—No sé, Francesca. Hace unos minutos la señora vino a decírmelo y, por lo que pude entender, vos y yo nos marchamos, el resto de la familia se queda. Paloma se hará cargo de la cocina en mi lugar.
—No quiero irme —rezongó Francesca, que de inmediato vislumbró las consecuencias de la decisión—. Todavía tengo algunos días de vacaciones antes de regresar al periódico, ¿por qué tengo que volver?
—Esto no es un hotel. Aquí es donde trabaja tu madre y vos estás aquí porque el señor Esteban lo permite con la condición de que me ayudes. Ya eres lo suficientemente grande para entenderlo.
Antonina disfrutaba el campo, pero quería volver a la ciudad y reencontrarse con sus amigos: Rosalía, Ponce, el jardinero, y Félix, el mayordomo. Además, en los últimos días, una incómoda ansiedad alteraba sus jornadas en Arroyo Seco, usualmente tranquilas y placenteras, al recordar a Fredo.
Francesca se vistió rezongando y echó su ropa dentro del bolso con rabia. La señora Celia tenía la extraña cualidad de arruinar las cosas buenas. Con lo intempestivo de la partida, no se despediría de Cívico ni de Jacinta y no volvería a montar a Rex hasta el año siguiente. La rabia cedió un instante y la tristeza le nubló la mirada al colegir que no vería a Aldo en semanas; esto en el mejor de los casos, pues si él decidía regresar a Buenos Aires sin pasar por Córdoba, no tenía idea de cuándo volvería a verlo.
Francesca se sentó en la cama y apretó las mandíbulas para no llorar.
Aquella tarde de enero de 1961, Alfredo Visconti terminó de dictar la carta a Nora, su secretaria, y le indicó que podía retirarse. La mujer lo contempló brevemente, tomó las notas y se marchó. Alfredo se estiró en la butaca y puso los pies sobre el escritorio. Pensó en los sucesos del país, que conocía al dedillo y de los cuales se había convertido en cronista muchos años atrás.
En esa instancia, como director de
El Principal,
el diario de mayor tirada de la provincia de Córdoba, conocía sus posibilidades, que sobrepasaban los lindes de una simple crónica, para formar opinión y comunicar ideologías. Entre sus colegas, no sólo de Córdoba sino de Buenos Aires y países limítrofes, Alfredo gozaba de respeto y admiración fundados en su inteligencia y sagacidad, y también en sus valiosos contactos y fuentes que habían demostrado su peso en varias ocasiones, como aquella vez en el 51 cuando realizó algunos llamados telefónicos a
La Prensa,
el periódico porteño más hostil al régimen peronista, para advertirles que se gestaba una represalia feroz contra ellos.
—¿De que hablas, Fredo? —había inquirido, casi con sorna, Gonzalo Paz, el director.
—Paren la mano —había aconsejado él—, los peronistas no se están con vueltas. Ellos manejan otros códigos, Gonzalo. Eva los tiene marcados y no descansará hasta aplastarlos, literalmente hablando. Lo sé de buena fuente, créeme.
Semanas más tarde, entrado el mes de marzo, el histórico edificio de
La Prensa
sobre la avenida de Mayo ardió desde los sótanos repletos de papel y elementos inflamables. Completamente destruido, el tradicional periódico de los Paz, la aristocrática familia porteña que, según Eva Duarte, encarnaba a la oligarquía
vendepatria,
detuvo sus rotativas y cerró sus puertas. Un mes más tarde, le asestaron el golpe de gracia a través de una ley por la cual fue expropiado.
Alfredo giró la butaca y clavó la vista en un óleo colgado detrás de su escritorio: la Villa Visconti, en la región del Valle d'Aosta, al norte de Italia, a un paso de Francia y de Suiza. Esa villa conservaba los mejores recuerdos de su infancia y primera juventud. La belleza del paisaje realzaba la imponencia del palacete que por generaciones había pertenecido a los Visconti, de las familias más arraigadas de la zona. La mano maestra del pintor había plasmado en el lienzo la majestuosidad de los Alpes en contraste con el límpido cielo y el verde esmeralda que circundaba la casa paterna.
Suspiró. La manera en que su padre, Giovanni Visconti, lo había perdido todo, incluso el honor, constituía su más doloroso recuerdo, que pese a los años, no lograba olvidar ni perdonar. Después de la muerte de su esposa, a la que Alfredo apenas recordaba, Giovanni, presa de la desesperación, cayó bajo el influjo de la bebida y, tiempo más tarde, del juego. Dilapidó la fortuna sin consideración por sus hijos ni por su apellido. Los amigos de la familia comenzaron a excluirlos de las tertulias, se cruzaban de acera y los miraban de reojo.
En la ruina, devastado moralmente, Giovanni se suicidó. Sus hijos, Alfredo y Pietro, dos jovenzuelos asustados e inexpertos, liquidaron lo que quedaba de la fortuna y huyeron de la ciudad, agraviados injustamente. En Génova se embarcaron en el
Stella del mare
y abandonaron Italia con alivio. Alfredo llegó a la Argentina a los veinticuatro años y se asentó en Córdoba. Pietro, más propenso al ruido y a la grandiosidad, prefirió Buenos Aires, donde murió tres años más tarde a causa de una extraña infección en la garganta. La muerte de su hermano golpeó duramente a Alfredo, que no se habría sobrepuesto de no existir para esa época la pequeña Francesca.
Conoció al siciliano Vincenzo De Gecco en la cubierta del
Stella del mare
y sorprendido por su sensatez y prudencia, se sintió atraído también por la fuerza y el empeño con los que pensaba hacer frente al mundo, muy adverso en ese momento. Al igual que él, Vincenzo había huido de su pueblo natal, Santo Stefano di Camastra, un villorrio al norte de la isla, a orillas del mar Tirreno, donde sólo se esperaba de él que se dedicara a la pesca. Entre otros conflictos, la familia no aceptaba a su prometida, Antonina D'Angelo, oriunda de un pueblo cercano enemistado ancestralmente con Santo Stefano. La joven de diecinueve años, huérfana, criada por una vieja tía, no dudó en escapar a Palermo aquella noche con su amado, desde donde marcharon hacia Génova tras contraer matrimonio. Allí se embarcaron en la primera nave que los llevase a la Argentina, de la cual tanto habían escuchado.
Alfredo estaba seguro de que Vincenzo jamás había completado su educación; sin embargo, demostraba avidez por el conocimiento y devoraba cuanto libro caía en sus manos. Vincenzo se aferró a Fredo, como lo apodó, al descubrir en él al hombre culto y refinado que le habría gustado ser. Tiempo después, ya instalados en Córdoba, se hermanaron en el dolor del desarraigo y en la añoranza de la patria.
Alfredo no conoció a la esposa de su amigo sino hasta varios días después; el primer tiempo de navegación, la joven permaneció en el camarote atacada de náuseas y mareos que la mantenían postrada en la litera, a dieta de té y galletas marineras.
—El movimiento del barco y su embarazo no le dan respiro —explicó Vincenzo.
En una siesta, Alfredo salió a cubierta para aprovechar la soledad del momento. Caminaba con la vista perdida en el horizonte y la mente llena de cuestionamientos, y allí la vio, de perfil, levemente reclinada sobre la barandilla, con una palidez en el rostro que se acentuaba por el carmesí de sus labios y el negro de sus cejas. La delicadeza de los rasgos armonizaba con el resto del cuerpo, menudo y bien formado. Decidido a conocerla, dio unos pasos, pero se detuvo súbitamente al ver a Vincenzo que se le acercaba y la tomaba por la cintura. La jovencita se dio la vuelta y le echó los brazos al cuello.
Alfredo dejó la butaca con una exclamación de hastío y caminó en círculos. ¡Ah, cómo amaba a Antonina! Más de veinte años no habían podido con ese amor que lo había atormentado doblemente, por la traición que encarnaba y por la indiferencia de Antonina, que sólo tenía ojos para su esposo. Ni siquiera después de la muerte de Vincenzo, seis años más tarde de la llegada a Córdoba, Alfredo se atrevió a confesarle la pasión que lo consumía, pues resultaba evidente que la desaparición de Vincenzo no había borrado la adoración que Antonina sentía por él.
Le pareció escuchar la voz de Francesca en la antesala. Sacudió la cabeza, desilusionado: la confundía con la de otra persona, aún faltaban días para su regreso del campo. «Francesca», dijo para sí, «¿qué sería de mi vida sin tu cariño?». Había permanecido en Córdoba por ella, pese a saber que el dinero y el poder del país se hallaban en Buenos Aires. Pietro, bien asentado en la gran capital, lo instaba a mudarse con él. Habría sido sensato aceptar la propuesta de su hermano y ahorrarse años de martirio voluntario cerca de una mujer a la que amaba desesperadamente y de la cual sólo obtenía amistad. Pero Francesca, que llegó a este mundo para iluminarle la oscuridad y arrancarle una sonrisa cada vez que se lo proponía, se convirtió en su razón de vivir. Desde la primera vez que la tuvo entre sus brazos, un lazo fuerte como el de la sangre los unió, y harto de mendigar cariño y nunca obtenerlo, a Fredo le complació que la relación con su ahijada fuera recíprocamente intensa; sabía que, frente a las pérdidas de los seres queridos y a las adversidades del destino, los dos se habían buscado con el mismo ahínco.
Francesca saludó a Nora, secretaria y amante de su tío desde algún tiempo. Un pañuelo de seda y, días después, un par de aretes en el departamento de Fredo le recordaron que se los había visto a Nora en la oficina. Y, si bien con su tío platicaba libremente y sin tapujos, no pudo mencionárselo, avergonzada y celosa como estaba. En un principio canalizó la rabia hacia Nora, que, de hecho, le parecía una joven bonita, inteligente y simpática. La saludaba adustamente, no le pasaba los mensajes y le escondía papeles y expedientes. Hasta que encontró a Nora llorando a mares en el baño del periódico. La secretaria le contó que había perdido un documento importantísimo que el señor Visconti le reclamaba desde la mañana.
—¡Yo lo dejé en el archivero ayer antes de irme! —exclamó—. Si no aparece ese papel, me va a matar, perderé mi empleo.
Francesca corrió a su escritorio, tomó el mentado documento del cajón y lo devolvió al archivero, disimulándolo entre otros papeles. Apareció Nora con la nariz enrojecida y los ojos hinchados. Por iniciativa de Francesca, vaciaron cajas, cajones, estantes y carpetas hasta dar con el documento. Nora experimentó una alegría y alivio inefables; se abrazó a Francesca, que, tiesa, le aseguraba que no había hecho nada del otro mundo, sólo volver a revisar con cuidado y tranquilidad.
—Ahora sé por qué tu tío te quiere tanto —afirmó la secretaria, en un rapto de sinceridad.
«Después de todo, tío Fredo tiene derecho a enamorarse», aceptó Francesca a regañadientes, con los celos aún a cuestas. Cambió su actitud con Nora: la saludaba con cortesía e, incluso, en ocasiones, le daba charla. Sin embargo y pese al esfuerzo que hacía por tomarle cariño, no veía feliz a Fredo, sus ojos continuaban tristes y su andar, cansado.
Entró en el despacho de su tío sin llamar. Sorprendido y feliz, Fredo la envolvió en su pecho y le besó varias veces la coronilla. Hacía tiempo que había descubierto que el rostro de su tío se iluminaba al verla y que el tono de su voz, usualmente monocorde y apagado, se le aclaraba. También lo había notado en presencia de su madre.
—¡Qué sorpresa! —repitió el hombre por enésima vez—. ¡Faltaban tantos días para que regresaras!
—Ni tantos, tío. Sólo una semana.
—Para mí, demasiado. ¿Por qué volviste antes? ¿Ya te aburrieron tus amigos del campo?
—No, ni en mil años —aseguró—. Como siempre, la señora Celia arruinándolo todo. No sé qué nueva chifladura se le cruzó por la cabeza, pero esta mañana, tempranísimo, nos dijo que nos volviéramos a Córdoba.
—Ah, entonces tu mamá también regresó —expresó Fredo.
—Sí, ella también —afirmó Francesca, y agregó—: ¡Estoy tan desilusionada! No pude despedirme de Jacinta ni de Cívico. Espero que Sofía les explique lo que sucedió, si no, se ofenderán. Y tampoco me despedí de Rex. ¡Ay, tío, qué desilusión!
Aunque por un instante la asaltó el deseo de hablarle de Aldo, se detuvo y guardó silencio.
Aldo se vistió de mal humor. Eran las ocho de la mañana y apenas había conciliado el sueño tres horas atrás después de haber dado vueltas en la cama con el cuerpo aún excitado por el recuerdo de Francesca. La deseaba, la amaba.
El rostro de Dolores se le apareció como un relámpago y arrojó lejos una bota. «¡Jamás debí tocarle un pelo!», exclamó, para sus adentros. ¿Cómo haría para romper el compromiso después de haberla llevado a la cama, a ella, una joven tan aferrada a sus creencias? Sería un escándalo familiar. Sus padres, en especial su madre, querían emparentarse con los Sánchez Azúa, pues según decían, las dos fortunas unidas constituirían una de las más poderosas del país. No resultaría fácil romper con la heredera y casarse con la hija de la cocinera.
En medio del dilema, Aldo recordó que Celia había mandado por él. Terminó de vestirse y salió del dormitorio. Lo inquietaba la idea de una reunión a solas con ella. Desde niño, su madre lo había atemorizado; ahora, veintiocho años después, se avergonzaba al reconocer que seguía albergando el mismo sentimiento cobarde. La mirada de Celia poseía el talento de amedrentarlo como pocas cosas en el mundo; el rictus de su boca, entre despectivo y amargo, le ponía la mente en blanco. Recordaba con honda tristeza haber preferido el pupilaje de La Salle a convivir con ella. «Pues yo estaría muy triste si mi madre fuera como la suya». La sinceridad inocente y sin malicia de Francesca le arrancó una sonrisa. «Es cierto», pensó Aldo, «pero ahora que te tengo, nada me importa, excepto que seas mía». Llamó a la puerta.
—Hoy quiero que lleves a Dolores y a su madre a conocer Alta Gracia —ordenó Celia, apenas su hijo entró en el dormitorio—. Pasan la noche en el Sierras, se divierten en el casino y regresan mañana.
Aldo la miró estupefacto. ¿Desde cuándo su madre decidía acerca de sus actividades? Dispuesto a replicar, avanzó unos pasos. Celia arremetió nuevamente y lo paró en seco.
—La tenés abandonada a Dolores. Carmen me lo hizo notar ayer, muy consternada.
—No creo que ni usted ni la señora Carmen deban inmiscuirse en mis asuntos con Dolores. Ambos somos mayores de edad y sabemos lo que queremos.
Celia levantó una ceja y sonrió sarcásticamente.
—Así que vos sabes lo querés, ¿verdad? ¿Y qué quieres? ¿Embarazar a la hija de la cocinera y tener un bastardo de ella?
Aldo se sintió enfermo y no supo replicar. El miedo atávico que se esparció como veneno en su cuerpo lo dejó inerme y anuló el coraje que había experimentado antes de entrar en la habitación.