Los clanes de la tierra helada (14 page)

BOOK: Los clanes de la tierra helada
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—Yo no quiero tu comida. No quiero más que un favor de ti.

El
gothi
Snorri se arrellanó en su sitial. «¿Qué querrá este bruto de mí? —se preguntaba sin cesar—. Es Ulfar —pensó de improviso. Tenía que ser eso. Thorolf quería su ayuda para enfrentarse a Ulfar, o por algo relacionado con él—. ¿Lo habrá matado, por la sangre de Thor?» ¿Necesitaría protección frente a Thorbrand? Se devanaba los sesos, tratando de percibir las implicaciones. ¿Dónde había situado Thor la oportunidad en aquello?

—¿Un favor?

—Sí. Tú eres el jefe de esta zona, el mejor considerado de todos, y por eso te corresponde a ti enderezar los entuertos cometidos contra quienes viven aquí. Esa es tu obligación.

Falcón soltó un quedo bufido ante la ampulosa retórica del Cojo, que le asestó una mirada acerada como una daga, aunque sin decir nada. El
gothi
Snorri se limitó a inclinar la cabeza, aceptando la alabanza.

—¿Qué persona ha quebrantado tus derechos, Thorolf, y de qué manera?

—Ha sido Arnkel, mi hijo.

Falcón dirigió una significativa mirada a su jefe, pero sin dar ninguna muestra de asombro, este se limitó a adelantar el torso, raspándose la barbilla con el pulgar. Luego fijó la vista en el suelo y permaneció absorto un momento, hasta que Thorolf comenzó a agitarse de impaciencia.

—Ah. ¿Quieres llegar a una resolución por el asunto de los esclavos que mató, es eso? —dijo en voz baja Snorri.

—Eso es —se apresuró a confirmar el Cojo—. Veo que me has adivinado el pensamiento.

El
gothi
Snorri se ensimismó otro momento, con las manos juntas, cabizbajo. Él sabía que lo hacía para ocultar el brillo de sus ojos. Thor había respondido a su plegaria. Volviendo la cabeza, pidió a Falcón que trajera al mercader Hrafn y varios hombres más.

Falcón salió y se quedaron solos a la tenue luz de la lámpara de la sala. El
gothi
respiró a fondo, consciente de lo que iba a apostar. Cuando dirigió la palabra al Cojo, adoptó una dureza de piedra en el tono y en la expresión.

—Tú viertes a hablar de mis obligaciones como jefe, pero estas no son nada comparadas con las obligaciones que tiene un padre con su hijo. Tenías mejor concepto de esta cuestión hace ocho años, cuando viniste a pedirme que apoyara a Arnkel en su pretensión de ser
gothi.

—Y lo pagué con gran desembolso —replicó el Cojo—. Yo siempre procuré el bien de mi hijo y ahora me trata mal.

—Bah. Entonces es que ves la cosa con ojos mezquinos. Obtuviste un tesoro a cambio de tu tierra baldía —afirmó con calculada mordacidad, a fin de atajar la ira del Cojo—. Te hice vender dos granjas que no podías hacer rendir, a Ulfar y a su hermano, y recibiste un buen dinero por ellas. Ese fue el precio que pedí por aceptar que tu hijo fuera jefe, por poner en juego mi reputación por ti y por él. Lo hice solo por beneficiar a los esclavos libertos de mi cliente Thorbrand, Ulfar y Orlyg, para que pudieran emprender una nueva vida. Yo no recibí nada aparte de honor. —Apuntó al Cojo con un dedo acusador—. Tú no eres la clase de persona que era Einar. Él dirigía bien esas granjas. Tampoco estás a la altura de tu hijo, que tiene el doble de hombría que tú. ¿No te da vergüenza atacarlo, cuando deberíais obrar como una sola persona en todo?

Thorolf enseñó los dientes, furioso, pero el
gothi
no se inmutó. Con el Cojo, las granjas estaban mal cultivadas y plagadas de malas hierbas, y para él fue un alivio desprenderse de ellas a cambio de dinero contante y sonante. La verdadera pérdida había sido para Arnkel, que se había visto obligado a renunciar a sus derechos hereditarios sobre la tierra de Ulfar y Orlyg.

Ese fue el precio que tuvo que pagar por el honor de ser
gothi.

Arnkel se tomó muy mal aquella desposesión. Su rabia era manifiesta, tan clara como la luz irradiada por el sol.

Había odiado al estúpido de su padre, que se daba aires de gran señor ataviado con oro y plata, cediendo ebriamente el futuro de un manotazo sin tener idea de lo que hacía, con todas las miradas de la asamblea concentradas en él bajo el luminoso sol de primavera, sin posibilidad de recuperarlo.

Snorri se acordaba de los ojos de Arnkel, de la locura apenas disimulada que afloró a ellos cuando Thorolf acordó el
handsal
con el
gothi
Snorri, consciente de que no tenía otro modo de acceder al poder. Detrás de aquellos ojos había un ansia asesina en el momento en que su padre lo empujó para que acudiera a jurar ante todos que cedía sus derechos sobre la tierra de Ulfar y de Orlyg. En todas las caras de los hombres que fueron testigos del triunfo del
gothi
Snorri había un asomo de desdén, oculto detrás de amables sonrisas.

«¿Hasta dónde debería decirle? —se planteó el
gothi
Snorri observando la hinchada cara del Cojo—. ¿Debería decirle que de un solo golpe dejé legalmente dividida a la mitad la herencia de tierras de su hijo, reduciendo así a un futuro enemigo? No. En ese caso dirigiría su rabia contra mí y no contra Arnkel.» Allí no había lugar para fanfarronadas. Las bravatas eran para los necios como él.

No le diría nada. Se limitaría a aprovechar aquel regalo de Thor, el odio de un padre contra su propio hijo.

Arnkel estaría atrapado en su diminuta parcela de Bolstathr hasta la muerte del Cojo. Había sido fácil predecir que el orgulloso y egoísta Thorolf nunca cedería ningún palmo de sus tierras a su hijo, y el
gothi
Arnkel no estaba en condiciones de comprarlas. Tenía poco dinero y no habría pasado de ser un próspero granjero como tantos, un
bondi
sin pretensiones. No obstante, en ocho años había conseguido atraerse clientes y forjarse un poder en el fiordo de Swan e incluso más allá, esgrimiendo su condición de jefe y su fuerza personal a la manera de una espada.

Su poder residía al margen de la ley.

«Yo no puedo enfrentarme a Arnkel allí —se dijo Snorri—, en el terreno de la violencia y las peleas, en el que él es superior. Debo derrotarlo en mi campo.»

Esbozó una sonrisa.

—No voy a aceptar este caso, una disputa entre padre e hijo —declaró pausadamente—. Sobre todo teniendo en cuenta que el hijo es mucho más importante y poderoso que el padre.

—Soy yo el que posee la mayor parte de tierra en este fiordo y no ese mocoso —masculló, indignado, el Cojo—. ¡Y la gané por la fuerza! ¡Todo lo que tiene lo debe a mi generosidad!

—Y sin embargo estás aquí para pedir mi ayuda. Se dice que han transcurrido muchos años desde la última vez que mediste tu fuerza con él practicando con la espada. Él es un hombre potente en la flor de la vida. Es comprensible que le tengas miedo.

Al Cojo se le puso la cara roja como una remolacha. Las mandíbulas le temblaban de rabia de tal modo que Snorri rezó para que su corazón resistiera lo bastante para llegar hasta el final. Sabía que las lecciones que el Cojo dio a su hijo se interrumpieron el día en que este le quitó la espada de la mano y lo redujo al suelo, un año después de que Arnkel se hubiera erigido como
gothi
en Bolstathr.

Había muchos años de petulante arrogancia de los que podía sacar partido.

Aguardó, mientras el Cojo iba y venía, digiriendo la situación, murmurando. Después se detuvo y se volvió.

—Si aceptas este caso —anunció con siniestro tono—, te cederé los derechos de todo el dinero de compensación por los esclavos. Esa será tu tarifa.

En el pulso entre la codicia y la sed de venganza había ganado la segunda.

—No —rehusó el
gothi
—. ¿De qué me sirven unas cuantas monedas de plata si me gano un enemigo como ese temible hijo tuyo?

Con los ojos desorbitados, el Cojo propinó una salvaje patada a uno de los bancos, haciéndolo añicos. Falcón acudió entonces, ceñudo, con una larga tabla en la mano, con lo que resultó obvio que había estado escuchando desde la oscuridad del zaguán. Snorri lo instó a contenerse con un dedo. Hrafn entró en compañía de otros hombres y tomó asiento con su tripulación, lanzando inquietas miradas al viejo vikingo mientras tomaba un cuerno de cerveza. A los cinco clientes de Snorri que llegaron, curiosos, Falcón les indicó que se sentaran en un banco y los conminó a guardar silencio con adusta expresión. El Cojo, de todos modos, no les prestó la menor atención. Permanecía absorto en sus pensamientos, con la barbilla reclinada sobre el pecho, hablando para sí con sobrecogedores susurros.

Luego el viejo levantó la vista, iluminada por una súbita idea.

—De acuerdo, pues… De acuerdo. ¿Y qué me dices a esto, eh? —gruñó como un animal—. Crowness. El bosque.

El
gothi
Snorri apretó el puño para aquietar el brinco de gloria que sintió en las entrañas.

—¿Qué hay de eso? —inquirió con fingida calma y desinterés.

—Acepta esta disputa. Haz que Arnkel pague caro por mis esclavos y por la vergüenza que me ha hecho pasar. Haz eso y aquí, ahora mismo, te cedo ese terreno.

Con mirada tenebrosa y enloquecida, la mano en alto, el Cojo se adelantó como si lo retase a tender la suya para recibir la palmada que legalizaría el trato. El
gothi
Snorri paseó la mirada por la media docena de clientes suyos y tras posarla también en Hrafn el mercader, se levantó de su asiento.

—¿Queréis ser testigos de este acuerdo? ¿Y tú, Hrafn de Trondheim?

Los clientes respondieron que sí y Hrafn asintió con aire dubitativo.

—Este me parece un precio justo por la tarea que se me propone, por asumir la querella entre Thorolf y el
gothi
Arnkel, su hijo, por el precio de sus esclavos injustamente ahorcados. Será en la asamblea de Thorsnes, cuando concluya el invierno. —Hablaba con voz profunda y recia, para que nadie dejara de oír ni una palabra. En la sala reinaba un silencio absoluto. Todos sabían lo que ocurría y percibían el sentido ritual de la oratoria. Hrafn observaba con estupefacción. Snorri presentó la mano para el
handsal
—. Y por asumir esta labor, recibiré el terreno de Crowness, el bosque, tal como está ahora en posesión de Thorolf, en toda su integridad.

El Cojo le propinó una brutal palmada en la mano, intencionadamente dolorosa, pero el
gothi
Snorri no acusó el padecimiento. A su vez, levantó la diestra y la descargó sobre la palma de la mano del Cojo, sellando el trato.

Thorolf se quedó quieto un momento, como quien acaba de cometer un horrible crimen y no sabe cómo ha llegado a ese extremo. Luego se adentró tambaleante en la oscuridad de la entrada. La puerta se abrió dejando entrar una fría racha de aire.

Falcón fue a cerrarla.

A su regreso encontró al
gothi
examinando el hacha que había comprado a Hrafn, tanteando el filo con el pulgar. El arma había permanecido todo el rato apoyada a un lado del sitial, oculta en la sombra, al alcance de la mano.

—Tú no tienes espada, ¿verdad, Falcón? —preguntó.

—No,
gothi.

Snorri desvió la mirada y sonrió a Hrafn el mercader, que los observaba con expectación.

—Pues ya es hora de que te compremos una.

IV

Primavera

De la asamblea de Thorsnes y del pago de plata por sangre

El invierno se había disipado. Era primavera y la sangre corría con brío por las venas de la gente.

Las mañanas eran todavía frías y los retazos de hielo sucio resistían aún en las oquedades, detrás de las piedras y acantilados, donde el sol calentaba solo un breve rato al día. El viento, con todo, era clemente la mayor parte del tiempo. Los hombres iban a trabajar casi desnudos, exponiendo al calor del sol sus ropas a fin de expulsar de ellas los piojos y pulgas, pese a que todavía hacía demasiado frío para estar a gusto. Los días más largos permitían pasar más tiempo fuera, cosa que aligeraba las tensiones acumuladas dentro de las casas. A ello contribuía también el hecho de que la cerveza se había acabado hacía meses y eran solo los ricos los que bebían demasiado y acababan entablando peleas. Entonces había mucho que hacer. Había que llevar las ovejas a los pastos después de esquilarlas y luego cardar, lavar e hilar la lana. La transformación en tejidos de
vathmal
era la larga labor de los meses de invierno. Las vacas habían vuelto a dar leche a medida que la hierba volvía a brotar del suelo, y aquello representaba mucho trabajo, tanto con el ordeño como el posterior almacenamiento de la leche en los grandes barriles de los cobertizos situados en los pastos de altura, donde iría descomponiéndose poco a poco hasta transformarse en deliciosa cuajada y queso. Se había iniciado asimismo la elaboración del
skyr
, el sostén de la vida, suero espesado tan blanco como la piel de una doncella, voluptuoso manjar en la boca. La turba helada se había empezado a derretir y ya era posible hundir en ella la pala. El tepe del pantano se había fundido también, recubriéndose de verdor, y pronto podría iniciarse la recolección para reparar los daños causados en las casas por las tormentas.

No era aquel, pues, un momento muy oportuno para celebrar la asamblea y sustraer a los hombres del trabajo, pero desde el año anterior se habían acumulado muchos conflictos y para reunir a tanta gente a la vez se necesitaba que hiciera buen tiempo. No había ninguna mansión lo bastante espaciosa y todo dictamen legal exigía que los dioses fueran testigos del acto desde el cielo. En cuanto el sol aportaba suficiente calor al aire, los hombres se reunían. Las mujeres asumían una carga doble de trabajo mientras sus maridos se iban con sus lanzas y sus mejores ropas, prometiendo siempre zanjar lo antes posible los asuntos y regresar a sus granjas.

Claro que, al encontrarse con otros en los caminos que conducían a la asamblea, entre ellos reconocían con picardía que tampoco convenía darse tanta prisa.

La asamblea se celebraba en una colina truncada, coronada por una agrupación de rocas dispuestas en torno a un llano central de varios metros de diámetro. Los asistentes podían sentarse cómodamente en las piedras planas o ponerse de pie encima para utilizarlas como plataforma en sus argumentaciones. Los mejores sitios se reservaban a los asistentes más ricos y a los ancianos más respetados, y siempre surgían protestas cuando alguien cogía un lugar mejor del que le daba derecho su reputación. En los últimos años había sido tanta la afluencia de gente que muchos llevaban bancos y los colocaban en círculo alrededor de la achatada cumbre. El
gothi
Snorri era uno de ellos, ya que detestaba la lucha por la distribución de posiciones, pese a que siempre obtenía lo que quería siendo como era uno de los tres principales
gothi
que presidían la asamblea de Thorsnes. Aquellas pugnas eran una pérdida de tiempo que a menudo desembocaba en nuevas disputas y agravaba las añejas.

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