Cuando descorrió la tranca de la puerta estaba amaneciendo. Había dejado de sentir dolor y hasta le parecía que el golpe lo había descargado de su ancianidad. Toda la bondad, los extravíos y los padecimientos del pueblo penetraron hasta su corazón cuando tragó la primera bocanada de aquel aire que era una humedad azul llena de gallos. Luego miró en torno suyo, como para reconciliarse con la soledad, y vio a la tranquila penumbra del amanecer, uno, dos, tres pájaros muertos en el corredor.
Durante nueve minutos contempló los tres cadáveres, pensando, de acuerdo con el sermón previsto, que aquella muerte colectiva de los pájaros necesitaba una expiación. Luego caminó hasta el otro extremo del corredor, recogió los tres pájaros muertos y regresó a la tinaja y la destapó y uno tras otro echó los pájaros en el agua verde y dormida sin conocer exactamente el objetivo de aquella acción.
Tres y tres hacen media docena en una semana
, pensó, y un prodigioso relámpago de lucidez le indicó que había empezado a padecer el gran día de su vida.
A las siete había empezado el calor. En el hotel, el único comensal aguardaba el desayuno. La muchacha del gramófono no se había levantado aún. La propietaria se acercó y en ese instante parecía como si estuvieran sonando dentro de su vientre abultado las siete campanadas del reloj.
—Siempre fue que lo dejó el tren —dijo con un acento de tardía conmiseración. Y luego trajo el desayuno: café con leche, un huevo frito y tajadas de plátano verde.
Él trató de comer, pero no sentía hambre. Se sentía alarmado de que hubiera empezado el calor. Sudaba a chorros. Se asfixiaba. Había dormido mal, con la ropa puesta, y ahora tenía un poco de fiebre. Sentía otra vez el pánico y se acordaba de su madre, en el instante en que la propietaria se acercó a recoger los platos, radiante dentro de su traje nuevo de grandes flores verdes. El traje de la propietaria le hizo recordar que era domingo.
—¿Hay misa? —preguntó.
—Sí hay —dijo la mujer—. Pero es como si no hubiera porque no va casi nadie. Es que no han querido mandar un padre nuevo.
—¿Y qué pasa con el de ahora?
—Que tiene como cien años y está medio chiflado —dijo la mujer, y permaneció inmóvil, pensativa, con todos los platos en una mano. Luego dijo:
—El otro día juró en el púlpito que había visto al diablo y desde entonces casi nadie volvió a la misa.
De manera que fue a la iglesia, en parte por su desesperación y en parte por la curiosidad de conocer a una persona de cien años. Advirtió que era un pueblo muerto, con calles interminables y polvorientas y sombrías casas de madera con techos de cinc, que Parecían deshabitadas. Eso era el pueblo en domingo: calles sin hierba, casas con alambreras y un cielo profundo y maravilloso sobre un calor asfixiante. Pensó que no había ahí ninguna señal que permitiera distinguir el domingo de otro día cualquiera, y mientras caminaba por la calle desierta se acordó de su madre: «Todas las calles de todos los pueblos conducen inexorablemente a la iglesia o al cementerio». En este instante desembocó en una pequeña plaza empedrada con un edificio de cal con una torre y un gallo de madera en la cúspide y un reloj parado en las cuatro y diez.
Sin apresurarse atravesó la plaza, subió por los tres escalones del atrio e inmediatamente sintió el olor del envejecido sudor humano revuelto con el olor del incienso, y penetró en la tibia penumbra de la iglesia casi vacía.
El padre Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar acababa de subir al púlpito. Iba a iniciar el sermón cuando vio entrar a un muchacho con el sombrero puesto. Lo vio examinar con sus grandes ojos serenos y transparentes el templo casi vacío. Lo vio sentarse en el último escaño, la cabeza ladeada y las manos sobre las rodillas. Se dio cuenta de que era un forastero. Tenía más de 20 años de estar en el pueblo y habría podido reconocer a cualquiera de sus habitantes hasta por el olor. Por eso sabía que el muchacho que acababa de llegar era un forastero. En una mirada breve e intensa observó que era un ser taciturno y un poco triste y que tenía la ropa sucia y arrugada.
Es como si tuviera mucho tiempo de estar durmiendo con ella
, pensó, con un sentimiento que era una mescolanza de repugnancia y piedad. Pero después, viéndolo en el escaño, sintió que su alma desbordaba gratitud y se dispuso a pronunciar para él el gran sermón de su vida.
Cristo
—pensaba mientras tanto—,
permite que recuerde el sombrero para que no tenga que echarlo del templo
.
Y comenzó el sermón.
Al principio habló sin darse cuenta de sus palabras, Ni siquiera se escuchaba a sí mismo. Oía Apenas la melodía definida y suelta que fluía de un manantial dormido en su alma desde el principio del mundo. Tenía la confusa certidumbre de que las palabras estaban brotando precisas, oportunas, exactas, en el orden y la ocasión previstos. Sentía que un vapor caliente le presionaba las entrañas. Pero sabía también que su espíritu estaba limpio de vanidad y que la sensación de placer que le embargaba los sentidos no era soberbia, ni rebeldía, ni vanidad, sino el puro regocijo de su espíritu en Nuestro Señor.
En su alcoba, la señora Rebeca se sentía desfallecer, comprendiendo que dentro de un momento el calor se volvería imposible. Si no se hubiera sentido arraigada al pueblo por un oscuro temor a la novedad, habría metido sus cachivaches en un baúl con naftalina y se hubiera ido a rodar por el mundo, como lo hizo su bisabuelo, según le habían contado. Pero íntimamente sabía que estaba destinada a morir en el pueblo, entre aquellos interminables corredores y las nueve alcobas cuyas alambreras, pensaba, haría reemplazar por vidrios erizados, cuando cesara el calor. De manera que se quedaría allí, decidió (y esa era una decisión que tomaba siempre que ordenaba la ropa en el armario), y decidió también escribirle a «mi ilustrísimo primo» para que mandara un padre joven y poder asistir de nuevo a la iglesia con su sombrero de minúsculas flores de terciopelo y oír otra vez una misa ordenada y sermones sensatos y edificantes.
Mañana es lunes, pensó, empezando a pensar de una vez en el encabezamiento de la carta para el Obispo (encabezamiento que el coronel Buendía había calificado de frívolo e irrespetuoso) cuando Argénida abrió bruscamente la puerta alambrada y exclamó:
—Señora, dicen que el padre se volvió loco en el púlpito.
La viuda volvió hacia la puerta un rostro otoñal y amargo, enteramente suyo.
—Hace por lo menos cinco años que está loco —dijo. Y siguió aplicada a la clasificación de su ropa, diciendo—: Debe ser que volvió a ver al diablo.
—Ahora no fue el diablo —dijo Argénida.
—¿Y entonces a quién? —preguntó la señora Rebeca, estirada, indiferente.
—Ahora dice que vio al Judío Errante.
La viuda sintió que se le crispaba la piel. Un tropel de revueltas ideas entre las cuales no podía diferenciar sus alambreras rotas, el calor, los pájaros muertos y la peste, pasó por su cabeza al escuchar esas palabras que no recordaba desde las tardes de su infancia remota: «El Judío Errante». Y entonces, comenzó a moverse, lívida, helada, hacia donde Argénida la contemplaba con la boca abierta.
—Es verdad —dijo, con una voz que se le subió de las entrañas—. Ahora me explico por qué se están muriendo los pájaros.
Impulsada por el terror, se tocó con una negra mantilla bordada y atravesó como una exhalación el largo corredor y la sala recargada de objetos decorativos y la puerta de la calle y las dos cuadras que la separaban de la iglesia, en donde el padre Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar, transfigurado decía: «… Os juro que lo vi. Os juro que se atravesó en mi camino esta madrugada, cuando regresaba de administrar los santos óleos a la mujer de Jonás, el carpintero. Os juro que tenía el rostro embetunado con la maldición del Señor y que dejaba a su paso una huella de ceniza ardiente».
La palabra quedó trunca, flotando en el aire. Se dio cuenta de que no podía contener el temblor de las manos, de que todo su cuerpo temblaba y que por su columna vertebral descendía lentamente un hilo de sudor helado. Se sentía mal, sintiendo el temblor y sintiendo la sed y una fuerte torcedura en las tripas y un rumor que resonó como la profunda nota de un órgano en sus entrañas. Entonces se do cuenta de la verdad.
Vio que había gente en la iglesia y que por la nave central avanzaba la señora Rebeca, patética, espectacular, con los brazos abiertos y el rostro amargo y frío vuelto hacia las alturas. Confusamente comprendió lo que estaba ocurriendo y hasta tuvo la lucidez suficiente para comprender que habría sido vanidad creer que estaba patrocinando un milagro. Humildemente apoyó las manos temblorosas en el borde de madera y reanudó el discurso.
—Entonces caminó hacia mí —dijo. Y esta vez escuchó su propia voz convincente, apasionada—. Caminó hacia mí y tenía los ojos de esmeralda y la áspera pelambre y el olor de un macho cabrío. Y yo levanté la mano para recriminarlo en el nombre de Nuestro Señor, y le dije: «Deténte. Nunca ha sido el domingo buen día para sacrificar un cordero».
Cuando terminó había empezado el calor. Ese calor intenso, sólido y abrasante de aquel agosto inolvidable. Pero el padre Antonio Isabel ya no se daba cuenta del calor. Sabía que ahí, a sus espaldas, estaba el pueblo otra vez postrado, sobrecogido por el sermón, pero ni siquiera se alegraba de eso. Ni siquiera se alegraba con la perspectiva inmediata de que el vino le aliviara la garganta estragada. Se sentía incómodo y desadaptado. Se sentía aturdido y no pudo concentrarse en el momento supremo del sacrificio. Desde hacia algún tiempo le ocurría lo mismo, pero ahora fue una distracción diferente porque su pensamiento estaba colmado por una inquietud definida. Por primera vez en su vida conoció entonces la soberbia. Y tal como lo había imaginado y definido en sus sermones, sintió que la soberbia era un apremio igual a la sed. Cerró con energía el tabernáculo, y dijo:
—Pitágoras.
El acólito, un niño de cabeza rapada y lustrosa, ahijado del padre Antonio Isabel y a quien éste había puesto nombre, se acercó al altar.
—Recoge la limosna —dijo el sacerdote.
El niño pestañeó, dio una vuelta completa y luego dijo con una voz casi imperceptible:
—No sé dónde está el platillo.
Era cierto. Hacía meses que no se recogía la limosna.
—Entonces busca una bolsa grande en la sacristía y recoge lo más que puedas —dijo el padre.
—¿Y qué digo? —dijo el muchacho.
El padre contempló pensativo el cráneo pelado y azul, las articulaciones pronunciadas. Ahora fue él quien pestañeó:
—Dí que es para desterrar al Judío Errante —dijo y sintió que al decirlo soportaba un gran peso en su corazón. Por un instante no escuchó nada más que el chisporroteo de los cirios en el templo silencioso, y su propia respiración excitada y difícil. Luego, poniendo la mano en el hombro del acólito que lo miraba con los redondos ojos espantados, dijo:
—Después coges la plata y se la llevas al muchacho que estaba solo al principio y le dices que ahí le manda el padre para que se compre un sombrero nuevo.
Moviéndose a tientas en la penumbra del amanecer, Mina se puso el vestido sin mangas que la noche anterior había colgado junto a la cama, y revolvió el baúl en busca de las mangas postizas. Las buscó después en los clavos de las paredes y detrás de las puertas, procurando no hacer ruido para no despertar a la abuela ciega que dormía en el mismo cuarto. Pero cuando se acostumbró a la oscuridad, se dio cuenta de que la abuela se había levantado y fue a la cocina a preguntarle por las mangas.
—Están en el baño —dijo la ciega—. Las lavé ayer tarde.
Allí estaban, colgadas de un alambre con dos prendedores de madera. Todavía estaban húmedas. Mina volvió a la cocina y extendió las mangas sobre las piedras de la hornilla. Frente a ella, la ciega revolvía el café; fijas las pupilas muertas en el reborde de ladrillos del corredor, donde había una hilera de tiestos con hierbas medicinales.
—No vuelvas a coger mis cosas —dijo Mina—. En estos días no se puede contar con el sol.
La ciega movió el rostro hacia la voz.
—Se me había olvidado que era el primer viernes —dijo.
Después de comprobar con una aspiración profunda que ya estaba el café, retiró la olla del fogón.
—Pon un papel debajo, porque esas piedras están sucias —dijo.
Mina restregó el índice contra las piedras de la hornilla. Estaban sucias, pero de una costra de hollín apelmazado que no ensuciaría las mangas si no se frotaban contra las piedras.
—Si se ensucian tú eres la responsable —dijo.
La ciega se había servido una taza de café.
—Tienes rabia —dijo, rodando un asiento hacia el corredor—. Es sacrilegio comulgar cuando se tiene rabia. —Se sentó a tomar el café frente a las rosas del patio. Cuando sonó el tercer toque para misa, Mina retiró las mangas de la hornilla, y todavía estaban húmedas.
Pero se las puso. El padre Angel no le daría la comunión con un vestido de hombros descubiertos. No se lavó la cara. Se quitó con una toalla los restos del colorete, recogió en el cuarto el libro de oraciones y la mantilla, y salió a la calle. Un cuarto de hora después estaba de regreso.
—Vas a llegar después del evangelio —dijo la ciega, sentada frente a las rosas del patio.
Mina pasó directamente hacia el excusado.
—No puedo ir a misa —dijo—. Las mangas están mojadas y toda mi ropa sin planchar. —Se sintió; perseguida por una mirada clarividente.
—Primer viernes y no vas a misa —dijo la ciega.
De vuelta del excusado, Mina se sirvió una taza de café y se sentó contra el quicio de cal, junto a la ciega. Pero no pudo tomar el café.
—Tú tienes la culpa —murmuró, con un rencor sordo, sintiendo que se ahogaba en lágrimas.
—Estás llorando —exclamó la ciega.
Puso el tarro de regar junto a las macetas de orégano y salió al patio, repitiendo:
—Estás llorando.
Mina puso la taza en el suelo antes de incorporarse.
—Lloro de rabia —dijo. Y agregó al pasar junto a la abuela—: Tienes que confesarte, porque me hiciste perder la comunión del primer viernes.
La ciega permaneció inmóvil esperando que Mina cerrara la puerta del dormitorio. Luego caminó hasta el extremo del corredor. Se inclinó, tanteando, hasta encontrar en el suelo la taza intacta. Mientras vertía el café en la olla de barro, siguió diciendo: