Ni siquiera la miró.
—¿Hay algún modo de saber si un túnel ha sido abierto o no sin necesidad de entrar en él? —preguntó.
—Claro. Golpeando la cubierta exterior. Se advierte la diferencia de sonido.
—Pero ¿hay que excavarlo primero?
—Exacto.
No insistió. Volví a ponerme el traje para retirar el iglú, ya inútil, y mover las barrenas.
La verdad es que no quería seguir hablando del tema. No deseaba escuchar una pregunta porque tendría que responder con una mentira. Procuraba ceñirme al máximo a la verdad, así sería más fácil recordar lo que había dicho.
Por otra parte, nunca me he tomado demasiado a pecho esa clase de cosas. No creo que sea asunto mío sacar a nadie de su error. Por ejemplo, Cochenour debía de suponer que no me había molestado en comprobar el sonido del túnel antes de avisarles, pero, como es natural, lo había hecho en cuanto la barrena había tocado túnel. Al oír el sonido característico de la alta presión, se me había partido el alma. Había tenido que esperar un par de minutos antes de llamarlos para decirles que habíamos alcanzado la cubierta exterior.
Aún no me había enfrentado a la cuestión de qué habría hecho si el túnel hubiera estado intacto.
Boyce Cochenour y Dorrie Keefer constituían el decimoquinto o decimosexto grupo que acompañaba a un yacimiento Heechee. No me sorprendió que estuvieran dispuestos a trabajar como culis. Me da igual que los turistas Terry se muestren perezosos y desganados, al principio, porque cuando entrevén la posibilidad de encontrar algo que en otro tiempo perteneció a una raza extraterrestre prácticamente desconocida, abandonado allí cuando lo más parecido a un ser humano que había en la Tierra era un animal peludo de frente huidiza, cuya máxima habilidad era matar a otros animales golpeándolos en la cabeza con huesos de antílope, les ataca la fiebre del explorador.
Así que ambos trabajaban duro. Me exigían mucho, y eso que yo estaba tan impaciente como ellos. Quizá más, pues a medida que pasaban los días me sorprendía a mí mismo frotándome el costado derecho, justo debajo de las costillas.
Vimos un par de veces a los muchachos de Defensa. Los primeros días, pasaron con sus naves de alta velocidad media docena de veces. No decían gran cosa, se limitaban a radiar peticiones formales de identificación. La normativa dice que si encuentras algo debes informar de inmediato. A pesar de las objeciones de Cochenour, informé del hallazgo de aquel primer túnel, y me pareció que se quedaban algo sorprendidos.
No había nada más de lo que informar.
El emplazamiento B era un dique de pegmatita. Los otros dos puntos brillantes, denominados D y E, no contenían nada en absoluto; en consecuencia, los ecos debían de haber sido provocados por algo tan trivial como superficies de contacto invisibles en la roca, o quizá ceniza o grava.
Veté la excavación del emplazamiento C, el que tenía mejor pinta de todos. Cochenour intentó convencerme por todos los medios, pero yo seguí en mis trece. Los militares venían a echarnos un vistazo de vez en cuando, y yo no quería acercarme aún más a su perímetro. Dije que si fracasábamos en los demás quizá consiguiéramos hacer una excavación rápida en el punto C antes de volver al Huso, y lo dejamos así.
Pusimos en marcha el aerotaxi, nos colocamos en una nueva posición e iniciamos otro sondeo.
Al final de la segunda semana habíamos hecho nueve excavaciones, y de todas habíamos salido con las manos vacías. Estábamos quedándonos sin iglús y sin percutores. Además, nuestra tolerancia mutua se había agotado.
Cochenour se había vuelto hosco y violento. Cuando lo conocí, no pensé que llegaríamos a ser grandes amigos, pero tampoco imaginé que acabaría por considerarlo una compañía tan desagradable. No tenía ningún derecho a tomárselo de ese modo: para él, evidentemente, sólo era un juego. Con el dinero que tenía, lo que pudiera obtener del descubrimiento de algún artefacto Heechee no le supondría gran cosa, tan sólo unos puntos más en el marcador, pero jugaba como si le fuera la vida en ello.
En realidad yo tampoco era la amabilidad en persona. La verdad es que las pastillas del médico no me hacían tanto efecto como debieran. Tenía tan mal sabor de boca como si las ratas hubieran anidado en ella, me dolía la cabeza y a veces estaba tan grogui que se me caían las cosas.
Veréis, lo que hace el hígado es algo así como regular la nutrición interna. Filtra los venenos. Transforma los carbohidratos en otros carbohidratos asimilables. Reajusta los aminoácidos para convertirlos en proteínas. Si no funciona, te mueres.
El médico me lo había explicado con detalle. Las ratas de laberinto padecen mucho del hígado; sucede cuando, para ahorrarte problemas, dejas que aumente la presión interna del traje; es como si te comprimieran el gas de las tripas y te estrujaran el hígado. Me había enseñado dibujos. Pude ver lo que me estaba sucediendo por dentro: las células rojo caoba del hígado estaban muriendo y eran remplazadas por grumos de grasa y materia amarillenta. Una imagen desagradable. Pero lo más desagradable era que yo no podía hacer nada. Sólo seguir tomando pastillas... y no harían efecto por mucho más tiempo. Contaba los días hasta el «adiós, hígado; hola, coma hepático».
Así que no formábamos un buen equipo. Yo me portaba como un cabrón porque empezaba a encontrarme mal y estaba desesperado. Cochenour se portaba como un cabrón porque era así de nacimiento. El único ser humano decente a bordo era la chica.
Dorrie se esforzaba al máximo, en serio. A veces era encantadora (y a menudo incluso bonita), y siempre estaba dispuesta a actuar de mediadora entre los poderes en conflicto, Cochenour y yo.
Evidentemente, le costaba lo suyo. Dorotha Keefer no era más que una niña. Por mucho que se comportase como un adulto, no había vivido el tiempo suficiente para desarrollar defensas contra la intensa y prolongada mezquindad. Si a eso añadimos el hecho de que todos empezábamos a odiar la presencia, el sonido y el olor del otro (y en un aerotaxi acabas por saber mucho de olores corporales), enseguida se comprenderá que aquel viaje de recreo por Venus no estaba resultando una fiesta para Dorotha Keefer.
Ni para ninguno de nosotros... Sobre todo cuando les di la noticia de que sólo nos quedaba un iglú.
Cochenour carraspeó. No fue un sonido educado, sino el principio de un grito de guerra, como el torpedero de un caza preparándose para el combate. Dorotha intentó distraerlo para que no estallase.
—Audee —dijo alegremente—, ¿sabes qué se me ha ocurrido? Podríamos volver al punto C, ese que parecía tan bueno, cerca de la reserva militar.
Una maniobra de distracción poco oportuna. Meneé la cabeza.
—No.
—¿Qué demonios significa «no»? —tronó Cochenour, tomando carrerilla para entrar en batalla.
—Lo que he dicho. No. Está demasiado cerca de los muchachos de Defensa. Si hay un túnel, pasará por debajo de la base y nos interceptarán. —Intenté sonar convincente—. Eso sería actuar a la desesperada, y yo no estoy tan desesperado.
—Walthers —gruñó—, estarás desesperado si yo me empeño. Puedo impedir que te paguen el cheque.
—No, no puedes —lo corregí—. El sindicato no te lo permitirá. Las normas son muy claras al respecto. Debes pagar, a menos que yo desobedezca alguna solicitud legal. Lo que tú quieres no es legal. Entrar en la base militar va contra la ley.
Decidió pasar a la guerra fría.
—No —dijo en tono tranquilo—. En eso te equivocas. Irá contra la ley en caso de que el tribunal lo diga, cuando ya esté hecho. Sólo tendrás razón si tus abogados son más listos que los míos. Y eso no sucederá, Walthers. Pago a mis abogados para que sean los más listos de todos.
Yo estaba en mala posición para negociar, y no sólo porque Cochenour tuviera algo de razón sino porque él contaba con un poderoso aliado. Mi hígado estaba de su parte. Realmente no podía perder tiempo sometiéndome a un arbitraje, porque si el pago no llegaba a tiempo para el trasplante, estaba perdido.
Dorrie nos escuchaba con aire de amistoso interés, como un pajarito. Se interpuso entre ambos.
—Pero bueno, ¿a qué viene todo esto? Acabamos de llegar aquí. ¿Por qué no esperamos a ver qué dicen las sondas? Quizá demos con algo aún mejor que el punto C.
—Aquí no encontraremos nada bueno —dijo él sin apartar los ojos de mí.
—¿Y tú cómo lo sabes, Boyce? Ni siquiera hemos acabado los sondeos.
—Mira, Dorotha, escucha atentamente por una vez y luego cierra el pico. Walthers está jugando conmigo. ¿Ves dónde hemos aterrizado?
Me apartó al pasar y tecleó los mandos para que el monitor mostrase un mapa completo. Aquello me sorprendió; no tenía ni idea de que supiese hacerlo. Aparecieron los gráficos, con las imágenes virtuales de nuestra posición y de los pozos ya explorados, además de los irregulares límites de la reserva militar. Las señales de los mascons y las indicaciones de navegación estaban superpuestas.
—¿Ves la imagen? Ahora ni siquiera estamos en las zonas de concentración de masa de alta densidad. ¿No es verdad, Walthers? ¿Me estás diciendo que hemos probado en todos los emplazamientos buenos de por aquí y hemos salido con las manos vacías?
—No —dije—. O sea, tienes razón en parte, Cochenour. Sólo en parte; no estoy jugando contigo. Este lugar ofrece buenas posibilidades. Compruébalo en el mapa. Es verdad que no estamos justo encima de ningún mascón, pero nos encontramos entre esos dos de ahí, que están muy juntos. Eso es buena señal. A veces se descubren yacimientos que conectan dos complejos, y se sabe que el pasadizo de conexión está más cerca de la superficie que ninguna otra parte del sistema. Aunque no puedo garantizarte que vayamos a dar en el blanco, vale la pena intentarlo.
—Pero es muy improbable, ¿no?
—Bueno, no más improbable que en cualquier otra parte. Te lo dije hace una semana: amortizaste tu dinero el primer día al dar con un túnel Heechee, a pesar de que había sido expoliado. En el Huso hay ratas de laberinto que han tardado cinco años en encontrar algo así. —Medité por unos instantes—. Hagamos un trato —propuse.
—Te escucho.
—Ya hemos aterrizado aquí. Existe una posibilidad como mínimo de encontrar algo. Intentémoslo. Lanzaremos las sondas y veremos qué pasa. Si las perspectivas son buenas, excavaremos. Si no... bueno, entonces reconsideraremos la idea de volver al punto C.
—¿Reconsiderarla? —gritó.
—No me presiones, Cochenour. No sabes dónde te metes. Con los militares no se juega. Esos muchachos disparan primero y preguntan después, y no hay policías por aquí para pedir socorro.
—No sé —dijo, ceñudo, tras un instante de cavilación.
—No —le dije—, no lo sabes, Cochenour. Yo sí. Para eso me pagas.
Asintió.
—Sí, seguramente lo sabes, Walthers; lo que no está tan claro es si me estás diciendo la verdad. Hegramet nunca habló de excavar entre mascons.
Él me miró con una expresión absolutamente inescrutable, intentando averiguar si yo había captado lo que acababa de decir. No respondí. Le devolví una mirada igual de enigmática, en silencio. Sólo esperé a ver con qué me salía a continuación. Estaba seguro de que no me diría a santo de qué conocía el nombre del profesor Hegramet, ni me aclararía qué tratos había tenido con la mayor autoridad terrestre en yacimientos Heechees. Acerté.
—Lanza las sondas —dijo al fin—. Volveremos a intentarlo a tu manera.
Solté las sondas. Conseguí una buena penetración de todas y empecé a disparar los percusores. A continuación me senté a mirar cómo iban apareciendo en el escáner las primeras señales, como si pudieran revelar alguna información útil. Tardarían un rato, pero quería pasar unos momentos a solas, pensando.
Necesitaba reflexionar sobre Cochenour. No había venido a Venus de paseo. Tenía pensado excavar túneles Heechees ya antes de abandonar la Tierra. Se había tomado la molestia de informarse incluso de los instrumentos que hallaría a bordo de un aerotaxi.
Había malgastado mi perorata sobre los tesoros Heechees con un cliente que había decidido comprar el producto seis meses atrás como mínimo y a millones de kilómetros de distancia.
Todo eso lo veía claro. Pero cuantos más cabos ataba, menos lo entendía. Me habría gustado pasarle unos dólares a Cochenour y enviarlo un rato a un salón de juegos, para poder hablar a solas con la chica. Pero por desgracia no había ningún sitio adonde enviarlo. Me obligué a bostezar, me quejé de lo aburrido que era esperar a que concluyera el sondeo y propuse que durmiésemos un rato. No tenía muchas esperanzas de que él se acostara el primero, pero ni siquiera me prestó atención. Con mi estratagema sólo conseguí que Dorrie se ofreciese a vigilar el monitor y a despertarme si aparecía algo interesante.
Así que lo mandé todo al cuerno y me metí en la cama.
No dormí bien, porque mientras estaba allí tendido, esperando el sueño, me dio tiempo a reparar en lo mal que me encontraba. Notaba un regusto a bilis en el fondo de la boca, no como si tuviera ganas de vomitar sino más bien como si ya lo hubiera hecho. Me dolía la cabeza. La vista me jugaba malas pasadas; empezaba a ver imágenes fantasmales vagando borrosas ante mis ojos.
Me levanté para tomar un par de pastillas. No conté cuántas me quedaban. Prefería no saberlo.
Programé el despertar para tres horas más tarde, pensando que quizás a Cochenour le entraría sueño en el intervalo y se metería en la cama, y que tal vez Dorrie se quedase levantada y tuviese ganas de conversación. Sin embargo, cuando desperté, ahí estaba el viejo, totalmente despabilado, preparando una tortilla de hierbas con los últimos huevos estériles.
—Tenías razón, Walthers —dijo con una sonrisa—. Me he echado una siestecita de una hora. Ahora estoy preparado para cualquier cosa. ¿Te apetecen unos huevos?
Me apetecían, desde luego, pero como no me atrevía a comerlos, me tragué resignado los nutrientes y la bazofia que el departamento dietético de los matasanos me había prescrito y lo miré mientras se daba un atracón. Era injusto que un hombre de noventa años gozara de tan buena salud como para no tener que pensar en su digestión mientras que yo...
Pero aquellas ideas no llevaban a ninguna parte, así que propuse escuchar música para pasar el rato. Dorrie escogió
El lago de los cisnes, y
yo lo puse.
En aquel momento tuve una idea. Me dirigí a los compartimientos de las herramientas. En realidad no precisaban de ninguna comprobación.