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Authors: Frederik Pohl

Tags: #ciencia ficción

Los exploradores de Pórtico (14 page)

BOOK: Los exploradores de Pórtico
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No recuerdo qué hizo, pero tenía algo que ver con un perro y la broma pesada que le gastó a un dios haciendo que éste devorara a su propio hijo. (Supongo que aquellos griegos tenían un humor bastante primitivo.) Fuera lo que fuere, lo castigaron. Acabó confinado en el infierno, solo, condenado a permanecer por toda la eternidad en un lago gélido con el agua hasta el cuello, pero sin poder beber. Cuando abría la boca, el agua se apartaba. El tipo se llamaba Tántalo... y en aquel túnel Heechee pensé que yo tenía mucho en común con él.

Habíamos encontrado el cofre del tesoro, sí, pero no podíamos alcanzarlo.

Por lo visto, al final no habíamos dado con el túnel principal. Era una especie de desvío secundario situado en ángulo de noventa grados a la derecha, y estaba cerrado en ambos extremos.

—¿Qué crees que es? —preguntó Dorrie ilusionada mientras atisbaba por entre las rendijas de aquella pared hecha de bloques de metal Heechee que pesarían diez toneladas—. ¿Podría ser el arma de la que hablabas?

Parpadeé para enfocar la vista. Allí había todo tipo de máquinas y también pilas de cosas que recordaban a recipientes, así como otros objetos que parecían haberse descompuesto, derramando su contenido, también podrido, en el suelo. Sin embargo, no teníamos fuerzas para llegar hasta ellos.

Allí estaba yo, apretando la visera contra el costado de un bloque, sintiéndome como Alicia cuando se asoma a su diminuto jardín y se da cuenta de que no tiene el bebedizo.

—Sea lo que fuere, yo sólo sé que hay más de lo que nadie ha encontrado jamás —dije.

Me dejé caer en el suelo, exhausto y mareado, aunque muy satisfecho a pesar de todo. Dorrie se sentó a mi lado, ante la reja que nos cerraba el paso al Edén. Descansamos un momento.

—A Nana le habría encantado —murmuró.

—Sí, claro —convine, sintiéndome como borracho—. ¿A Nana?

—A mi abuela —aclaró. Creo que entonces perdí el sentido por enésima vez. Cuando volví en mí, hablaba de que su abuela había rechazado a Cochenour hacía mucho, mucho tiempo. Dorotha Keefer parecía afectada, así que intenté prestar atención, aunque no acababa de entenderlo.

—Espera un momento —dije—. ¿Lo rechazó porque era pobre?

—¡No, no! No porque fuera pobre, aunque lo era. Lo rechazó porque él se iba a marchar a los yacimientos petrolíferos y ella deseaba una relación más regular. Como la que le ofreció mi abuelo. Después, cuando Boyce vino a visitarme hace un año...

—Te dio trabajo de novia —dije, asintiendo para que viera que la escuchaba.

—¡No! —dijo enfadada—. En su oficina. El resto vino después... Nos enamoramos.

—Ah, bueno —dije. No quería discutir.

—Es un hombre encantador, Audee, de verdad —dijo ella con frialdad—. Fuera del trabajo, quiero decir. Y haría cualquier cosa por mí.

—Podía haberse casado contigo —señalé, sólo por decir algo.

—No, Audee —dijo muy seria—, no podía. Él se habría casado. Fui yo quien no quiso.

¿Había rechazado toda aquella pasta? La miré directamente a los ojos. No tuve que decir nada; ella ya sabía cuál era la pregunta.

—Cuando me case —dijo—, quiero tener hijos, y Boyce no quiere ni oír hablar de ello. Dice que si nos hubiéramos conocido cuando él era mucho más joven, quizá con setenta y cinco u ochenta años, se lo habría pensado, pero ahora es demasiado viejo para tener una familia.

—En ese caso, tendrías que ir pensando en reemplazarlo, ¿no?

Me miró al resplandor azul del túnel.

—Me necesita —se limitó a decir—. Ahora más que nunca.

Medité sus palabras unos instantes. Entonces se me ocurrió mirar la hora. Habían pasado casi cuarenta y seis horas desde la partida de Cochenour, así que debía de estar al llegar.

Claro que si volvía mientras nosotros aún andábamos por el túnel, comprendí con gran esfuerzo mental, poco a poco... noventa mil milibares de gas venenoso nos embestirían. Si llevábamos el traje abierto, moriríamos. Aparte de eso, nuestro túnel virgen se estropearía. La erosión corrosiva de aquella implosión de gas destrozaría en un momento todas las maravillas que había al otro lado de la barrera.

—Tenemos que irnos —le dije a Dorrie, mostrándole la hora.

Sonrió.

—De momento —dijo. Nos levantamos, dirigimos un último vistazo a los tesoros de Tántalo y echamos a andar hacia el pozo que conducía al iglú.

Tras el alegre resplandor azul del túnel Heechee, el iglú se veía más atestado y menos acogedor que nunca.

Además, mi torpe cerebro no dejaba de recordarme que tampoco nos podíamos quedar allí dentro. Cochenour tal vez se acordase de cerrar los dos extremos de la gatera cuando entrase —lo que sucedería de un momento a otro—, o tal vez no. No podía arriesgarme a que el martillo al rojo del aire golpease nuestras joyas.

Traté de idear un modo de sellar bien el pozo, quizá devolviendo todos los escombros al interior, pero aunque no estaba muy lúcido comprendí que era una tontería. Sólo había una solución: esperar fuera, expuestos al ventoso clima venusiano. Sólo nos quedaba el consuelo de que no tendríamos que aguardar mucho. Y además, tampoco estábamos equipados para una espera muy larga; ésa era la parte peliaguda. La pequeña esfera del reloj, situada junto a los contadores del suministro vital —todos los cuales ya marcaban la reserva— mostraba que Cochenour no podía tardar.

Sin embargo, no aparecía.

Me arrastré por la gatera con Dorrie. Nos encerramos allí y aguardamos.

Noté un arañazo en el casco y advertí que Dorrie estaba hurgando en el enchufe.

—Audee, estoy muy cansada, de verdad.

No sonó a queja. Sólo estaba constatando una realidad que creía necesario hacerme saber.

—¿Por qué no duermes un rato? —le dije—. Yo me quedaré vigilando. Cochenour llegará enseguida y te despertaré.

Supongo que siguió mi consejo porque se dejó caer, deteniéndose un momento para que yo desenchufase el intercomunicador. A continuación se tendió junto a los ganchos de sujeción, dejándome para que yo pudiera pensar con tranquilidad.

No se lo agradecí. No me gustaba nada lo que se me acababa de ocurrir.

Cochenour no llegaba.

Intenté descifrar el significado de aquello. Desde luego, infinidad de motivos podían justificar su retraso. A lo mejor se había perdido. Tal vez los militares le habían dado el alto. Quizás el aerotaxi se había estrellado.

Existía, no obstante, una posibilidad mucho más desagradable, y cuanto más pensaba en ella, más probable me parecía.

La esfera me informó de que ya llevaba casi cinco horas de retraso y los contadores del suministro vital indicaban que la energía eléctrica se había «agotado», que apenas quedaba aire y que el agua se había terminado hacía rato. De no ser por los gases del túnel, gracias a los cuales habíamos ahorrado aire de los depósitos, ya haría tiempo que habríamos muerto.

Sin duda Cochenour no había supuesto que encontraríamos aire respirable en el túnel Heechee. Debía de creernos muertos.

El tipo no había mentido. Me había dicho que era un mal perdedor, y por lo visto no se había resignado. A pesar de mi embotamiento mental, comprendí qué mecanismos se habían desatado en la mente de Cochenour. Al verse entre la espada y la pared, el cabrón que había en él había ganado la partida. Había discurrido una maniobra final para arrancar una victoria de todas sus derrotas.

Podía imaginarlo a la perfección, tan claramente como si estuviera en el aerotaxi con él. Mirando los relojes mientras calculaba cómo se consumían nuestras vidas segundo a segundo. Preparándose una deliciosa comida. Escuchando el resto del ballet de Chaikovski, quizá, mientras aguardaba a que cruzásemos el umbral.

La idea no me puso los pelos de punta. Estaba demasiado cerca de la muerte como para que la diferencia constituyese algo más que un tecnicismo... y lo bastante harto de aquel estúpido traje térmico como para dar la bienvenida a cualquier liberación, incluso la definitiva. Pero yo no era el único afectado.

La chica también estaba involucrada. El último resto de pensamiento racional que perduraba en mi cerebro emponzoñado era la injusticia que Cochenour cometía al dejarnos morir a ambos. A mí, bueno, visto desde su punto de vista, comprendía que pudiese prescindir de mí fácilmente. Pero ¿y ella?

Consideré que debía hacer algo y, tras meditarlo un rato, di unos golpes en el traje de la chica hasta que se revolvió. Lo hablé con ella por el intercomunicador y conseguí hacerla entender que tenía que volver al túnel, donde al menos podría respirar.

A continuación me preparé para el regreso de Cochenour.

Él ignoraba dos cosas: que habíamos encontrado aire respirable y que podíamos sacar las pilas de las barrenas para conseguir más electricidad.

A pesar de la ira que se había desatado en mí, aún era capaz de hilvanar las ideas. Podía sorprenderle, en el caso de que no se hiciera esperar demasiado. Aún viviría unas cuantas horas... Y cuando apareciese tan tranquilo, confiando en hallarnos muertos, dispuesto a quedarse con el premio, me encontraría esperando.

Así fue.

Debió de llevarse un gran susto cuando entró en la gatera del iglú con la llave inglesa en la mano, se inclinó hacia mí esperando hallar solamente un asado de carne muy hecho y descubrió no sólo que estaba vivo, sino que podía moverme.

Si me hubiera quedado alguna duda de sus intenciones, se habría disipado cuando se abalanzó sobre mí. Su avanzada edad, la pierna rota y la sorpresa no mermaron sus reflejos ni un ápice, pero tuvo que cambiar de posición para tomar impulso en el exiguo espacio de la gatera y, dado que yo no sólo estaba vivo sino casi del todo consciente, conseguí esquivarlo a tiempo. Además, yo ya tenía la perforadora en las manos y estaba preparado para ponerla en marcha.

Se la clavé en medio del pecho. No pude verle la cara, pero imagino cuál debió de ser su expresión.

Tras eso, sólo era cuestión de hacer cinco o seis cosas irrealizables lo antes posible. Cosas como despertar a Dorrie para que saliera del túnel y se metiera en el aerotaxi. Como meterme yo, precintarlo y programar el rumbo.

Cosas todas imposibles... al igual que la última, más dura que las demás, pero muy importante para mí. Dorrie no sabía por qué me empeñaba en llevarme el cadáver de Cochenour. Creo que lo consideró un gesto de respeto a los muertos por mi parte, y yo preferí no sacarla de su error en aquel momento.

13

Tuvieron que reconstituirme e hidratarme durante tres días antes de pensar siquiera en trasplantarme el hígado. Era increíble que el órgano hubiese sobrevivido a aquella odisea, pero lo extrajeron rápidamente y empezaron a bombearle nutrientes en cuanto le pusieron las manos encima. Cuando estuve listo para la operación, ya habían dominado sus tendencias alergénicas. Era un hígado tan bueno como el que más; o al menos lo bastante bueno como para mantenerme vivo.

Pasé sedado la mayor parte del tiempo. Los matasanos me despabilaban cada dos horas para repasar conmigo cómo debía controlar mis fluidos hepáticos —dijeron que no tenía sentido proporcionarme un hígado nuevo si yo no sabía usarlo—, y también otras personas me iban despertando para hacerme preguntas, pero yo lo viví todo como en sueños. En aquellos momentos no tenía muchas ganas de estar despierto. La vigilia equivalía a mareo, dolor y molestias, y casi deseé volver a los viejos tiempos, en que se habrían limitado a dejarme inconsciente con anestesia hasta que hubiesen terminado, sólo que en los viejos tiempos ya habría muerto, claro está.

Pese a todo, el cuarto día ya casi no sentía dolor —menos cuando me movía— y empezaron a dejarme ingerir líquidos por la boca en lugar de administrármelos por la otra vía.

Comprendí que, de momento, estaba salvado.

Eran buenas noticias, y en cuanto las hube asimilado empecé a interesarme por lo que sucedía a mi alrededor.

En la curandería reinaba un ambiente primaveral, lo cual agradecí. Como es natural, en el Huso no hay nada semejante a estaciones, pero a los matasanos les gusta mantener la tradición y los vínculos con el planeta materno, de modo que imitan las de la Tierra. Habían traído la primavera mediante un decorado a base de nubes de lana blancas colgadas de la pared y un aroma a lilas y a brotes de hojas procedente del aire acondicionado.

—Feliz primavera —le dije al doctor Morius mientras me examinaba.

—Cállese —contestó. Arrancó un par de las agujas del alfiletero en que se había convertido mi abdomen y estudió mis funciones vitales en el chivato—. Hum —musitó.

—Me alegro de que piense eso.

Pasó por alto mi comentario. Al doctor Morius no le gustaban nada las gracias, a menos que las hiciera él. Torció el gesto y sacó un par de agujas más.

—Bueno, Walthers. Hemos retirado la sepsia esplénica. Su hígado nuevo funciona, no hay señales de rechazo, pero no está usted eliminando los desechos tan rápidamente como debiera. Tendrá que esforzarse con eso. Hemos conseguido estabilizar su nivel de iones y las mayoría de sus tejidos han recuperado algo de humedad. En general... —añadió mientras se rascaba la cabeza con ademán pensativo—, sí, en general podemos decir que está usted vivo. De modo que supongo que la operación ha sido un éxito.

—Muy gracioso.

—Lo están esperando unas personas —prosiguió—. La tercera de Vastra y su amiga. Le han traído ropa.

Aquello me interesó.

—¿Eso significa que puedo marcharme? —pregunté.

—Cuanto antes —repuso—. Tendrá que guardar cama por un tiempo, pero su renta se ha agotado. Necesitamos el sitio para los clientes de pago.

En fin, una de las ventajas de tener sangre limpia en los sesos en lugar del caldo ponzoñoso del que había estado viviendo los últimos días era que podía empezar a pensar con cierta claridad, y al instante comprendí que el chistoso doctor Morius me estaba tomando el pelo. «Clientes de pago.» No habría estado allí si no hubiese sido un paciente de pago. No acertaba a imaginar con qué se pagaban mis facturas, pero estaba decidido a guardarme la curiosidad para mí, al menos hasta que hubiera salido del hospital.

No tardé mucho. Los matasanos me envolvieron en sábanas mojadas, y Dorrie y la tercera de la casa Vastra me acompañaron mientras avanzaba con paso vacilante por el Huso hacia la casa de Sub Vastra. A Dorrie aún se la veía pálida y fatigada —las últimas dos semanas ninguno de los dos había estado de vacaciones precisamente—, pero, según dijo, sólo necesitaba un poco de descanso. La primera de Sub había echado de una cabina a unos cuantos niños y la había arreglado para nosotros, y la tercera trajinó alrededor de nosotros, dándonos de comer caldo de cordero y ese pan plano y duro que tanto les gusta, antes de arroparnos para que durmiéramos largo y tendido. Sólo había una cama, pero a Dorrie no pareció importarle. De todas formas, aquel detalle era meramente formal. Más tarde, ya no fue tan formal. Al cabo de un par de días estaba de pie y tan en forma como siempre.

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