Los clanes de la tierra helada (33 page)

BOOK: Los clanes de la tierra helada
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Solo el
gothi
Snorri seguía visible, en el fondo de la blanca hondonada de hielo, unos metros más abajo. Empuñaba la larga lanza de caza a la manera de una pica, apoyada en el suelo bajo el talón.

Después de observarlos, a él y quienes tenía al lado, Hrafn comprendió su propósito.

—¡El
gothi
Snorri no puede detener solo al oso! —dijo, disponiéndose a levantarse—. ¡Tenemos que ayudarlo!

El brazo de Kjartan lo retuvo en el suelo por un costado, y el de Oreakja por el otro.

—¡Quieto! ¡Lo vas a estropear todo! —le advirtió Oreakja con enojo.

Kjartan pegó el hombro al del Hrafn. Era un muchacho fornido y tranquilo, de afables modales, apreciado en Helgafell. El
gothi
Snorri consideraba su serenidad como un buen contrapeso para el carácter impulsivo de su hijo.

—Si hubiera más de una persona, el oso se asustaría y se marcharía —explicó—. Aun así, debemos tener a alguien allí porque, si no, bajaría demasiado rápido huyendo de los perros.

—¿Y qué hago yo? —planteó, dubitativo, Hrafn.

—Mantente preparado, sin levantarte. Cuando vayamos, vienes con nosotros, ¿entendido? El
gothi
nos llamará.

Hrafn asintió. Fastidiado por el desdeñable papel que representaba en aquella peligrosa situación, en especial en relación a aquellos chicos a quienes doblaba la edad, sintió la urgencia de sacar a colación su propio pasado guerrero. En ese momento, no obstante, vio que el
gothi
se tensaba, y Kjartan lo obligó a alejarse del borde. Solo Oreakja permaneció asomado en la punta del ventisquero.

—¿Preparado? —musitó entre dientes Kjartan.

Los ladridos de los perros eran más estridentes con cada segundo que transcurría. El viento amainó del todo y entonces oyeron el retumbo de unas rítmicas pisadas en la nieve y unos resoplidos. Los pasos se detuvieron. De improviso sonó una especie de tos grave y profunda, como el carraspeo de un gigante. Oreakja y Kjartan afianzaron los pies en la nieve, con las rodillas dobladas, como si se aprestaran a iniciar una carrera, aferrando las lanzas.

—El oso está retando al
gothi
Snorri —explicó Kjartan al oído de Hrafn—. Va a atacar de un momento a otro.

Los perros se encontraban casi a su altura. Oían ya sus pasos en la nieve, y tras ellos llegaba Falcón, que corría lo más rápido que podía. No vieron nada, empero, y siguieron aguardando, con los hombros pegados a la pared de nieve.

Tras una larga pausa, compuesta casi de puro silencio, la voz del
gothi
Snorri se expandió a la manera de un atronador desafío.

—¡Odín! ¡Dame fuerzas!

Oreakja y Kjartan surgieron cual resortes, hundiendo las piernas en el ventisquero, y Hrafn los siguió a corta distancia. Al doblar el filo del helero vieron el oso que se abalanzaba contra Snorri, con la cabeza gacha, las fauces visibles y la potente musculatura realzada bajo la piel. El
gothi
se mantenía quieto como una roca, con la punta de la lanza encarada a la garganta de la fiera, cabizbajo y con la boca abierta, concentrado en la extrema pasión del acto de matar.

El oso los vio acudir por ambos lados, bajando a trompicones la pendiente para arremeter contra los cuatro costados de su cuerpo. Entonces detuvo su ataque y giró sobre sí, con un rugido de miedo y de rabia. Los perros llegaron por abajo y se arrojaron a sus piernas y garganta. Distraído por una amenaza más comprensible, el animal se concentró en descargar zarpazos contra ellos. Un cuerpo destrozado saltó por los aires con un aullido de dolor, rociando de sangre y pelo la nieve, hasta caer pesadamente en el ventisquero. Allí se retorció débilmente, casi muerto.

Hrafn permaneció en un segundo plano mientras los otros cinco hombres atacaban a la vez, empalando al oso con sus lanzas. Para ello cargaban el peso en las astas, acercando peligrosamente la cabeza a la bestia. El animal giró, lanzando un agudo y ensordecedor chillido, enloquecido de dolor por las mortales heridas. Los hombres soltaron las lanzas. Aferrarse a ellas habría supuesto una muerte segura mientras la montaña de carne se retorcía, dando vueltas sobre sí, ejecutando una macabra danza mientras trataba de morder las astas. La brillante sangre roja brotaba de un flanco, donde Sam lo había traspasado cerca del corazón, y la lanza del
gothi
sobresalía de la garganta.

—En el flanco, Hrafn —gritó el
gothi
Arnkel.

El oso destrozó con un zarpazo la madera de una de las lanzas clavadas en el costado. La cabeza permaneció en el cuerpo, pero el asta salió proyectada en fragmentos. Oreakja estaba demasiado cerca y la astilla más voluminosa fue a parar contra sus costillas. El muchacho se vino abajo, sin resuello.

El oso giró con violencia, percibiendo incluso a través de su tormento un punto débil en la trampa dispuesta a su alrededor. Al ver que se precipitaba hacia Oreakja, los tres perros que quedaban saltaron enloquecidos contra su hocico y le arrancaron la carne a tiras. Otro can quedó malherido, propulsado con el muslo machacado por la fuerza del tremendo cuello. Falcón llegó en ese instante. Aunque se encontraba en la parte de atrás, demasiado lejos de Oreakja para ayudarlo, insertó la lanza en el cuarto trasero del oso a fin de distraerlo y, antes de poder soltarla, el animal lo hizo caer con su circular danza. Fue a parar a un helero, conteniendo un grito de dolor por el impacto.

Hrafn echó a correr con la mandíbula comprimida e hincó la lanza en el flanco del oso con toda su fuerza, detrás del hombro, hasta la cruceta. Luego retrocedió de un salto. La fiera se estremeció y se desplomó, y después se levantó débilmente para arremeter contra Oreakja, que yacía en el suelo empujando la nieve con los talones en un intento de alejarse a rastras. Con ojos desorbitados de terror veía precipitarse hacia él las mutiladas fauces.

Hrafn se adelantó, gritando y agitando las manos, a fin de atraer hacia sí la ira del animal. Por el rabillo del ojo advirtió que el
gothi
se abalanzaba con su gran hacha en alto. Entonces dio un salto, elevándose por encima del oso, y aterrizó con los dos pies justo encima de los redondeados hombros, mientras el hacha descendía a la velocidad del rayo.

Partió el cráneo de la fiera, desparramando en la nieve su cerebro.

El animal cayó de bruces con un desplome instantáneo, soltando al morir por el trasero una negra masa de inmundicias. El
gothi
dio una voltereta en la nieve.

Oreakja y Falcón yacían de costado y los demás permanecían jadeantes de rodillas, con los músculos doloridos. El
gothi
se acercó a Oreakja con cara de preocupación, pero este le indicó con un gesto que estaba bien. Debía de tener una contusión en las costillas, pero ningún hueso roto. Falcón asintió con un escalofrío. Estaba solo aturdido.

Kjartan mató a los perros malheridos, con una veloz cuchillada, y luego se quedó un momento a su lado mientras agonizaban, como muestra de respeto por su valentía.

El
gothi
aún asía el hacha. Tenía las manos y los brazos cubiertos de sangre. Tras él, los dos perros supervivientes se pusieron a lamer el cerebro y la sangre que brotaban de la gran herida infligida entre los ojos del oso. Todavía ensartada con las lanzas, la fiera se desangraba en la nieve.

Hrafn se puso a observar a Snorri. Sentado en la oquedad formada por el ventisquero, escuchaba las risas y las conversaciones en las que sus hombres repasaban, exaltados, la peripecia vivida. Cuando se decidía a intervenir, todos le prestaban oídos al instante, con gran deferencia.

El salto del
gothi
había sido la acción más descabellada que Hrafn había presenciado nunca. Había visto antes matar osos, en cacerías en las que había participado en Noruega; se trataba siempre de un trabajo conjunto con lanzas, flechas y perros. Sin duda era una tarea difícil y, precisamente por eso, estimulante. Jamás había visto dar muerte a un oso con un hacha. Aquello era para los carniceros.

Falcón trajo los caballos y después de atar una red de cuerdas al oso, las sujetaron a las sillas. Notando el olor a sangre y a criatura enemiga, las monturas reaccionaron con inquietud, lo cual dio lugar a un inestable y agitado trayecto de regreso hasta la costa. El mero peso del animal, además, hacía difícil arrastrarlo sobre la nieve y el hielo.

—Es el oso más grande que he visto en mi vida —aseguró Sam en cierto momento, después de volverse a mirarlo—. Y eso que he visto muchos, sobre todo en el mar helado.

El
gothi
Gudmund los aguardaba en la playa.

Estaba rodeado por sus criados, todos ellos armados con lanzas y algunos revestidos de armaduras de cuero, y no parecía contento de ver a Snorri.

—Me has privado de esta caza,
gothi
Snorri —tronó, ceñudo, cuando detuvieron los caballos y soltaron las ataduras del oso—. Y de paso, me has arrebatado el derecho a la venganza, ya que el hombre muerto era cliente mío.

Snorri se acercó y se plantó manteniendo el hacha apoyada en el hombro, de modo que todos pudieran ver la sangre que la manchaba.

—Mis clientes también solicitaron mi ayuda, Gudmund. ¿Qué podía hacer?

Hrafn, que se había quedado a cierta distancia con los demás, se inclinó para hablar al oído a Falcón.

—¿Va a haber pelea?

—¿Todavía no sabes nada de Snorri, después de todos estos meses que has pasado con él? —replicó Falcón con una tenue sonrisa.

Al final, Snorri entregó la totalidad del oso a Gudmund y solo pidió dos uñas de la garra izquierda, una para su hijo y otra para sí. Gudmund refunfuñó, pero como era evidente que hasta sus propios clientes consideraban generosa la propuesta de Snorri no pudo negarse, aunque sí protestó con brío, afirmando que la piel quedaría arruinada por aquella mutilación.

Snorri regresó junto a ellos, luciendo una discreta sonrisa.

—Bueno, así nos vamos a ahorrar el tener que arrastrar la fiera hasta Helgafell.

Sus hombres se echaron a reír, dándole la razón. Falcón declaró en voz alta que la carne de oso era de todas formas demasiado dura.

Oreakja cabalgó cerca de su padre durante un buen trecho, con mirada reluciente de orgullo, hasta que al final Snorri lo mandó adelantarse con Kjartan en busca de leña escupida por el agua. Hrafn se situó entonces al lado de Snorri, que emitió un suspiro, observando a los dos jóvenes que se alejaban.

—Es buena cosa ver a un joven que tiene tan buen concepto de su padre —comentó, riendo, Hrafn.

—Aunque no le merecen la menor consideración las riquezas que conseguí para él con la dote de su novia —se lamentó Snorri—. Tampoco sabe reconocer la sabiduría que trato de inculcarle, pero eso sí, si efectúo una pirueta de carnicero, me pone en un pedestal.

—Así es la juventud —sentenció Hrafn.

—Así son la mayoría de los hombres —puntualizó Snorri con acritud—. Basta con actuar como una bestia y matar a cientos de hombres para adquirir renombre y respeto, sin que se tenga en cuenta nada más.

Los chicos encontraron un montón de leña con la que encendieron una fogata para realizar un alto, pese a que ya era tarde y podrían haber seguido directamente hasta Helgafell. Se permitieron el derroche de alimentar las llamas hasta que alcanzaron una altura superior a la suya propia y levantaron los brazos, retrocediendo ante el calor.

Sentados encima de leños, comieron queso y salmón ahumado y bebieron leche cuajada que traían en los pellejos. Hrafn sacó de la alforja un odre de vino, que había llenado en el gran tonel del barco, y lo hizo circular entre todos. Aquella bebida era mucho más potente que la pastosa cerveza que ellos estaban acostumbrados a tomar, y pronto sus caras estuvieron arreboladas no solo a causa del fuego.

—Me alegro de no vivir en la tierra donde elaboraron esto —declaró Falcón después de tomar un largo trago—, porque estaría borracho todo el día. ¿Cómo has dicho que se llamaba ese sitio, Hrafn?

—Anjou. En la tierra de los francos.

—¿Y qué tiene de malo estar borracho todo el día? —intervino Kjartan, suscitando un coro de risas.

El sol comenzó a descender en el horizonte, aconsejándoles ponerse en camino, pero estaban aletargados por el vino y la comida, y también por el cansancio de la lucha contra el oso. Las largas sombras daban, no obstante, pábulo al desasosiego, de modo que todos comenzaron a lanzar furtivas miradas a sus espaldas, más allá del círculo del fuego.

—El otro día volvieron a encontrar varios corderos muertos, en el fiordo de Swan —dijo Falcón, en sintonía con el ambiente. Freystein e Illugi habían ido a visitarlos en la barca unos días atrás, dejando la seguridad de su granja para huir del aburrimiento, y le habían dado la noticia—. Un cliente del
gothi
Arnkel juró haber visto a Kili Arnusson caminando por los pastos con el espectro de Thorolf.

—Los asesinados siempre vagan con el fantasma de quien los mató —aseguró Kjartan con osado aplomo—. Eso decía mi abuelo. ¿No fue Kili el que pereció abatido por el hacha de Thorolf por Navidad?

—No solo los fantasmas empuñan hachas —señaló Snorri con sequedad.

—¿Qué quieres decir, padre? —preguntó Oreakja.

—No hay nada de lo que se supone que ha hecho ese espectro que no pueda haberlo hecho un hombre vivo.

—¿Y quién iba a querer hacer tales cosas? —se mofó Kjartan.

Falcón y Snorri cambiaron una mirada, pero guardaron silencio.

La cala donde se encontraban quedaba a resguardo del viento y resultaba cálida y acogedora. Oreakja dijo que habría acampado allí si hubieran llevado mantas o pieles y una tienda. Kjartan se ofreció a ir a buscarlas, y luego los dos jóvenes se pusieron a discutir excitados los detalles, sin dejarse atemorizar por los espíritus.

—No, os quedaréis en Helgafell, con las puertas bien atrancadas —zanjó el
gothi
Snorri—, hasta que se haya resuelto mi disputa con Arnkel. No son los fantasmas lo que me inspira temor.

Los hombres callaron, adoptando una grave actitud.

—¡Pero para eso podrían faltar años! —protestó Oreakja.

—Así son las cosas ahora, hijo —reconoció el
gothi
—. En este momento es arriesgado estar solo a la intemperie.

—¿Por qué no acabamos con esta situación? —replicó Oreakja, poniéndose en pie—. Dejémonos de intrigas y cabalguemos hacia el sur para limpiar de enemigos el fiordo de Swan.

Kjartan asintió, dubitativo, pero los demás siguieron callados. Falcón miraba el fuego solamente. Snorri cogió el pellejo de vino y después de beber, escupió un trago en las llamas.

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