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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Los cipreses creen en Dios (99 page)

BOOK: Los cipreses creen en Dios
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Fueron varios días de trabajo intenso, que a la postre se vio compensado. El reporte sobre Rusia lo preparó Gorki.

En la portada se veía a Stalin sentado en el Kremlin. A sus pies miles de obreros aclamándole con rostro feliz. Arriba, en dos medallones poéticos, Marx y Lenin contemplaban, desde el más allá, su obra.

En el interior iba el reportaje, con fotografías y documentos verídicos. Los comunistas gerundenses quedaron boquiabiertos ante el espectáculo de las gigantescas obras que se realizaban en Rusia, de riegos, vías de ferrocarril, extracción de minerales, etc… Enormes tentáculos parecían extenderse por todo el país, multiplicando sus riquezas. Pero, acaso lo que más les impresionaran fueran las condiciones en que trabajaban los obreros rusos. Los comedores colectivos, las enfermerías, el número y magnificencia de las piscinas de que disponían en las mismas fábricas, los campos de deporte. «Comparad esta piscina de Novogorod con la de la Dehesa», escribía Gorki en tercera página, al pie de un grabado colosal. «Comparad este campo de fútbol de Odesa con el de Gerona, cuya utilización, obreros, os está prohibida so pretexto de que destrozáis la hierba.» Los militantes de Cosme Vila hundían la nariz en las páginas, husmeando en el Gran Canal, en los comedores colectivos, en las viviendas moscovitas, georgianas. Especialmente Teo, a la vista de aquellas piscinas, se volvía loco, pues su manía continuaba siendo dar saltos desde un trampolín, y comprendía que en Odesa, y sobre todo en Novogorod, podría darlos incluso mortales.

Los afiliados repetían lo que el doctor Relken había dicho un día en el Neutral: «Desde luego en Rusia se vive mucho mejor que aquí». Los afiliados estaban convencidos de que la gran masa de trabajadores se componía de voluntarios. En la última página, Gorki, insertó un grabado representando lo que sería el Metro de Moscú, todo en mármol.

En cuanto al suplemento, dedicado a la localidad, fue tal vez uno de los blancos más certeros conseguidos por Cosme Vila.

El papel utilizado era inferior al del
Boletín
, la impresión más deficiente, el tamaño más reducido; pero no importaba. Constituía un inenarrable desfile de personajes de la localidad, cada uno con su leyenda. Alguien lo bautizó: «Álbum familiar».

En primera página aparecía el comandante Martínez de Soria montando a caballo al lado de Marta. El porte de ambos era digno; por el contrario, sus rostros aparecían monstruosos, merced al procedimiento de alargar la boca de oreja a oreja.

Todo el mundo se rió de la doble imagen. Todo el mundo se rió, excepto Ignacio. Ignacio, al ver aquello, palideció, se le cortó la respiración. Había encontrado el suplemento en el vestíbulo, al regresar del Banco; alguien lo había deslizado por debajo de la puerta.

Jamás había sentido ira semejante. Su padre temió que cometiera alguna imprudencia, pues el muchacho miró, papel en mano, en dirección al local del Partido Comunista. «Verdaderamente es una canallada —dijo Matías Alvear, cubriendo con disimulo la puerta del pasillo—; pero ¿qué quieres? Todo eso se cae por sí solo, un día u otro.» Ignacio, inmóviles las mandíbulas, por fin dobló, a distancia, la hoja del semanario, y se encontró ante una nueva fotografía del comandante, esta vez desfilando sable en alto, mientras en un rincón unos obreros pequeños, reducidos de tamaño, le miraban con miedo.

Aquello era ingenuo e Ignacio no pudo reprimir un comentario que hirió los tímpanos de Carmen Elgazu.

Fue recorriendo las otras páginas, una por una. Y a medida que las doblaba iba comprendiendo la astucia de Cosme Vila. Vio a don Jorge apeado de un taxi en el portal de una de sus propiedades, pinchando con el bastón en un cesto lleno de patatas que le presentaba un colono. Vio a «La Voz de Alerta» en el café de los militares, inclinado en posición rastrera, ofreciendo fuego, con su mechero, a un coronel. El pie rezaba: «Dentro de pocos días, este hombre volverá a sentarse en la redacción de
El Tradicionalista
».

Salía don Santiago Estrada del brazo de su mujer, en pleno Puente de Piedra, ambos soltando una carcajada. Luego una fotografía del señor obispo, al que seguían dos pajes sosteniendo cojines morados. Los Costa fumando un puro mientras los obreros salían de la fundición. ¡El hijo del profesor Civil con una octavilla falangista en alto! El notario Noguer, Laura, los capuchones de Semana Santa, un entierro de primera clase, con los plumeros de los caballos recortándose en el cielo azul.

Y en última página, el golpe mortal, la obra maestra del aparato fotográfico de Víctor: un clisé que representaba el Hermano Alfredo en el patio de los Hermanos de la Doctrina Cristiana, repartiendo caramelos a un grupo de chiquillos. Los ojos del hermano Alfredo, retocados con arte exquisito, expresaban una gran beatitud.

Ignacio, al terminar, se dirigió a la ventana del comedor, la abrió de par en par y tiró al río el suplemento. Pilar, que estaba en la ventana de su cuarto, ajena a cuanto ocurría, gritó: «¿Qué haces?» Ignacio se retiró y cerró los postigos con estrépito. La muchacha entonces miró abajo, al agua; y le dio tiempo de ver como la corriente se llevaba lentamente la gran carcajada de don Santiago Estrada.

Y no obstante, la finalidad perseguida por Cosme Vila había sido conseguida. En los cafés, los comentarios irónicos en torno a las fotografías se multiplicaron. Raimundo, extrañamente agresivo desde la guerra de Abisinia, pegó en la pared la correspondiente a «La Voz de Alerta». En el Banco era opinión unánime que Laura y el notario Noguer hubieran debido ser respetados; en cambio, el pinchazo del bastón de don Jorge a una patata tuvo gran aceptación.

Todo quedaba preparado para la Asamblea General. Murillo estaba tranquilo, pues Cosme Vila no le había dicho nada con respecto a la venta de la imagen. A Teo, una alusión a su hermano Jaime Arias, hecha en el Suplemento, le llenó de gozo, apaciguándole en parte de la rabia que le mordía por el atentado del teniente Martín. Toda la masa de afiliados al Partido Comunista vivía horas de fiebre, sobre todo porque se anunció que estarían presentes en el Teatro Albéniz varios dirigentes comunistas de Barcelona, y probablemente el camarada Vasiliev. La misma bomba número cuatro acabó siendo considerada una hábil jugada del jefe.

Cosme Vila no se movía de su escritorio, abriendo ahora un cajón, ahora otro. Su mujer le quería más que nunca; sus suegros sólo dejaban de pensar en él en los instantes estrictos en que tenían que cerrar el paso a nivel.

El jefe estaba satisfecho porque veía que abría brecha en la ciudad. Antes de las elecciones, la casi totalidad de afiliados eran obreros de fábrica; ahora sabía que algunos estudiantes de matemáticas se habían declarado comunistas en sus conversaciones, y al pasar él notó que le miraban con gran curiosidad y cierto respeto. Se hablaba de un practicante del Hospital, comunista. De un profesor del Instituto, de varios intelectuales solitarios, y aun de alguna persona hacendada.

Don Santiago Estrada preguntó en el Casino:

—¿Cómo es posible que una persona hacendada sea comunista?

Nadie le dio una explicación satisfactoria.

* * *

Casal se quedó muy sorprendido al recibir una invitación personal de Cosme Vila. «Tienes una silla reservada en el escenario, en la Presidencia.» Lo mismo les ocurrió a David y Olga: otras dos sillas reservadas.

En cambio, el doctor Relken no acertaba a explicarse que su nombre hubiera sido olvidado. Se sirvió un vaso de agua y le dijo a Julio: «Asistiendo el ruso, han preferido mantenerme apartado».

Casal sospechaba que la invitación de Cosme Vila no tenía nada que ver ni con las relaciones personales ni con buenos deseos de solidaridad.

Por otra parte, David y Olga se habían sentido picados en lo más vivo de su curiosidad. En la invitación que recibieron, una posdata de puño y letra de Cosme Vila decía: «Vuestra presencia sería interesante, pues para el plan de reforma de la enseñanza que pensamos presentar, contamos con vuestro Manual de Pedagogía».

Estas palabras llenaron a los maestros de un júbilo que les resultaba difícil disimular. La verdad era que la Generalidad continuaba no dándoles sino vagas esperanzas respecto a su Manual. Como inspectores del Magisterio de la provincia, podían distribuir plazas, sancionar, crear nuevos centros docentes y prohibir el uso del hábito: pero en el régimen interior de las escuelas, la tradición levantaba contra ellos obstáculos a menudo insuperables. Propuestas como las de lavar semanalmente la cabeza a los alumnos o de dedicarlos a la agricultura, habían sido recibidas con hostilidad por parte de algunos maestros. Otros habían implantado, por cuenta personal, reformas cuya audacia se revelaba excesiva.

Ante la ayuda sugerida por Cosme Vila se mostraron partidarios de asistir a la Asamblea. Casal les dijo: «Pues bien, yo os acompañaré».

Julio, en cambio, declinó la invitación que también había recibido. Lo mismo que el Comisario. Desde la reunión de la Comisión de Seguridad cualquier iniciativa de Cosme Vila les parecía sospechosa. «Que se ande con cuidado —comentó Julio en aquella ocasión—, que la caballería está deseando volver a salir.»

Cosme Vila había solicitado la presencia de una patrulla de Guardias de Asalto. Según él, la célula trotskista, al anuncio de la llegada del camarada Vasiliev, preparaba una acción contra éste.

La Asamblea estaba anunciada para las nueve de la noche. Y sin embargo, a partir del cierre de las fábricas se notó alrededor del Teatro una gran efervescencia, y se veían caras desconocidas, de tipo rural, llegadas de toda la provincia. El Responsable y Porvenir, en un café, dudaban entre hacer algo o aceptar en silencio el fracaso de su movimiento, fracaso que llevaba trazas de convertirse en definitivo.

En realidad habían transcurrido pocos días desde la presentación de las bases anarquistas. Los ochocientos huelguistas continuaban, por lo tanto, en la brecha; pero se notaba entre ellos evidente desánimo, pues las máquinas zumbaban a pesar de todo, y en muchos hogares había aparecido inevitablemente la negra miseria. Los anarquistas decaían de una manera especial al anochecer, al encenderse todas las luces de la ciudad. Entonces comprendían hasta qué punto su sueño había sido breve. Comentaban entre sí las cuarenta y ocho horas en que Gerona había quedado a oscuras, en que la gente andaba por las calles palpando la pared. Especialmente, Santi no se hacía a la idea de que la luz hubiera vuelto.

Ahora el Responsable le decía a Porvenir:

—A nosotros nos fastidiaron por el mero hecho de pedir Control. Ahora esos animales pedirán mucho más y todo el mundo mutis.

Porvenir contestaba:

—Por burros. Debimos pedirlo todo, hasta la abolición de la moneda.

Y no obstante, ninguno de los obreros que se iban concentrando frente al Teatro se acordaba ya de la huelga anarquista. En cambio, para muchas empresas su prolongación se revelaba fatal. Los Costa, sobre todo, estaban desesperados. Sus mujeres les decían: «¡No! ¡Si terminaréis haciéndonos caso y nos iremos todos a vivir a País!» Laura había llegado con su canción a complicar aún más las cosas. A ella no le importaba ni la huelga ni la Asamblea; a ella le importaba su marido detenido, «La Voz de Alerta», sobre todo porque mosén Alberto le había dicho: «Si no se espabila usted, y por poco que los comunistas metan mano, los quince días de arresto se convertirán en quince meses».

Los Costa le contestaban: «¿Qué podemos hacer? El arresto es legal. ¿Creéis que podemos alterar el Código?»

Mosén Alberto había aconsejado a Laura que removiera cielo y tierra. El sacerdote pretendía estar al corriente de las bases que había preparado Cosme Vila, de acuerdo con los jefes comunistas de Barcelona y con el profesor del Instituto recientemente ganado por el marxismo. «Se trata de una auténtica revolución de tipo soviético, de poner la provincia en manos de la turba.» El notario Noguer creía que exageraba.

La minuciosidad de los informes de mosén Alberto contrastaba con la ignorancia absoluta en que se encontraba la propia masa de afiliados comunistas respecto a lo que oirían aquella noche en el Teatro Albéniz. A medida que avanzaba la hora, la Plaza se abarrotaba y se oían comentarios de todas clases. «¡Vamos a dar un ultimátum
que pa qué
!» Otros aseguraban que se pediría sentencia de muerte contra el teniente Martín y convertir los cuarteles en locales para el pueblo, «como se había hecho en Rusia».

Ante la aglomeración que se producía, los porteros del Teatro decidieron abrir las puertas, aun cuando faltaba una hora para empezar. Y en poco más de veinte minutos el local se llenó. Porvenir, desde el café, dijo, viendo las colas: «Hay mucha hembra»; y era verdad. Muchas mujeres, algunas llevando carteles que decían. «¡Viva Rusia!» Los que decían: «¡Viva el camarada Vasiliev!», estaban en la estación, rodeando al Comité Ejecutivo del Partido, en espera de la llegada del tren.

En el momento en que los altavoces del Teatro anunciaron la entrada en Gerona del camarada Vasiliev y de los jefes comunistas de Barcelona, una ola de emoción estremeció a la multitud. El hijo del sepulturero se subió a la butaca. Todo el mundo miraba a la puerta de entrada, pero los altavoces comunicaron que los oradores harían su aparición directamente en el escenario.

Eran muy pocos los que conocían a Vasiliev. Su imagen no había aparecido ni siquiera en
El Proletario
. Algunos recordaban una fotografía que publicó
El Día Gráfico
, en la que se le veía en el puerto de Barcelona, puño en alto, recibiendo a unos marinos de un petrolero ruso.

Por ello su entrada en el escenario, rodeado de dirigentes, fue doblemente espectacular. No hubo necesidad de presentaciones entre él y la masa. Una cabellera blanca un poco anárquica, gafas con cristales de doble espesor, cuello poderoso. Su tez, mate, contrastaba con el moreno meridional. Con dos manos de gestos secos saludó a la multitud. Y en el instante en que los altavoces iniciaron
La Internacional
, su puño se elevó como un poste humano, prieto y enérgico, arrastrando consigo los puños de todos los asistentes. Los acordes del himno electrizaron a la concurrencia. Se veía la inmensa cabeza de Teo asomando, con la sonrisa en los labios, en el fondo del escenario, rozando la parte inferior del medallón de Lenin. La valenciana, increíblemente endomingada, aparecía en primer término. De Gorki no se veían más que su pequeña barriga y sus escrutadores ojos. Los bigotes de foca de Murillo cosquilleaban a un dirigente de Barcelona. A la derecha del ruso, la cabeza iluminada de Cosme Vila.

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