
Si hay un cura debe haber un hotel
. Y descendió del vagón y atravesó la calle abrasada por el metálico sol de agosto y penetró en la fresca penumbra de una casa situada frente a la estación donde sonaba el disco gastado de un gramófono. El olfato, agudizado por el hambre de dos días, le indicó que ese era el hotel. Y ahí penetró, sin ver la tablilla: Hotel Macondo; un letrero que él no había de leer en su vida.
La propietaria estaba encinta con más de cinco meses. Tenía color de mostaza y la apariencia de ser idéntica a su madre cuando su madre estaba encinta de ella. Él pidió «un almuerzo lo más rápido que pueda» y ella, sin tratar de apresurarse, le sirvió un plato de sopa con un hueso pelado y picadillo de plátano verde. En ese instante pitó el tren. Envuelto en el vapor cálido y saludable de la sopa, él calculó la distancia que lo separaba de la estación e inmediatamente después se sintió invadido por esa confusa sensación de pánico que produce la pérdida de un tren.
Trató de correr. Llegó basta la puerta, angustiado, pero aún no había dado un paso fuera del umbral cuando se dio cuenta de que no tenía tiempo de alcanzar el tren. Cuando volvió a la mesa se había olvidado de su hambre; vio, junto al gramófono, una muchacha que lo miraba sin piedad, con una horrible expresión de perro meneando la cola. Por primera vez en todo el día se quitó entonces el sombrero que le había regalado su madre dos meses antes, y lo aprisionó entre las rodillas mientras acababa de comer. Cuando se levantó de la mesa no parecía preocupado por la pérdida del tren ni por la perspectiva de pasar un fin de semana en un pueblo cuyo nombre no se ocuparía de averiguar. Se sentó en un rincón de la sala, con los huesos de la espalda apoyados en una silla dura y recta, y permaneció allí largo rato, sin escuchar los discos hasta que la muchacha que los seleccionaba, dijo:
—En el corredor hay más fresco.
Él se sintió mal. Le costaba trabajo iniciarse con los desconocidos. Le angustiaba mirar a la gente a la cara y cuando no le quedaba otro recurso que hablar, las palabras le salían diferentes a como las pensaba. «Si», respondió. Y sintió un ligero escalofrío. Trató de mecerse, olvidado de que no estaba en una mecedora.
—Los que vienen aquí ruedan una silla para el corredor que es más fresco —dijo la muchacha. Y él, oyéndola, se dio cuenta con angustia de que ella tenía deseos de conversar. Se arriesgó a mirarla, en el instante en que le daba cuerda al gramófono. Parecía estar sentada allí desde hacia meses, años quizás, y no manifestaba el menor interés en moverse de ese lugar. Le daba, cuerda al gramófono, pero su vida estaba fija en él. Estaba sonriendo.
—Gracias —dijo él, tratando de levantarse, de dar espontaneidad a sus movimientos.
La muchacha no dejó de mirarlo; dijo: —También dejan el sombrero en el percherito.
Esta vez sintió una brasa en las orejas. Se estremeció pensando en aquella manera de sugerir las cosas. Se sentía incómodo, acorralado, y otra vez sintió el pánico por la pérdida del tren. Pero en ese instante penetró a la sala la propietaria.
—¿Qué hace? —preguntó.
—Está rodando la silla para el corredor, como lo hacen todos —dijo la muchacha.
Él creyó advertir un acento de burla en sus palabras.
—No se preocupe —dijo la propietaria—. Yo le traeré un taburete.
La muchacha se rió y él se sintió desconcertado. Hacía calor. Un calor seco y plano, y estaba sudando. La propietaria rodó hasta el corredor un taburete de madera con fondos de cuero. Se disponía a seguirla cuando la muchacha volvió a hablar.
—Lo malo es que lo van a asustar los pájaros —dijo.
Él alcanzó a ver la mirada dura cuando la propietaria volvió los ojos hacia la muchacha. Fue una mirada rápida pero intensa.
—Lo que debes hacer es callarte —dijo, y se volvió sonriente hacia él. Entonces se sintió menos solo y tuvo deseos de hablar.
—¿Qué es lo que dice? —preguntó.
—Que a esta hora caen pájaros muertos en el corredor —dijo la muchacha.
—Son cosas de ella —dijo la propietaria. Se inclinó a arreglar un ramo de flores artificiales en la mesita de centro. Había un temblor nervioso en sus dedos.
—Cosas mías, no —dijo la muchacha—. Tú misma barriste dos antier.
La propietaria la miró exasperada. Tenia una expresión lastimosa y evidentes deseos de explicarlo todo, hasta cuando no quedara el menor rastro de duda.
—Lo que ocurre, señor, es que antier los muchachos dejaron dos pájaros muertos en el corredor para molestarla, y después le dijeron que estaban cayendo pájaros muertos del cielo. Ella se traga todo lo que le dicen.
Él sonrió. Le parecía muy divertida aquella explicación; se frotó las manos y se volvió a mirar a la muchacha que lo contemplaba angustiada. El gramófono había dejado de sonar. La propietaria se retiró a la otra pieza y cuando él se dirigía al corredor la muchacha insistió en voz baja:
—Yo los he visto caer. Créamelo. Todo el mundo los ha visto.
Y él creyó comprender entonces su apego al gramófono y la exasperación de la propietaria.
Sí —dijo compasivamente. Y después, moviéndose hacia el corredor—: Yo también los he visto.
Hacía menos calor afuera, a la sombra de los almendros. Recostó el taburete contra, el marco de la puerta, echó, la cabeza hacia atrás y pensó en su madre; su madre postrada en el mecedor, espantando las gallinas con un largó palo de escoba, mientras sentía que por primera vez él no estaba en la casa.
La semana anterior habría podido pensar que su vida era una cuerda lisa y recta, tendida desde la lluviosa madrugada de la última guerra civil en que vino al mundo entre las cuatro paredes de barro y cañabrava de una escuela rural, hasta esa mañana de junio en que cumplió 22 años y su madre llegó hasta su chinchorro para regalarle un sombrero con una tarjeta: «A mi querido hijo, en su día». En ocasiones se sacudía la herrumbre de la ociosidad y sentía nostalgia de la escuela, del pizarrón y del mapa de un país superpoblado por los excrementos de las moscas, y de la larga fila de jarros colgados en la pared debajo del nombre de cada niño. Allí no hacía calor. Era un pueblo verde y plácido, con unas gallinas de largas patas cenicientas que atravesaban el salón de clases para echarse a poner debajo del tinajero. Su madre era entonces una mujer triste y hermética. Se sentaba al atardecer a recibir el viento acabado de filtrar en los cafetales, y decía: «Manaure es el pueblo más bello del mundo»; y luego, volviéndose hacia él, viéndolo crecer sordamente en el chinchorro: «Cuando estés grande te darás cuenta de eso». Pero no se dio cuenta de nada. No se dio cuenta a los 15 años, siendo ya demasiado grande para su edad, rebosante de esa salud insolente y atolondrada que da la ociosidad. Hasta cuando cumplió los 20 años su vida no fue nada esencialmente distinta de unos cambios de posición en el chinchorro. Pero para esa época su madre, obligada por el reumatismo, abandonó la escuela que había atendido durante 18 años, de manera que se fueron a vivir a una casa de dos cuartos con un patio enorme, donde criaron gallinas de patas cenicientas como las que atravesaban el salón de clases. El cuidado de las gallinas fue su primer contacto con la realidad. Y había sido el único hasta el mes de julio, en que su madre pensó en la jubilación y consideró que ya el hijo tenía suficiente sagacidad para gestionarla. Él colaboró de manera eficaz en la preparación de los documentos, y hasta tuvo el tacto necesario para convencer al párroco de que alterara en seis años la partida de bautismo de su madre, que aún no tenía edad para la jubilación. El jueves recibió las últimas instrucciones escrupulosamente pormenorizadas por la experiencia pedagógica de su madre, e inició el viaje hacia la ciudad con doce pesos, una muda de ropa, el legajo de documentos y una idea enteramente rudimentaria de la palabra «jubilación», que él interpretaba en bruto como una determinada cantidad de dinero que debía entregarle el gobierno para poner una cría de cerdos.
Adormilado en el corredor del hotel, entorpecido por el bochorno, no se había detenido a pensar en la gravedad de su situación. Suponía que el percance quedaría resuelto al día siguiente con el regreso del tren, de suerte que ahora su única preocupación era esperar el domingo para reanudar el viaje y no acordarse jamás de ese pueblo donde hacía un calor insoportable. Un poco antes de las cuatro cayó en un sueño incómodo y pegajoso, pensando, mientras dormía, que era una lástima no haber traído el chinchorro. Entonces fue cuando se dio cuenta de que había olvidado en el tren el envoltorio de la ropa y los documentos de la jubilación. Despertó abruptamente, sobresaltado, pensando en su madre y otra vez acorralado por el pánico.
Cuando rodó el asiento hasta la sala se habían encendido las luces del pueblo. No conocía el alumbrado eléctrico, de manera que experimentó una fuerte impresión al ver las bombillas pobres y manchadas del hotel. Luego recordó que su madre le había hablado de eso y siguió rodando el asiento hasta el comedor, tratando de evitar los moscardones que estrellaban como proyectiles en los espejos. Comió sin apetito, ofuscado por la clara evidencia de su situación, por el calor intenso, por la amargura de aquella soledad que padecía por primera vez en su vida. Después de las nueve fue conducido al fondo de la casa, a un cuarto de madera empapelado con periódicos y revistas. A la medianoche se hallaba sumergido en un sueño pantanoso y febril, mientras a cinco cuadras de allí el padre Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar, tendido boca arriba en su catre, pensaba que las experiencias de esa noche reforzaban el sermón que tenía preparado para las siete de la mañana. El padre reposaba con sus largos y ajustados pantaloncillos de sarga, entre el denso rumor de los zancudos. Un poco antes de las doce había atravesado el pueblo para administrar la extremaunción a una mujer y se sentía exaltado y nervioso, de manera que puso los elementos sacramentales junto al catre y se acostó a repasar el sermón. Permaneció así varias horas, tendido boca arriba en el catre hasta cuando oyó el horario remoto de un alcaraván en la madrugada. Entonces trató de levantarse, se incorporó penosamente y pisó la campanilla y se fue de bruces contra el suelo áspero y sólido de la habitación.
Apenas se dio cuenta de sí mismo cuando experimentó la sensación terebrante que le subió por el costado. En ese momento tuvo conciencia de su peso total: juntos el peso de su cuerpo, de sus culpas y de su edad. Sintió contra la mejilla la solidez del suelo pedregoso que tantas veces, al preparar sus sermones, le había servido para formarse una idea precisa del camino que conduce al infierno. «Cristo», murmuró asustado, pensando: «Seguro de que nunca más podré ponerme en pie».
No supo cuánto tiempo permaneció postrado en el suelo, sin pensar en nada, sin acordarse siquiera de implorar una buena muerte. Fue como si, en realidad, hubiera estado muerto por un instante. Pero cuando recobró el conocimiento ya no sentía dolor ni espanto. Vio la raya lívida debajo de la puerta; oyó, remoto y triste, el clamor de los gallos, y se dio cuenta de que estaba vivo y de que recordaba perfectamente las palabras del sermón.