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Authors: Frederik Pohl

Tags: #ciencia ficción

Los exploradores de Pórtico (23 page)

BOOK: Los exploradores de Pórtico
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La colonización de la galaxia por parte de la raza humana se había hecho finalmente realidad.

OCTAVA PARTE
EN BUSCA DE COMPAÑÍA

En realidad la mayor recompensa «científica» que la Corporación Pórtico ofreció jamás a sus exploradores no era científica sino emocional. Demostraba que incluso la Corporación Pórtico tenía sentimientos. La recompensa estaba esperando a cualquier explorador que encontrara un Heechee vivito y coleando, y la cantidad ofrecida no era moco de pavo. Ascendía a cincuenta millones de dólares.

Todo explorador desesperado soñaba con algo así, aunque casi ninguno tenía esperanzas de llegar a reclamarlo. Quizá los jefes de la Corporación tampoco esperasen llegar a pagarlo. Todo el mundo sabía que cualquier rastro de los Heechees hallado hasta entonces se remontaba a cientos de miles de años. También consideraban poco probable que si un explorador descubría a un Heechee vivo, éste lo dejara volver para contar a la humanidad lo que había encontrado.

Claro que existían otras recompensas pertenecientes al terreno emocional, menores pero también muy sustanciosas. La mayor era una oferta de diez millones de dólares por el descubrimiento de cualquier raza inteligente extraterrestre. Al cabo de un tiempo, simplificaron esa oferta. Se la quedaría quien encontrase cualquier extraterrestre vivo que mostrase un mínimo indicio de inteligencia. Incluso los muertos proporcionaban dinero. Se ofrecía un millón de recompensa a quien descubriese el primer artefacto no Heechee, y medio millón aproximadamente por el descubrimiento de cualquiera de las muchas «rúbricas» posibles, o sea, señales de inteligencia tan inconfundibles como una transmisión de radio codificada o la presencia de gases sintéticos en una atmósfera planetaria.

Era inevitable, comentaban los exploradores cuando tomaban copas en el Infierno Azul de Pórtico, que algún día alguien encontrase algo así en alguna parte. No podía ser de otro modo. Todos coincidían en que tenía que haber otras razas inteligentes por ahí. Era imposible que los Heechees fueran los únicos seres inteligentes del universo aparte de los humanos.

Aquella idea no era nueva. Ya a mediados del siglo XX, los científicos habían buscado señales de otras civilizaciones en el espacio y habían intentado establecer las probabilidades de llegar a recibir alguna. Un tipo llamado Stephen Dole había calculado que debía de haber unos sesenta y tres millones de planetas habitados en la galaxia; científicos posteriores, basándose en suposiciones menos optimistas, habían recortado mucho la cantidad, pero casi ninguno se había atrevido a dejarla en cero.

Prácticamente todo el mundo estaba de acuerdo en que tenía que haber alguien. De hecho, los rastreadores de Pórtico no paraban de dar con planetas habitados; si existía algún tipo de vida, no parecía descabellado pensar que, antes o después, alguna de aquellas formas de vida desarrollase la inteligencia. Pero ¿dónde estaban?

A la larga, y gracias a unos cuantos golpes de suerte, se realizaron algunos descubrimientos interesantes, aunque fueron muy escasos y se hicieron esperar.

Una tripulación compuesta por tres personas originarias de Pasadena, California, Tierra, detectaron las primeras señales concluyentes de inteligencia extraterrestre (sin contar a los propios Heechees, claro). Al salir del hiperespacio, entraron en órbita alrededor de un sol de aspecto prometedor (fue identificado como una G—4, bastante parecida a la primaria de la Tierra en cuanto a tipo y posibilidades de aclimatación), y enseguida descubrieron que había un planeta de buen tamaño, justo en el centro de la zona, susceptible de desarrollar vida.

Sin embargo, el planeta tenía un problema: era un desastre. Casi todo el territorio de uno de sus hemisferios parecía un mosaico de roca viva salpicada de volcanes, y hacía calor. No tenía nada digno de llamarse océano. Ni siquiera nada digno de llamarse atmósfera, aunque su masa y sus características hicieran pensar lo contrario.

Pese a todo, sí tenía una presa, y grande.

La presa se hallaba en la parte menos ruinosa del planeta, pero no estaba en buenas condiciones, ni mucho menos. La verdad es que no era una presa muy sofisticada: medio kilómetro de rocas amontonadas a lo largo del valle. Por aquella cuenca había corrido un río en otro tiempo, pero no quedaba ni gota de agua. En realidad tampoco quedaba mucho de la presa. De todos modos, la estructura no podía ser natural. Alguien había amontonado las rocas en aquel lugar con un objetivo concreto.

Martin Scranton y sus dos hermanas intentaron aterrizar en el planeta. Incluso llegaron a descender, pero los sensores del módulo de aterrizaje empezaron a soltar aullidos de alarma en cuanto se posaron. La superficie, incluso la que rodeaba a la presa, alcanzaba una temperatura superior a la de ebullición del agua. Creyeron ver señales de lo que parecía otra clase de estructuras de piedra en las cimas de algunas montañas, pero nada que pudiesen identificar.

De vuelta al asteroide Pórtico, los científicos dedujeron que aquel planeta había tenido mala suerte, tan mala como para que lo golpease un cuerpo errante, seguramente del tamaño de Callisto. A causa del impacto, los mares habían hervido hasta evaporarse, la mayor parte del planeta había quedado enterrada bajo roca molida, la atmósfera se había perdido en el espacio y... bueno, claro, cualquier ser orgánico que alguna vez lo hubiese habitado había muerto.

De modo que Scranton no había encontrado vida inteligente. Objetó que al menos había dado con un lugar donde había existido vida inteligente en otro tiempo. La Corporación Pórtico no podía considerarlo un éxito en términos de recompensa, pero aun así...

Se lo pensaron durante mucho tiempo y al final le dieron la mitad de la recompensa por haber estado a punto de conseguirlo.

La primera raza inteligente no humana y viva que encontraron los exploradores no cuenta. Tenían algo de humanos y no podía decirse que fueran inteligentes. (En realidad ni siquiera los descubrió una nave de Pórtico; la gente que los encontró andaba medio perdida por los extremos del sistema solar terrestre en un cohete rudimentario fabricado en la Tierra.) Aquellos «extraterrestres» no eran más que los remotos descendientes de una tribu de australopitecos terrícolas, y fueron hallados nada menos que en la gran nave (o artefacto) Heechee que viajaba dentro de la nube de cometas Oort, llamada
Paraíso Heechee.

Como ya sabemos, aquellos australopitecos no habían llegado a aquel lugar por su cuenta. Los Heechees los habían dejado allí para que se reprodujeran, tras su visita a la Tierra prehumana, realizada mucho tiempo atrás. Después, durante medio millón de años o más, los habían dejado al cuidado de niñeras automáticas.

Más tarde encontraron una segunda raza de extraterrestres más prometedora. Costó mucho descubrirla, pero al fin era lo que los humanos estaban buscando. Sin duda se trataba de seres inteligentes, como demostraba el hecho de que surcaran el espacio interestelar ellos solos. Aun así, resultaron decepcionantes. No era muy divertido hablar con ellos.

Tampoco los encontró un explorador de Pórtico exactamente; toda la Corporación Pórtico estaba a punto de ser historia cuando aquellos tipos fueron descubiertos. Aunque Pórtico aún existía, ya no era el centro del meollo, pues a aquellas alturas los seres humanos habían aprendido a copiar muchas cosas de la tecnología Heechee y estaban explorando nuevas zonas de la galaxia por sí mismos.

Así estaban las cosas cuando, durante lo que había llegado a ser un crucero rutinario, una nave espacial detectó un objeto que no le resultaba familiar. Resultó que se trataba de un navío impulsado por fotones que avanzaba lentamente entre las estrellas en un viaje de siglos de duración.

¡Aquello, desde luego, no era tecnología Heechee! Ni humana ni de los australopitecos. ¡Al fin habían localizado la anhelada raza extraterrestre! Claro que, en realidad, los mismos Heechees ya los habían descubierto hacía mucho tiempo. Las gentes de la nave eran los descendientes de aquellos a quienes los Heechees llamaron los Nadadores Lentos y que los seres humanos acabaron por denominar Perezosos. Eran extraterrestres, por supuesto, pero no Heechees, y se trataba sin duda de seres inteligentes.

Sin embargo, sus cualidades no pasaban de ahí. Los Perezosos vivían en el lodo. Habitaban arcologías en una papilla semicongelada de metano y otros gases y, aunque sin lugar a dudas se las habían arreglado para lanzar al espacio aquellas naves a fotones, no poseían muchos más rasgos de interés. Lo peor de todo era su lentitud. Sus metabolismos funcionaban al ritmo de las reacciones de los radicales libres en el gélido lodo que habitaban, al igual que sus pensamientos y su habla.

Pasó mucho tiempo antes de que ningún ser humano fuera capaz de establecer algún tipo de comunicación eficaz con los lentos Perezosos... y para entonces, la verdad, ya daba igual.

MISIÓN CHARCO HEDIONDO

Las cuatro personas de aquella misión pasaron mucho tiempo y gastaron mucho dinero en los tribunales. Se proponían obligar a la Corporación Pórtico a que les pagase una recompensa por valor de diez millones de dólares. Pensaron que no podían perder el juicio.

Sin embargo, no habían dado con un planeta muy interesante. Desde luego, no tenía nada de atractivo. Su sol era una enana roja situada a sólo un cuarto de UA de distancia, y se trataba de un planeta pequeño, caliente y hediondo. Por eso recibió ese nombre.

El agua cubría la mayor parte de la superficie, pero no unos mares tropicales y chispeantes, sino un océano espeso donde las burbujas de metano estallaban en una atmósfera ya compuesta principalmente del mismo gas. La atmósfera era irrespirable. En realidad a nadie se le habría ocurrido respirar aunque hubiera podido, debido al hedor, y no había absolutamente nada interesante en ninguna de las pocas superficies secas de aquel planeta.

Malas noticias para los tripulantes de la nave, aunque tampoco era una tragedia. Se dio la circunstancia de que habían llevado a cabo algunos preparativos extraordinarios antes de salir de Pórtico, de modo que iban preparados para hacer algo más que aterrizar y echar un vistazo por encima, como solían hacer las tripulaciones.

Se trataba de una familia originaria de Singapur: Jimmy Oh Kip Fwa, su esposa Daisy Mek Tan Dah y sus dos hijas pequeñas, Jenny Oh Sing Dut y Rosemary Oh Ting Lu. La familia Oh era muy conocida en Singapur. Habían sido muy ricos en otro tiempo y la fortuna familiar procedía de las minas submarinas. Cuando Malasia se apropió de la isla y expropió todas las industrias, los Oh perdieron su riqueza, pero previsoramente habían apartado lo suficiente en Suiza y Yakarta para pagarse los viajes a Pórtico, y aún les quedó bastante para llevarse algún equipo adicional: aparatos para la exploración submarina. Como Jimmy Oh le dijo a su familia:

—Los Oh sacaron mucho dinero del fondo del mar en una ocasión. Quizá nosotros podamos volver a hacerlo.

Como llevaban mucho equipo, sólo cabían cuatro personas en la Cinco, pero de todos modos preferían viajar solos. Cuando vieron el tipo de planeta al que los había conducido la suerte, la señora Mek guardó silencio por una vez, gracias a Dios, y Jenny, una de las hijas, dijo:

—Caray, papá, no eres tan tonto como parecías.

Los Oh no habían llevado los aparatos de inmersión y los instrumentos necesarios para realizar una inspección sistemática de los fondos marinos de Charco Hediondo. Había demasiados fondos para explorar y no tenían mucho tiempo. Sólo contaban con media docena de boyas de retorno con instrumentos incorporados. Las lanzaron al océano en seis puntos aleatorios.

A continuación regresaron a la nave en órbita y aguardaron las transmisiones.

Cuando las boyas regresaron a la superficie, los Oh las interpelaron por turnos para averiguar qué habían encontrado. Se llevaron una desilusión. En cuanto a metal Heechee, los instrumentos no habían detectado absolutamente nada. Y respecto a la presencia de transuránico u otros elementos radiactivos que valiese la pena extraer y transportar a la Tierra, tampoco nada.

Sin embargo, los instrumentos habían recogido cierto potencial eléctrico que no parecía proceder de ninguna fuente identificable. Eran regulares, en el sentido de que su irregularidad resultaba grata al oído. Marcaban ondas redondeadas y agradables en el TRC, y cuando Jenny Oh, que en la escuela se había especializado en etnología de cetáceos, ralentizó las señales y las pasó por un sintetizador de sonidos, parecían... vivas.

¿Eran aquellas señales un lenguaje? En ese caso, ¿procedentes de qué clase de seres vivos?

Así empezaron los litigios.

La familia Oh decía que aquel lenguaje demostraba sin lugar a dudas la existencia de vida inteligente. Los abogados de la Corporación decían que una serie de chirridos no constituía un lenguaje, aunque fuera electromagnética en lugar de acústica. (La verdad es que las señales recordaban más el canto de los grillos o el gorjeo de los pájaros que una lengua articulada.) Los Oh dijeron que los grillos no podían comunicarse por impulsos eléctricos, a no ser que fueran tan inteligentes como para construir algo parecido a un aparato de radio. Los abogados de la Corporación objetaron que no había ninguna radio involucrada, sólo campos magnéticos, y que quizá las criaturas poseían órganos generadores de corriente como las anguilas eléctricas. Aja, dijeron los Oh, entonces admitís que como mínimo nos debéis una recompensa por el descubrimiento de vida extraterrestre, así que ya estáis pagando. Los abogados de la Corporación respondieron: primero enseñadnos los especímenes, o fotografías, algo que demuestre que esas formas de vida extraterrestres son reales.

Como es natural, todo aquel diálogo requirió mucho tiempo. Para cada una de las objeciones fueron precisos seis u ocho meses de aplazamientos, peticiones de audiencia y toma de declaraciones. Después de tres años de litigios, la Corporación aceptó pagar doscientos cincuenta mil dólares, lo justo para que los Oh abonasen las facturas de los abogados.

Años después, alguien repitió el viaje con un equipo mejor. Las nuevas sondas submarinas llevaban luces y cámaras, y al fin descubrieron lo que producía las señales. No eran seres inteligentes, sino unos gusanos de diez metros de largo, ciegos, que se alimentaban de las emanaciones sulfurosas de las bolsas térmicas submarinas. Al diseccionar las criaturas resultó que poseían sistemas eléctricos, tal como los Oh habían defendido, y ningún otro rasgo de interés.

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