—El jueguito con la chirusita terminó y quiero que mañana mismo, cuando regreses de Alta Gracia, anuncies la boda con Dolores; a más tardar, para el mes que viene.
—¿Y quién carajo se cree usted para decirme con quién tengo que casarme? —reaccionó Aldo.
Con una velocidad impensable en una mujer de su edad, Celia estuvo sobre su hijo y lo abofeteó. Aldo se echó en una silla y, con la cabeza entre las manos, intentó calmarse.
—Mire, mamá —empezó, al fin—, no voy a pretender que usted me entienda; no lo hizo cuando era un niño, menos ahora que soy un hombre. Pero quiero que sepa que amo a Francesca y que estoy dispuesto a casarme con ella si me acepta.
—¿Casarte con ella? ¿Un Martínez Olazábal con la hija de unos inmigrantes incultos y burdos? ¡La hija de la cocinera! ¡Nunca si yo puedo impedirlo!
—¿Y cómo va a impedírmelo? Ya no soy aquel chiquillo muerto de miedo al que usted dominaba a su antojo. Soy un hombre y haré lo que me venga en gana. Me casaré con Francesca y basta.
—¿Un hombre? —porfió Celia—. ¿Un hombre que no trabaja y que vive de la mensualidad que le dan sus padres? ¿Eso es un hombre para vos? Porque ni se te ocurra que seguirás recibiendo un centavo de mi bolsillo si te unís a esa mujerzuela.
—¡No la llame así! ¡No se lo permito!
—No seas tonto, Aldo —intentó Celia, en un tono amigable—. Si lo que querías con Francesca era un poco de diversión fácil, está bien, lo comprendo.
—No sabe lo que dice. Entre Francesca y yo jamás pasó nada. Ella es una dama.
Celia no ocultó su asombro; después de todo, si no había habido sexo, la relación se presentaba seria y comprometida.
—Mejor —expresó, refugiada en su sarcasmo—, al menos no tendremos que soportar el chantaje por un bastardo.
Aldo optó por abandonar la habitación: una insolencia más y no respondía de sí. Antes de cruzar el dintel, las palabras de Celia lo alcanzaron como un latigazo.
—Te casas con Dolores o te despides de vivir con los lujos y las larguezas a las que estás acostumbrado.
—No me importa —aseguró Aldo, de espaldas.
—Ya veremos si no te importa trabajar como un esclavo dando clases en la universidad con un sueldo de hambre. Porque con la carrera que elegiste, Filosofía —acotó con displicencia—, no podrás hacer otra cosa. Se te acabarán los viajes a Europa, ser miembro del Jockey, los trajes de Londres y los zapatos italianos. Alquilarás un cuartucho de dos por dos y comerás puchero a diario. Eso sí, junto a tu adorada Francesca.
Aldo salió dando un portazo.
Al morir Vincenzo, Alfredo propuso a Antonina mantenerla, a ella y a la niña, pero la joven viuda se ofendió y amenazó con romper la amistad si volvía a mencionarlo. Fredo ofreció entonces asistencia económica sólo para Francesca, y adujo que, después de todo, se trataba de su ahijada. Finalmente, tras mucho discutir, Alfredo consiguió que Antonina le permitiera pagar la educación de la niña.
Desde los primeros años, Francesca recibió el estímulo de su tío y tomó pasión por la lectura y todo tipo de manifestación artística. Amante de los grandes de la literatura, Fredo surtió la biblioteca de su ahijada con Shakespeare, Cervantes, Dante, Goethe y otros; Francesca, por su parte, tomó afición a las hermanas Brönte y Jane Austen, y lamentaba que hubieran muerto tan jóvenes y que su obra no fuera más extensa.
Orgullo y prejuicio,
que había leído tres veces, una de ellas en inglés con la ayuda de Miss Duffy, y
Jane Eyre
, con el fascinante Edward Rochester como enigmático galán, eran de sus tesoros más preciados.
El amor por la ópera y por Beethoven nació en ella con naturalidad y Alfredo, feliz de encontrar una discípula siempre pronta a escuchar sus explicaciones acerca de cavatinas,
allegros,
sopranos, tenores y directores, no dudó en transmitirle cuanto conocía. Solían concurrir a las veladas del Teatro San Martín con la esperanza, siempre pospuesta, de una memorable visita al Colón, que, según Fredo, tenía la mejor acústica del mundo. Francesca, fascinada con eso de «la mejor acústica del mundo», esperaba una ópera en la capital desde hacía años, pero su madre se mostraba renuente a dejarla partir.
La elección del colegio al que asistiría su ahijada no presentó mayores dilemas: simplemente optó por el mejor, el Sagrado Corazón, gestionado por unas monjas francesas conocidas por su espíritu estricto. En realidad, para Fredo poco contaban las cuestiones religiosas o protocolares que, por cierto, Francesca asimiló en sus doce años de educación. Le importaba más bien el aprendizaje del francés, que la niña terminó por manejar con una fluidez increíble. Miss Duffy, la institutriz de las Martínez Olazábal, había aceptado darle clases de inglés en sus horas libres por una suma irrisoria. «Le acepto el dinero, señor Visconti», le había dicho la irlandesa, «porque, de seguro, Antonina se opondrá a que lo haga gratis. Pero sepa que he tomado tanto cariño a esta chiquilla que, de buen grado, lo haría por nada». Con su madre, Francesca hablaba el siciliano, dialecto cerrado, difícil de pronunciar y de entender, pero que le sirvió de base para aprender el italiano que Fredo se encargó de enseñarle.
Alfredo contempló a Francesca empeñada en la corrección de un artículo, y pensó, henchido de orgullo, que era su obra maestra. «La siento carne de mi carne, sangre de mi sangre», caviló.
—Pensaba que estabas en la reunión con el jefe de redacción —comentó la muchacha al levantar la vista y encontrárselo.
—Acabo de llegar —aseguró Fredo— y te miraba, tan concentrada en tu trabajo, que pensé que mereces la tarde libre.
Francesca aceptó; la noche anterior no había pegado ojo y tenía sueño. Casi a finales de febrero —hacía un mes que su madre y ella habían dejado Arroyo Seco— aún seguía sin noticias de Aldo. La carcomían la ansiedad por saber y el deseo de verlo. Le costaba dormirse, no tenía apetito y debía hacer grandes esfuerzos para concentrarse en la oficina. Por Rosalía, sabía que Aldo, Dolores y la señora Carmen continuaban en la estancia y que no hablaban de regresar a Buenos Aires. Por un lado, eso la tranquilizaba, él aún estaba cerca; sin embargo, la presencia siempre amenazante de Dolores la inquietaba sobremanera.
Las oficinas de
El Principal,
sobre el bulevar Chacabuco, quedaban a pocas cuadras del palacio Martínez Olazábal, que era como los cordobeses llamaban a aquella imponente mansión estilo francés. Frente a la Plaza España, en el corazón del barrio Nueva Córdoba, la edificación, que ocupaba una pequeña manzana, se erguía en medio de un parque ornado con fuentes y estatuas de mármol, circundado por una reja de hierro forjado de tres metros de alto que el abuelo de Esteban había hecho traer de Francia.
Como miembro de la servidumbre, Francesca tenía vedado el acceso al
palacio
por el portón principal sobre la avenida Hipólito Irigoyen; en cambio, debía usar «el de los plebeyos», como lo llamaba irónicamente, que se abría sobre el bulevar Chacabuco. Cruzó Derqui y, a media cuadra del ingreso, la sorprendió un automóvil deportivo rojo que salía de la mansión haciendo chirriar las gomas sobre la vereda. El corazón le dio un vuelco al reconocer a Aldo al volante. Corrió el último trecho.
—¡Aldo! —lo llamó, pero el automóvil no se detuvo.
Francesca lo siguió con la mirada hasta que Ponce, el jardinero, se acercó y le dijo que su madre la esperaba dentro. Caminó hasta la cocina, donde Janet, la vieja ama de llaves, daba órdenes a diestro y siniestro, alborotando al resto de la servidumbre. Rosalía murmuraba con Antonina y reía, mientras Timoteo, el chófer, comentaba lo que «sería el acontecimiento social del año».
—¿Qué pasa, Timoteo? ¿Por qué tanto alboroto? —se interesó Francesca.
Al escucharla, Janet le preguntó, con su habitual mueca de superioridad:
—¿No te has enterado? En tres semanas la mansión estará de fiesta: el niño Aldo contraerá matrimonio con la señorita Sánchez Azúa.
En medio de su dolor, Francesca le confesó a su madre que estaba enamorada del joven Martínez Olazábal. Le detalló la primera noche, la noche en que Aldo la sorprendió en la piscina, y también las que siguieron; le refirió las tardes que compartieron y las promesas de amor que intercambiaron. Antonina escuchó serenamente, sin atisbos de asombro ni de condena, y le permitió desahogarse y quedar exánime en sus brazos. Pasaron unos minutos silenciosos, Antonina la mecía en su regazo y le besaba la cabeza.
—Él me dijo que me amaba —repitió Francesca— y yo le creí porque parecía sincero.
Antonina le tomó el rostro por el mentón mientras le secaba las mejillas con un pañuelo. No fue dura al decir:
—No debiste fijarte en el joven Aldo,
figliola.
No debiste responder a sus insinuaciones. Ya sabes cómo son estas gentes. ¿Es que la historia de Rosalía no te resulta suficiente?
—Yo soy distinta a Rosalía —replicó Francesca, con enojo.
—Claro que lo sos —admitió Antonina—. Gracias a tu tío Fredo, has recibido una excelente educación. Sin embargo, para ellos siempre serás la hija de la cocinera. La señora Celia jamás admitirá que su primogénito se case con una mujer a quien considera muy por debajo. Les hará la vida imposible, utilizará todas las artimañas que conoce, y jamás lo permitirá.
—Yo sé que él me quiere,
mamma,
lo sé, lo siento aquí —dijo, y se llevó la mano al corazón.
—Probablemente el joven Aldo está perdidamente enamorado de vos, pero siempre ha dicho y hecho lo que su madre le ha indicado. Le teme hasta el punto, ya ves, de casarse con quien ella ha elegido para él. No te ilusiones, Francesca —suplicó Antonina—, el joven Aldo se ha comprometido con la señorita Dolores y se casarán en breve. Te pido que te mantengas lejos de él y que evites problemas.
Más tarde, Francesca llevó a Sofía a la buhardilla y, con la vista nublada pese a que se había propuesto no llorar, se lo contó todo sobre su romance con Aldo. Sofía, afectada en un primer momento, salió rápidamente en defensa de su hermano al asegurar que, sin duda, ese matrimonio era obra de su madre y de la señora Carmen, pues ella no veía enamorado a Aldo, ya que su hermano trataba con frialdad a su prometida y, en los últimos días en el campo, incluso con desprecio.
—Entonces —dedujo Francesca—, sólo puedo pensar que Aldo es un cobarde que se deja dominar por dos arpías y que no es capaz de luchar por lo que ama. ¡Oh! ¡Soy una idiota por creer que alguna vez me amó! Para él sólo fui un juego para amenizar sus aburridos días en el campo. ¡Pero yo sí lo amo con todo mi corazón!
Sofía sintió como un golpe el recuerdo de Nando y de su bebé; abrazó a Francesca y cada una lloró sus penas.
Esa noche, Francesca llevó un vaso con leche y vainillas a su habitación para no compartir la mesa con los demás sirvientes que sólo abrían la boca para referirse a la boda del joven Aldo. Se puso el camisón y, sentada en su cama, comió y bebió mientras leía. A pesar de que el libro era interesante, su cabeza se hallaba en otro sitio, a varios kilómetros, en la piscina de Arroyo Seco, donde todo había comenzado. Por fin, dejó el libro a un lado y permitió que los recuerdos la inundaran y le arrancaran suspiros y tímidas sonrisas. No le hacía bien recordar cuando debía olvidar, borrar a Aldo Martínez Olazábal de su mente y de su corazón, dejar de amarlo, odiarlo si fuera posible, o simplemente ignorarlo. Pero sabía que no lo lograría fácilmente, incluso sospechaba que, por el momento, se trataba de una empresa inútil.
Un golpeteo en el postigo de la ventana la sobresaltó. Debía de tratarse de Sofía, que solía invitarla a recorrer el parque de noche para hallar la serenidad que no encontraba dentro del palacio. Abrió los postigos de par en par y la sonrisa se desvaneció en sus labios: frente a ella, Aldo, que la contemplaba con creciente intensidad. Amagó con cerrar la ventana, pero Aldo puso la mano y volvió a abrirla casi violentamente.
—Déjame entrar —ordenó de mal modo.
—Esta es su casa, usted puede entrar si quiere —replicó Francesca—, pero antes de que lo haga, yo voy a salir.
—Francesca, por favor —dijo Aldo, con menos prepotencia—, tenemos que hablar.
—Nada tenemos que decirnos, señor. Entre usted y yo todo ha terminado.
—¡Carajo, Francesca! —estalló Aldo, y descargó el puño sobre el postigo—. No seas tan orgullosa. Déjame que te explique. Voy a entrar —amenazó Aldo, y se trepó al alféizar para saltar dentro.
—Está bien, está bien —concedió Francesca—, yo saldré, pero, por favor, no entres.
Francesca se echó encima el salto de cama y se calzó las pantuflas. Subió a la cama y luego se paró sobre el alféizar, desde donde rechazó la ayuda que Aldo le ofreció al tenderle los brazos. Se recogió la bata y el camisón y, de un brinco, cayó sobre el césped. Se acomodó el cabello y se ajustó el cinto de la bata.
—¡Oh, Francesca, mi amor! —dijo Aldo, y la empujó contra la pared.
La besó apasionadamente, sin darle tiempo a reaccionar, mientras deslizaba las manos dentro del salto de cama y le apretaba la cintura. Francesca gimió de placer y se abandonó al beso como si las cavilaciones negras de momentos atrás no hubiesen tenido lugar. Había añorado tanto el cuerpo de Aldo, sus labios sobre los de ella, sus palabras ardorosas susurradas al oído y sus promesas de amor, que la decepción y la furia se disolvieron sin esfuerzo.
Aldo se arrodilló frente a Francesca y la obligó a hacer lo mismo. La tumbó delicadamente sobre el césped y se recostó sobre ella. Como en trance, la muchacha seguía a pie juntillas las indicaciones que las manos de Aldo le impartían. La sensación resultaba tan placentera y cautivante que le había aflojado los músculos y la dominaba a su antojo. Francesca sólo podía pensar: «Aldo sigue amándome como en Arroyo Seco, sigue amándome a pesar de que va a casarse con Dolores».
La frase se repitió en su mente con la intensidad de un alarido y la sacudió del éxtasis con el efecto arrollador de un balde de agua sobre quien duerme plácidamente. Comenzó a tomar desesperadas bocanadas de aire y a zarandear los brazos para quitárselo de encima. Ajeno al cambio operado en Francesca, Aldo siguió besándola y tocándola, hechizado por una pasión que no había experimentado con otra mujer.
—¡Basta! ¡Déjame! ¡Basta!
Aldo se apartó apenas y la contempló con perplejidad. Francesca aprovechó para moverse debajo de él y ponerse de pie.
—¿Qué te has propuesto? —lo increpó, mientras se cubría—. ¿Tomarme aquí, en el jardín, como si yo fuera una cualquiera?