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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Los cipreses creen en Dios (122 page)

BOOK: Los cipreses creen en Dios
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«La Voz de Alerta», al llegar a su casa y contar a Laura lo ocurrido, temblaba de pies a cabeza. «¡Tengo que huir, tengo que huir!» Comprendía que no tenía salvación. Pensaba en los Costa. «¡Hay que avisar a tus hermanos en seguida!» Laura lloraba. «¿Qué quieres pedirles? Estaban furiosos por la sublevación. Además que no sé si conseguirán nada. ¡Dios mío!, ¿qué vamos a hacer?» En la puerta de la alcoba sonaron dos golpes. Era la criada, Dolores. «Señorito… sé lo que ocurre. Todo el día de ayer estuve pensando en usted. Cojamos el coche y nos vamos a mi pueblo. Ya sabe usted que allí todos le queremos. Le defenderemos todos, ¡todos!» «La Voz de Alerta» sintió que aquellas palabras eran el Evangelio: «¡Haz las maletas! Pon esto, pon lo otro…»

El notario Noguer subió a ver a mosén Alberto, el cual no se había acostado. El notario le dijo: «Hay que pasar la frontera inmediatamente. Hay que ir en coche hasta donde sea y luego buscar un guía. Usted se viene también con nosotros».

Mosén Alberto dudó. Dijo que no podía tomar ninguna determinación sin consultarlo con el señor Obispo. «¡Pues vaya a Palacio y vengan a casa antes de las ocho! El comandante no hablará con las autoridades hasta media mañana. No hay tiempo que perder.»

Don Pedro Oriol no quería moverse del piso. «Estoy fatigado. Además, ¿qué pueden hacerme? Supongo que les interesarán otras víctimas.»

Mateo reunió a todos los falangistas y les dijo: «Camaradas, ya sabéis que en Gerona el Movimiento no ha fracasado. Quien diga lo contrario, miente. Aquí hemos triunfado… sin resistencia además. Nuestra labor ha resultado inútil. Ahora tenemos que retirarnos porque en Barcelona ha habido traición. ¡Pero no importa! Tal vez muramos todos, pero España se salvará. Con sólo un reducto que hubiera quedado bastaría, y han quedado no sólo reductos, sino provincias enteras. Que Dios nos proteja. ¡Arriba España!»

Todos le rodearon con efusión. Rosselló le dijo: «Por lo menos tú, ponte a salvo». Mateo contestó: «Yo me voy a visitar a mi padre. Tal vez volvamos a vernos. Os doy mi palabra de honor de que haré lo que crea mejor para el servicio de España. Si pudiera dar la vida para salvar la de José Antonio o la vuestra, la daría».

Capítulo LXXXVII

A las nueve en punto, el comandante izó la bandera blanca en el cuartel y mandó una nota al general indicándole que se rendía con todos sus hombres y armamento «para evitar derramamiento de sangre». La nota añadía: «Creo haber servido a España. Una y mil veces volvería a hacer lo que he hecho».

Aquélla fue la señal. Todos cuantos custodiaban a los detenidos se retiraron al cuartel y luego a sus casas. El general salió a la calle y se encontró con el coronel Muñoz que salía en su busca. Ambos se dirigieron a Comisaría. El Comisario estaba en su puesto, secándose el sudor. También el agente Antonio Sánchez. Julio no había llegado todavía. El general dijo: «Hay que proceder inmediatamente a la detención de esos traidores. Vamos al cuartel». El Comisario sugirió la conveniencia de esperar unos minutos. Había mandado aviso a todos los jefes de los Sindicatos y Partidos Políticos que se habían mantenido adictos al Gobierno de la República, y parecía deber de corrección que ellos formaran parte de la comitiva que fuera al cuartel. «No hay que olvidar que ha sido el pueblo el que ha ganado la batalla en Barcelona y en tantos lugares.»

El general creía que era asunto estrictamente militar y de Orden Público. El coronel Muñoz lo mismo. «Vamos nosotros, usted como Comisario y Julio como Jefe de Policía. ¿Dónde está Julio?» Los acompañarían guardias de Asalto.

El Comisario accedió de mala gana. ¡Cosme Vila, el Responsable, Casal! Se indignarían al saberlo. Tal vez estuvieran detenidos aún. «Tal vez alguno de ellos haya sido fusilado.»

Salieron a pie, formando un grupo compacto que cruzó la Rambla en medio de la mayor expectación. La gente empezaba a salir, insegura. Al reconocer al general y a sus acompañantes, todo el mundo comprendió lo que había pasado. La rendición era un hecho. «Se dirigen al cuartel a detener al comandante Martínez de Soria.»

La comitiva cruzó el Puente de Piedra. Un extraño silencio se había adueñado de aquella parte de la ciudad. Tomaron la avenida paralela al río. Allá al fondo, frente a los cuarteles, se veían manchas oscuras. Se hubiera dicho que había agitación. A medida que avanzaban, percibían voces y ruidos. «¿Qué ocurre?» Suponían que encontrarían el cuartel muerto, con los oficiales formados en espera de su llegada. En vez de esto, era evidente que había gran movimiento. El general, de pronto, temió que la nota mandada por el comandante fuera una estratagema y que los oficiales se aprestaran a disparar sobre ellos a quemarropa. A lo lejos se veía, pequeña, la bandera blanca. Y los gritos continuaban. Ordenó a varios guardias de Asalto que se acercaran a ver lo que ocurría. Éstos obedecieron y regresaron con la noticia de que la gente que había allá eran militantes del Partido Comunista y de la CNT-FAI. Habían visto la bandera blanca en seguida y se habían adelantado a pedir justicia. El general lanzó varias imprecaciones. «¿Son muchos?» «Continuamente llega más gente. Si no se da usted prisa, asaltarán el cuartel.»

Echaron a andar. Y al llegar a unos quinientos metros del edificio se ofreció a sus ojos un espectáculo inaudito. Del cuartel empezaban a salir los soldados tirando sus gorros al aire y pisoteándolos. «¡Licenciados, licenciados!», gritaban. Se quitaban las guerreras, y algunos paisanos les cedían, riendo, sus chalecos, camisas o boinas, poniéndose por su parte la indumentaria militar, en actitudes ridículas. Había mujeres que se quitaban las blusas y las colocaban sobre la cabeza de los soldados a modo de pañuelo.

—¿Quién ha ordenado licenciarlos? —gritó, exasperado, el general.

Nadie contestó. Los soldados, al verle, iniciaron un movimiento de huida, algunos ni eso. De pronto alguien informó: «¡El comandante Campos!» Porvenir estaba allí y comentó, en voz alta: «No vamos a continuar con Ejércitos, ¿verdad?»

El coronel Muñoz hizo comprender al general que lo más urgente era proceder a la detención de los oficiales sublevados. Todo aquello se arreglaría más tarde. «¡Paso, paso!» La multitud que se iba congregando era enorme. La noticia de la rendición se había propagado ya por toda la ciudad. «¿Y dónde está el comandante Campos?»

Éste apareció en la puerta del cuartel, en compañía de dos sargentos que se habían quedado en sus casas durante la sublevación. El comandante Campos explicó al general que, al ver que la turba se congregaba ante el cuartel, había temido lo peor, y que licenciar a los soldados fue la única forma que vio eficaz para evitar que lincharan a los oficiales. «La orden de reincorporación podrá darse en cualquier momento», añadió.

El general le oía enfurecido, pero estimó que todo aquello era razonable. Entró en el cuartel. «¿Dónde están esos cretinos?» «En el salón de oficiales.» Allá se fueron, y el general en persona abrió la puerta.

El comandante Martínez de Soria estaba en el centro de cuantos habían secundado el movimiento. Eran unos veinte y el general fue mirándolos uno a uno, deteniéndose especialmente en el alférez Roma, que le había tenido en pijama unas cuatro horas, en su cuarto. Los oficiales estaban de pie, los brazos a lo largo del cuerpo. Ninguno de ellos se cuadró ante el general ni saludó militarmente. Éste comprendió. No acertó a articular una sílaba: tanta era su indignación. Se acercó al comandante Martínez de Soria y de un tirón le arrancó la estrella, respetando las condecoraciones. Luego hizo la propio con los demás, con ritmo nervioso y rapidez inaudita. Mientras tanto, el coronel Muñoz procedía a desarmarlos. Al quitarle el sable al comandante le dijo: «Lo siento…» Éste, al encontrarse sin sable, se quitó también los guantes blancos y los dejó sobre la mesa, al lado de la botella de coñac.

El general hizo un breve discurso anunciándoles que se les acusaba de rebelión militar contra el Gobierno al que habían jurado fidelidad, y que serían sometidos a juicio sumarísimo. El comandante Martínez de Soria le hizo observar que habían jurado fidelidad a España, pero no a un Gobierno que procedía a su ruina. El general le contestó que no era el momento de jugar con palabras.

—¿Dónde quedan detenidos? —preguntó el coronel Muñoz.

El general replicó:

—¡En… el calabozo! ¡En cualquier calabozo!

El comandante Campos se acercó al general. Le advirtió que la masa concentrada afuera preferiría sin duda alguna la cárcel, la cárcel civil. «No olvide, mi general, que sido el pueblo el que…»

«¡Al diablo con el pueblo!» El general estaba harto de oír aquella palabra. Por desgracia, los calabozos en condiciones estaban en el cuartel de Infantería. «¡Hay que trasladarlos allá ahora mismo! ¡Andando!»

El comandante Martínez de Soria palideció. Había oído el rumor de la multitud afuera y sabía que sólo el comandante Campos y el temor de las pistolas habían contenido aquel alud. ¡Salir ahora, seguramente a pie y cruzar la ciudad! Conocía al general. No suponía que hubiera mala fe. Había en él algo inconsciente, obraba por instinto.

—General —dijo—, aquí al lado, en el despacho, está mi hija. Le agradecería a usted que mandara custodiarla hasta mi casa.

El general abrió y cerró los ojos precipitadamente.

—¿Su hija…? ¿Qué hace su hija?

El comandante marcó una pausa.

—Pues… ahí está.

El coronel Muñoz intervino:

—No se preocupe. Se la acompañará a su casa.

Los guardias de Asalto rodearon a los detenidos. El general, el coronel Muñoz y el Comisario salieron, y aquéllos detrás. Al comandante Campos le parecía una enorme imprudencia, pero sabía que el general no le daba importancia a nada y suponía que con un grito contendría una multitud.

Al aparecer en la puerta del cuartel la figura del comandante Martínez de Soria, el clamor de la turba fue infernal. «¡Asesinos, asesinos!» Por primera vez se hallaban verdaderamente mezclados comunistas y anarquistas, sin distinción. Socialistas en menor número, pero tampoco faltaban. Y soldados, con boinas o blusas de mujer en la cabeza. Y en primera fila los murcianos. La colonia de murcianos estaba allá entera, con algunos chiquillos. «¡Asesinos, asesinos!» Muchos iban armados y blandían sus pistolas. Al aparecer el teniente Martín el clamor redobló en intensidad. «¡Las tumbas de Joaquín Santaló y Jaime Arias!» Casi las habían olvidado. El teniente había encendido un cigarrillo, y un oficial de Asalto, de un manotazo, se lo tiró al suelo. «¡No haga el chulo, idiota!»

La comitiva echó a andar. La guardia era cerradísima; imposible abrir brecha. De pronto se oyó una voz que salía de lo alto de un camión militar parado allí. «¡Por las armas!» El general no entendió claramente, pero se volvió en redondo. «¡Por las armas!» La multitud se dividió instantáneamente en dos grupos definidos. Los que preferían ver al comandante Martínez de Soria sin estrella, sin sable, sin guantes blancos, despidiendo dolor por los ojos y el alma; al alférez Roma adoptando una actitud de olímpica indiferencia; al teniente Delgado, pálido como un cadáver; al teniente Martín y a los demás; los que preferían esperar que de un momento a otro pudiera despejarse la escolta y echar todos los oficiales al río, y los que al grito de «¡Armas!» se sintieron subyugados por esta palabra, recordando las que habían visto la víspera en manos de los amotinados, la ametralladora de Correos y los cañones. Los primeros continuaron cercando a los oficiales; los segundos entraron en tromba dentro del cuartel.

El general comprendió que era tarde para actuar, y que la media docena de sargentos que había dejado en el cuartel sería impotente para contener el alud. En cuanto al comandante Martínez de Soria dio un grito en dirección del coronel Muñoz: «¡Me ha prometido usted velar por mi hija!» El coronel le contestó: «Y he cumplido, no tenga usted miedo».

Los soldados licenciados fueron los guías de los que prefirieron entrar en el cuartel. Los acompañaron a través de largos corredores en dirección al depósito de fusiles, de bombas de mano. En uno de los patios aparecieron dos cañones. Los milicianos montaron en ellos. A gusto hubieran disparado. Querían arramblar con cuantas armas pudieran. Algunas bombas de mano, por su tamaño, no les cabían en los bolsillos; otras sí. Se llenaban de ellas la pechera. Cogían balines y los tiraban al aire o hundían las manos en ellos, dejándolos caer en cascada. Muchos se pusieron uno en la boca. El contacto frío y metálico los refrescaba. Los más sagaces descubrieron fusiles ametralladoras, se apoderaron de ellos y salieron afuera. Otros se ponían correajes con dos pistolones. Trozos de bandera servían para colocárselos en el cuello, a imitación del Cojo. Algunos se los doblaban en la cabeza a la manera de los piratas. Los soldados decían: «¡En el cuartel de Infantería hay mucho más!» El camión que había fuera fue abarrotado de armas y alguien lo condujo a toda velocidad hacia el local del Partido Comunista.

Entretanto la otra comitiva avanzaba, cruzando el Puente de Piedra. La gente había ocupado las aceras y contemplaba el paso de los oficiales detenidos. «¡Asesinos, asesinos!» «¡En Barcelona han muerto tres mil camaradas!» «¡En Madrid dos mil!» Aquellas cifras impresionaban al general. Los guardias de Asalto se multiplicaban para que ningún oficial ofreciera blanco seguro a la muchedumbre.

Al entrar en la Rambla se produjo el choque inesperado. En dirección contraria avanzaban, en fila, Cosme Vila, el Responsable, la valenciana, el catedrático Morales y Julio. Los primeros acababan de ser liberados. Julio se había decidido a salir de su escondite en casa del doctor Rosselló.

El Comisario, al verlos, gritó: «¡Ahí están!» El general ordenó avanzar sin hacer caso. Pero la multitud había visto a sus jefes y, dirigiéndose a su encuentro con los puños en alto, gritaba: «¡Viva Cosme Vila! ¡Viva el Partido Comunista! ¡Viva la CNT! ¡Viva Rusia!» El alférez Roma le dijo al teniente Delgado: «Ni un solo viva a la República». El teniente Delgado no pudo contenerse y gritó: «¡Viva España!» Solo le oyeron unos cuantos. El coronel Muñoz le miró por primera vez retadoramente. El teniente Delgado le dijo: «¿Un coronel se asusta de oír Viva España?»

Cosme Vila parecía un muerto. En veinticuatro horas sus ojos se habían hundido de forma inverosímil, como si los centinelas que le tocaron en suerte no hubieran cesado de apretar en ellos los dedos.

Alrededor de la cabeza tenía aún mucho pelo, pero arriba la calvicie era absoluta y ahora relucía al sol. Iba en mangas de camisa, con el cinturón ancho regalo de su suegro y las alpargatas ligeramente abiertas. Correspondió a los vivas de la multitud levantando el puño como sólo él sabía hacerlo. Todo el mundo advirtió que en el costado derecho llevaba un enorme pistolón.

BOOK: Los cipreses creen en Dios
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